De Delgado a Cospedal

Era cuestión de tiempo que la cenagosa e interminable fonoteca del madero podrido Villarejo regurgitase una grabación que mostrase en porretas a algún ser humano con ojos del Partido Popular. Le ha tocado —también es verdad que tenía muchos boletos, ¿verdad, Soraya SdeS?— a la hasta anteayer soberbia mandamucho María Dolores de Cospedal. Conforme a la coreografía habitual, un presunto diario digital ha ido suministrando las piadas de la doña y su maromo, el tal Del Hierro, en progresión geométrica. Primero la puntita, luego una dosis cumplidita y después, el tracatrá final. O bueno, semifinal, porque tiene pinta de que quedan más jugosas entregas.

Más allá de la gravedad de lo revelado por las cintas marrones, que apenas es medio diapasón sobre lo que ya imaginábamos, el episodio nos sitúa ante el espejo de la política española. Primero, porque queda tan claro como ya sospechábamos que las cloacas del estado eran frecuentadas indistintamente y con igual desparpajo por tipas y tipos de las dos siglas que han conformado el asfixiante bipartidismo aún sin extinguir del todo. Segundo, y diría que especialmente relevante, porque las reacciones de los partidos de las pilladas en renuncio prueban la asquerosa hipocresía que impulsa sus actuaciones.

Cuando la cazada fue la ministra de Justicia del gobierno de Pedro Sánchez, el PP saltó a la yugular y el PSOE clamaba que era una infamia seguir el juego a chantajistas sin escrúpulos. Ahora los papeles están exactamente invertidos. Desde estas modestas líneas reclamo idéntica vara para ambas Dolores, Delgado y Cospedal. Y por supuesto, lo mismo para el Borbón viejo.

Humanidad ausente

Rodolfo Ares, hace un año y seis días: “Este consejero que les habla tiene el firme compromiso de esclarecer los graves incidentes producidos el [día] 5 en Bilbao, llegando hasta el fondo, cueste lo que cueste”. Palabras pronunciadas, por supuesto, con la debida solemnidad y el gesto adusto de rigor. Pura cháchara oficialoide y desalmada al extremo de referirse a una muerte como “graves incidentes”, tal que si se tratara de media docena de cajeros reventados o un puñado de lunas rotas. Más allá del infame eufemismo, en la misma comparecencia, y cuando ya era un clamor incontestable que lo que acabó con la vida de Iñigo Cabacas fue una pelota de goma, no evitó la tentación de adornarse con el mendaz despeje a córner: “Todas las hipótesis permanecen abiertas”.

Estaba mintiendo y era plenamente consciente de ello. Si en aquel instante era una intuición apoyada en lo que ya se sabía y en los abundantes antecedentes del personaje, hoy es un hecho constatable por tierra, mar y aire. Para cuando se puso ante los focos ya debía de hacer tiempo que conocía el contenido de las grabaciones que nos han helado la sangre. Me pregunto, en primer lugar, si en él provocaron el mismo eclipse emocional que en cualquiera con dos gramos de sensibilidad o si todo lo que se le pasó por la cabeza fue que aquello había que taparlo como fuera. Sé que más adelante declaró que aquellos fueron los peores días de su paso por Interior, pero sus hechos contantes y sonantes hacen pensar que en la disyuntiva entre lo humano o lo político, optó sin dudarlo por aparcar los sentimientos y dar único curso a la epidermis de hormigón.

Ayer mismo, un Rodolfo Ares por el que sí pasan los años y seguramente también las circunstancias vitales, tuvo la oportunidad de reconocer que no obró del modo adecuado y, tal vez, de decir que lo sentía. Prefirió seguir en una huida hacia adelante que ha de terminar antes o después.