Elogio del esfuerzo

Pues sí, como quedó claro en la columna de ayer, defiendo el esfuerzo. A mucha honra y, a pesar de una genética que me empuja más a la pereza que al curre, con el aval de haber predicado con el ejemplo. Ni sé las veces que me ha pillado el alba en el torno dale que dale. Para bien poca cosa, en bastantes casos, y no diré que no me he quejado, porque lo he llegado a hacer amargamente, pero sí que a la larga he firmado las paces con la frustración de haberme dejado las pestañas en balde. Probablemente, algunas de las cosas que hago medio regular son el fruto tardío de aquellas centenares de horas que creí haberle robado a mi vida.

Desconozco por qué pensar y actuar así me sitúa en varios censos nada gratos. De entrada, en el de los gilipollas que van más allá del cumplimiento del expediente cuando hay tantos atajos que se pueden tomar. También en el de los pinchaglobos y cenizos que andan señalando que no todo el monte es orégano y recordando que raramente el maná cae del cielo. Y últimamente, en el de los retrógados y fachuzos desorejados, que es con quienes se asocia en exclusiva la bandera del esfuerzo. Porque la han confiscado para utilizarla en su versión interesada —como hicieron al birlarnos y corromper la bella palabra austeridad—, pero también porque nadie al otro lado de la línea imaginaria ha movido un dedo para impedir que se la llevaran.

¿Quién iba a hacerlo si hoy el progresismo —lean progrerío— oficial nos pastorea por un mundo en el que basta estirar la mano para tomar lo que nos plazca porque nos corresponde simplemente por haber nacido? Ojalá hablara de derechos básicos, que ahí me apunto también yo, y que, paradójicamente, es la lucha que ha quedado en cuarto plano por más pancartas que veamos en las calles de un tiempo a esta parte. Pero no, me refiero a cuestiones más mundanas, de esas que hasta hace poco había que ganárselas a costa, siquiera, de unas gotas de sudor.

Ni tanto ni tan Wert

Habrá que reconocerle a Wert su capacidad para convertir mangurrinadas en debates públicos o, como poco, en material de parrapla de aluvión arrojadiza. Si se fijan, verán que cuando las suelta, le sale un brillo en los ojos y se percibe un leve temblor en la comisura de su labio superior, claros indicadores de que sabe que va a liarla parda y que está encantado de que sea así. Lo de menos es la melonada que ponga en circulación y, de hecho, si hay que corregir a las 24 horas, como ha sido el caso, se hace. Pero, ¿y lo machote e importante que se ha sentido viéndose una vez más en lengua de todo quisque? Para este rato, seguro que ya tiene pensadas las quince siguientes, en la certeza de que no va a haber una que no cuele.

Ese es otro mérito que no se le puede negar al antiguo tertuliano: allá donde coloca el capote, surgen miles de cuernos prestos a embestir con memeces, como mínimo, del calibre de la provocación inicial. En esta cuestión de las becas y las notas medias para acceder a ellas hemos escuchado, por supuesto, atinadísimos y muy ponderados argumentos basados en la justicia social y en la igualdad de oportunidades, principios de los que el ministro hacía mangas y capirotes en su largada. Sin embargo, en la marabunta dialéctica han entrado de matute no pocas consignas de todo a cien —tuiteadas con reveladoras faltas de ortografía en algunos casos— que venían a reclamar el obsequio de un título universitario como derecho inalienable de todo aquel o aquella con orejas y nariz.

¿Será muy facha decir que ni tanto ni tan calvo? Me arriesgaré a hacerlo. Por respeto a la Universidad y, en un sentido más amplio, a la educación, que para mi es indisociable del esfuerzo, de una cierta disciplina y de unas gotas de merecimiento. Lo repetiré así ante el preceptivo pelotón de acollejamiento, convencido de defender valores más cercanos al progreso que a la reacción, aunque ya no se lleven.

Triunfos que no lo son

El derrotismo no lleva a ninguna parte, pero el triunfalismo conduce directamente al despeñadero. Tiene que haber por narices opciones intermedias entre tirar la toalla sin luchar y levantar los brazos por una victoria imaginaria. ¿Qué tal el realismo? Hasta donde yo recuerdo, hubo una izquierda que, sin perder de vista el horizonte, era plenamente consciente del suelo que pisaba. Alguna que otra conquista se fue consiguiendo así. Casi todas, en realidad. Hoy, sin embargo, parecemos abonados a la bipolaridad que lleva en segundos del patalaeo depresivo —ojalá todas las llamadas protestas lo fueran— a la venta de pieles de osos que no se han cazado.

¿Un ejemplo? El otro día el Consejo de ministros dejó en el cajón la reforma de la ley educativa que lleva por tremendo apellido el de su pergeñador, José Ignacio Wert. Al conocer la nueva, que no por casualidad se filtró de vísperas desde la Rue Génova, los heraldos de la oficialidad retroprogre corrieron a esparcirla con acompañamiento de charangas y cohetes. Sin un resquicio para la duda, daban por hecho que a las huestes rajoyanas les había entrado tembleque de rodillas al ver la dimensión del rechazo. Tengo clavado en el omoplato el tuit jacarandoso de uno de los alféreces mediáticos que se engorilaba así: “Para que luego digan que movilizarse no sirve para nada”.

Punto uno, eso lo dirá quien lo diga y mal dicho está, en todo caso. Punto dos, idéntica machada se escribió cuando, en un hábil escorzo, el PP dejó colar la ILP sobre los desahucios, que acaba de ser hecha fosfatina en las cortes españolas merced al rodillo. Recuerdo haber advertido el previsible desenlace en estas mismas líneas y con parecida desazón a la que hoy me trae a pedir que paren los bailes por el retraso táctico —tác-ti-co— de la aberración legislativa de Wert. En un par de viernes o tres eso estará en el BOE. Por la cuenta que nos trae, mejor nos hacemos a la idea.

Líneas rojas

Cuando oigo hablar de líneas rojas, es decir, una media de seiscientas veces al día, se forma en mi cabeza la imagen mental de la cancha del polideportivo de mi barrio. Menudos cristos me montaba entre el galimatías de demarcaciones superpuestas. No había forma de saber si tu colosal internada por la banda discurría verdaderamente dentro de los límites del campo de futbito o si echabas el bofe inútilmente por el terreno dispuesto para el balonmano, el basket, el voley o el tenis. Me da que hoy vivimos instalados en la misma confusión de lindes, con el agravante de que no nos jugamos unas cañas, como en aquellas pachangas entre amigos, sino algo de bastante más enjundia.

Cierto que también cabe pensar que es un caos voluntario y que no hay la menor intención de clarificar qué diablos queremos decir con la manida expresión. Es muy cómodo refugiarse en los sobreentendidos. Si gobiernas, quedas de cine prometiendo no traspasar la frontera maldita bajo ningún concepto, aunque tienes el inconveniente de que casi nadie te va a creer. Si estás enfrente, la cosa se pone mejor porque ni la realidad ni las arcas vacías te van a suponer un obstáculo a la hora de reclamar con voz grave y hueca el respeto a las sacrosantas líneas rojas.

Donde a unos y a otros les entran los titubeos y el oscurantismo es a la hora de entrar en detalles sobre lo que es y deja ser auténticamente intocable. Se conforman con ideas vagas y mantras resultones: la sanidad, la educación, los servicios sociales, el empleo público. Irreprochable en teoría. Sonar, desde luego, suena muy bien. De hecho, es lo que cualquiera quiere escuchar, ¿pero nadie se atreve a concretar un poco más? Más que nada, porque toda esa retahíla representa exactamente lo que ya teníamos. Y sabemos que no es posible mantenerlo en su integridad, ¿verdad que? Tal vez debería haber empezado por esta ingenua pregunta cuya respuesta, sospecho, es que no.

Español en Sestao

Cuánta razón, señor Basagoiti. Es un escarnio, un vilipendio, una ignominia y un oprobio de cuatro copones de la baraja el trato que recibe en esta pecaminosa linde vascongada la lengua de Cervantes, que es también, no lo olvidemos, la del insigne Pemán. Se le vuelve a uno el corazón paté de canard paseando por Sestao con la dolorosa impresión de ser un extranjero en su propia tierra. Allá donde se pongan ojos u oídos, la demoníaca fabla vernácula golpea con su soniquete de serrucho oxidado. En la Pela, en el Casco, en las Camporras o en Simondrogas no hay forma humana ni divina de comunicarse en cristiano. Las carnicerías de siempre son harategias, los cambios de sentido, itzulbideas, y hasta los monigotes de los semáforos llevan txapela. ¿Para esto ganaron nuestros abuelos una guerra?

Hay que hacer algo, Don Antonio, hay que hacer algo. No digo yo que otro alzamiento nacional, pero qué menos que un estado de excepción, a ver si enseñándoles los tanques se les bajan los humos y los pantalones a estos indígenas. Como usted bien dijo —¿acaso dice mal alguna vez—, va siendo hora de devolverle al idioma pequeñajo todas las afrentas que le ha escupido al grande, único y verdadero. Y mire, la ley de su compadre Wert, a quien el altísimo guarde muchos años, apunta en la dirección correcta. Mas (con perdón), pero, sin embargo, se antoja corta para desfacer este entuerto creado por tres décadas de paños calientes con los deletéreos nacionalismos periféricos. Si queremos que las criaturas abandonen el imperdonable vicio de llamar aita a sus cada vez menos venerados progenitores o que los locutores de la radio se apeen del procaz egunon y vuelvan a saludarnos como Dios manda, procede aplicar una cirugía mayor. El anillo, los varazos en las yemas de los dedos, unos capotones en el occipucio, por qué no el aceite de ricino. En diez minutos se vuelve a hablar español en Sestao, ya lo verá.

Un tal Wert

El descrédito de la política, que es la forma fina de decir que da asco, no es solo por los que meten la mano en el cajón. Aunque es difícil establecer ránkings de indecencia o escoger entre mierda oscura y mierda clara, gran parte de los choricetes y caceros no resultan mucho más dañinos que algunos de los que (¿todavía?) no han sido pillados en renuncio legalmente punible. Para decirlo con nombres y que se acabe de entender, el probado mangante Jaume Matas no tiene nada que envidiar en materia de inmoralidad y desvergüenza a José Ignacio Wert, fatal ministro y peor persona.

Si lo piensan, cada euro de los muchos miles que ingresa mensualmente el fulano por la gracia rajoyana constituye una malversación de fondos públicos. La diferencia con la practicada por el cacique balear antes mencionado es que esta se realiza con luz y taquígrafos ante las narices de los administrados. Ahí nos jodamos y aguantemos que de nuestro bolsillo se financien los vicios y el ego mastodóntico de un charlatán de feria que, amén de ser una completa nulidad para el puesto que ostenta —y en su caso, detenta—, se pasa la vida salpicando gargajos a aquellos para los que teóricamente trabaja.

Habría que rascar a conciencia en los escalafones de las dictaduras bananeras de cualquier tiempo y lugar para encontrar media docena de tipejos que puedan empatar en desaprensión, chulería y falta de escrúpulos con este narciso de libro. Claro que sus culpas acaban en el punto exacto que delimita su deleznable personalidad. Los que lo tenemos calado desde su época de tertuliano presuntuoso y tobillero sabemos que Wert es así y que, a falta de mejor criterio psiquiátrico, es probable que no pueda hacer nada por evitarlo. A partir de ahí, el dedo acusador debe señalar a quien decidió que alguien que compendia en sí casi todas las bajezas era el individuo adecuado para entregarle una cartera. La de Educación, nada menos.

La séptima de Wert

Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodoredo, Turismundo, Teodorico, Eurico… y así hasta Égica, Witiza y Rodrigo. Mejor que vayamos refrescando la lista de los reyes godos por si nos toca echar una mano con los deberes a los churumbeles. Yo que ustedes, rescataría del trastero la Enciclopedia Álvarez y me pondría a darle duro a lo del Ebro que nace en Fontibre y el Guadiana en las Lagunas de Ruidera, aunque esto último se haya demostrado que era mentira. También lo era la versión de la llamada Reconquista, el glorioso descubrimiento de América y no les digo nada la Santa Cruzada. Pero así venía y tal cual había que recitárselo a Don Román, salvo que quisieras ganarte un par de hostias y ser enviado con deshonra al pelotón de los torpes. Quién nos iba a decir que nuestro pasado era el futuro de nuestros hijos y nuestros nietos.

Séptima reforma educativa en 35 años. Si las seis anteriores fueron, con sus matices, una chufa que no sacó a los alevines hispanistanís del analfabetismo funcional, esta llega con la intención de que salgan igual de parvos pero con un sentimiento patriótico del nueve largo. “La actual dispersión de contenidos es inmanejable”, ha justificado el parraplas Wert la confiscación de las competencias territoriales que trae de serie su ordenanza. Uno de los órganos paraoficiales de propaganda y lametones gubernamentales lo puso ayer en román paladino en su portada: “Una Educación, una Nación”.

Eso lo sueltas en euskera, catalán o gallego, y se te vienen encima los cien mil hijos de Don Pelayo a ponerte de esencialista totalitario para arriba. Suerte si Manos Limpias o los talibanes de DENAES no te arrean una docena de querellas en el occipucio. Pero lo bramas en castellano y eres una persona de bien que pide lo justo y lo necesario. Enterémonos: el disgregar se va a acabar. Ahora, si es caso, es tiempo de segregar. Por sexos y, desde luego, por el tamaño del bolsillo.