Aunque por entonces era un pipiolo que acababa de llegar a la secundaria —BUP, en la nomenclatura de la época—, tengo un recuerdo nítido del primero de mayo de hace treinta años. Sobre todo, de una de las consignas que grité a pleno pulmón junto a mis compañeros de instituto precozmente ideologizados: “¡El hijo del obrero, a la universidad!”. Tres cursos y una selectividad aprobada después, mi padre, que era un frigorista que no siempre cobraba a fin de mes, tuvo que pedir prestadas a una amiga de la familia las treinta mil pesetas (más de la mitad de su incierto sueldo) del primer plazo de la matrícula de Periodismo en la UPV. Cuando estaba a punto de vencer el segundo sin posibilidad de hacerle frente, llegó una beca salvadora por importe de la cantidad exacta. Si bien no podía comprar la mayoría de los libros obligatorios y más de una vez me tuve que hacer a pie los cinco kilómetros que separaban el campus de mi casa, conseguí que el toro mecánico de la pasta no me descabalgase de la llamada enseñanza superior.
No es una historia excepcional. Buena parte de los que compartían aula conmigo pasaron por tragos similares que, mirándolos en positivo, nos sirvieron para saber lo que valía un peine y para dejarnos los cuernos en obtener aquel papel que te daban al llegar a la meta. Las generaciones que fueron viniendo después lo tuvieron algo menos difícil. Pronto lo normal, por lo menos en las universidades públicas, fue que los pupitres estuvieran ocupados mayoritariamente por hijas e hijos de familias de bolsillos no muy abultados… aunque fuera para convertirse en futuros titulados en paro o que jamás trabajarían en lo que habían estudiado.
Pero eso también va a cambiar. Como hace tres décadas, el curso que viene a muchos alumnos no les saldrán las cuentas. El próximo martes, que es primero de mayo, volverá a tener sentido gritar: “¡El hijo del obrero, a la universidad!”. Otra vez.