Ares se va

Tal vez se soñaba uno de esos jugadores a los que sustituyen cinco minutos antes del final del partido para recibir la ovación del público. O un actor haciendo el mutis triunfal a media escena de caer el telón. La cosa es que se ha parecido más a la “Tocata y fuga de Lolita” —casposa película española de semidestape de los 70, por si no caen— o a escaqueo modelo Capitán Schettino, porque a ver a quién le apetece ser el que dentro de menos de dos meses anuncie desde el centro oficial de datos de Lakua que su partido ha sido corrido a papeletazos. Un marrón del que se libra.

En perfecta sintonía con lo que ha sido su gestión, Rodolfo Ares se va tarde y mal. Él dice, ya que no podía hacerlo su abuela, que le acompaña la satisfacción del deber cumplido [risas enlatadas] y que su decisión —atentos, que esta es buena— obedece a razones éticas. En todo caso, serían héticas, con hache, que como nos enseñó Cervantes, significa raquíticas o, más llanamente, esmirriadas. Si algo sabemos del personaje es que no hay condicionante ni remotamente moral que lo desvíe jamás de su trayectoria. Mejor estar al lado que en medio. Allá por donde pasa nacen clubs de damnificados que podrían llenar el Madison Square Garden… si se atrevieran.

Ahí le hemos dado, porque los mismos que me llamarán sectario cabrón por escribir esto viven en la zozobra constante de no disgustar al ganador de todos los congresos de su partido. Lo temen tanto como lo maldicen por lo bajini. Del mismo modo, los que lo ponen a parir desde el resto de las siglas es a él al primero que telefonean cuando surge en lontananza un trabajo de fontanería fina. Da igual que sea para hacer una ñapa en Loiola, soldar una santa alianza antiabertzale o montar un desagüe transversal por donde vayan los pelillos a la mar.

Como cada vez, Ares se va para seguir estando. ¿Alguien se acuerda de Iñigo Cabacas? Yo me declaro incapaz de olvidarlo.

Cacería en Ezker Batua

Siempre se ha dicho que en la política hay rivales, adversarios, enemigos y, en la cúspide de la mala sangre y los peores modos, compañeros de partido. Parece que este adagio un tanto exagerado o, como poco, matizable, se le ha hecho dolorosa realidad a Mikel Arana, aún coordinador general de ese imposible metafísico llamado Ezker Batua. Trescientos de los que comparten con él carné y se supone que alguna que otra idea le piden que se haga el harakiri y abandone la jaula de grillos. Eso dicen los titulares en los que, más que la exigencia de dimisión, llama la atención el número de los suscriptores de la demanda. Luego, claro, uno se acuerda de las historias para no dormir sobre los métodos de afiliación que le han contado y cuadra la cifra de los que se han apuntado al linchamiento. Hasta se queda corta.

Nada menos que diecisiete reproches le han inventariado a Arana sus no partidarios. Sin duda, el mejor de todos es la acusación de haber roto la caja única. Hace falta una elevada dosis de desahogo y otra nula de sentido del pudor para sacar a colación ese asunto, cuando hasta las alfombras de las sedes de la formación saben por qué espurios motivos estalló la que parece que va a ser la crisis final del invento. Se imagina uno la tal caja única con forma de cántaro de leche al que se habían fiado 39 salidas personales y un parche de novecientos mil euros. Por si alguien lo dudaba a estas alturas del folletón, queda claro que la trifulca es por la olla, no por la ideología.

La respuesta del asediado es que no piensa irse. Es la decisión de quien, creyéndose con la razón y sintiéndose víctima de una injusticia, opta por quemar las naves y se resuelve a morir con las botas puestas. Le honra el gesto, pero él, que conoce mejor que nadie a qué extremos son capaces de llegar quienes lo han declarado pieza de caza, sabe a lo que se expone. Y a lo peor ni siquiera merece la pena.