El final del cabo Huerta

El último en llegar y el primero en marcharse. Ni una semana le ha durado la cartera. Nombramiento, arqueología tuitera, pomposa promesa del cargo, consejo de ministros a modo de degustación, descubrimiento de marrón indefendible, amago de resistencia, y rendición. Cuerpo triste, vuelve a donde saliste, que en el caso que nos ocupa es el faranduleo con ínfulas, oficio muy bien remunerado, según hemos comprobado. Notable carrerón, el de Màxim Huerta.

Últimamente repito mucho que hay que quitarle a tal o cual lo bailado, y me da que de nuevo cuadra. Quién le iba a decir al celérico dimisionario que un día formaría parte de un gobierno. Pues ya lo puede poner en la solapa de las novelas que publica y, por lo visto, vende como rosquillas. Con el añadido de que nadie antes había durado menos en el puesto.

Poco hay que llorar, por lo demás. El ministerio que pierde es el de propina. Como en aquel genial gag de Les Luthiers sobre un golpe de estado en una república bananera, el que le dan a un cabo furriel después de que los importantes se los hayan repartido generales, almirantes y comandantes. Tras su caída, han colocado al siguiente de la lista, el tal Guirao, y santas pascuas.

Con todo, el efímero cabo Huerta nos deja, a su modo, un legado. Gracias a su peripecia, hemos vuelto a tener la instantánea precisa del rostro marmóreo y la brutal hipocresía que son seña de identidad de la política española. Para miccionar y no echar gota, el cabreo posturil de la grey pepera, rezumando guano hasta las cartolas o las farfullas de Pablo Iglesias cuando el tipo que se va ha hecho exactamente lo que su defendido Monedero.

Casi impecable

Vaya, un tanto anticlimático lo de Maxim Huerta en Cultura, cuando la progresión de los anuncios parecía prometer, como poco, a Antonio Banderas o, qué sé yo, a Iniesta. Y más en serio, bajón con interrogante respecto a la elección de Grande-Marlaska para Interior. La bibliografía que tiene presentada el superjuez en lo que nos toca más de cerca no invita a albergar grandes esperanzas respecto a esos cuatro asuntillos —o sea, asuntazos— que tenemos pendientes por aquí arriba. Claro que pasan de media docena las ocasiones en que hemos comprobado que los hechos más audaces han tenido los protagonistas menos esperados. Veremos. Es decir, ojalá veamos.

Por lo demás, comentario puntilloso arriba o abajo sobre Borrell o sobre la ministra Montero, tan poco amiga de Concierto y Convenio, no tengo el menor empacho en reconocer que es el mejor gobierno español que soy capaz de recordar. Y recuerdo todos, ojo, que empecé con pantalón corto a chutarme en vena la farlopa politiquera. Ni de lejos podía imaginar una composición así, y solo puedo quitarme el cráneo ante quienes se la han sacado de la sobaquera en tiempo récord. Toma y vuelve a tomar con el Gobierno Frankenstein.

En la cita anterior es donde nos encontramos con un PP en pánico y con Albert Rivera al borde del llanto incontrolable. Él, que ya tocaba con la yema de los dedos el pelo monclovita, se ha quedado con el molde y, de propina, con la angustia de pensar que a lo peor se queda para vestir santos. En cuanto a Pablo Iglesias, también cabe imaginarlo rascándose la cabeza y barruntando lo que casi todos, que aquí el más tonto hace relojes.