El último en llegar y el primero en marcharse. Ni una semana le ha durado la cartera. Nombramiento, arqueología tuitera, pomposa promesa del cargo, consejo de ministros a modo de degustación, descubrimiento de marrón indefendible, amago de resistencia, y rendición. Cuerpo triste, vuelve a donde saliste, que en el caso que nos ocupa es el faranduleo con ínfulas, oficio muy bien remunerado, según hemos comprobado. Notable carrerón, el de Màxim Huerta.
Últimamente repito mucho que hay que quitarle a tal o cual lo bailado, y me da que de nuevo cuadra. Quién le iba a decir al celérico dimisionario que un día formaría parte de un gobierno. Pues ya lo puede poner en la solapa de las novelas que publica y, por lo visto, vende como rosquillas. Con el añadido de que nadie antes había durado menos en el puesto.
Poco hay que llorar, por lo demás. El ministerio que pierde es el de propina. Como en aquel genial gag de Les Luthiers sobre un golpe de estado en una república bananera, el que le dan a un cabo furriel después de que los importantes se los hayan repartido generales, almirantes y comandantes. Tras su caída, han colocado al siguiente de la lista, el tal Guirao, y santas pascuas.
Con todo, el efímero cabo Huerta nos deja, a su modo, un legado. Gracias a su peripecia, hemos vuelto a tener la instantánea precisa del rostro marmóreo y la brutal hipocresía que son seña de identidad de la política española. Para miccionar y no echar gota, el cabreo posturil de la grey pepera, rezumando guano hasta las cartolas o las farfullas de Pablo Iglesias cuando el tipo que se va ha hecho exactamente lo que su defendido Monedero.