Pues seguimos para bingo pandémico. O, como poco, para hacer la línea de la quinta ola, si no llevo mal las cuentas. De entrada, me van a permitir un saludo a los esforzados miembros del equipo paramédico habitual. Ya es mala leche que justo cuando volvían a darnos la matraca con datos super-mega-maxi fehacientes que probaban que la peña se pone chunga en el curro, la cabrita realidad nos haya vomitado cifras contantes y sonantes que demuestran de una forma no ya abrumadora sino insultante una realidad bien distinta. Tomen solo los últimos números, los del viernes. En la demarcación autonómica, 498. En la foral, 152. Y no hace falta ser un rastreador apache para llegar al origen del reventón de positivos: desfases en Mallorca y Salou y ‘no fiestas’ en un porrón de localidades, con Hernani ofreciendo registros de escándalo. Me voy a despiporrar un kilo cuando el científico oficial de la resistencia nos saque la gráfica en la que se vea claramente que todo quisque pilló el bicho en la oficina o mientras reponía las estanterías del híper. Algún día hablaremos de las batas blancas a las que hemos concedido estatus de oráculo cuando toda su divulgación parda atiende a unas siglas.
Pero no va ser hoy, porque el espacio que le queda a esta columna debe ser para tratar de hacer ver a los lectores que hemos entrado en una deriva endiablada. Mi gran temor es que la mayor parte de mis congéneres ha tomado la directa al viejo modo de vida. Como mucho, mantendrá la mascarilla en exteriores —mal puesta, sin cambiar en semanas— a modo de prueba de compromiso. Solo las vacunas puestas nos salvarán. Eso espero.