Agradezco los amables coscorrones de las buenas personas que estiman que me pasé con el vitriolo en la última columna sobre las organizaciones nada ejemplares que van por el mundo predicando la justicia y blablá. A esas y solo a esas iban dedicados mis desabridos dardos dialécticos. De hecho, la primera línea alertaba sobre lo inaceptable que resultan las generalizaciones. Y las que venían a continuación abundaban en la magnanimidad de las gentes que se entregan por convicción y verdadero altruismo. ¿Por qué algunos de estos seres admirables se dan por aludidos o sienten la necesidad de hacerme llegar en público y en privado cariñosas precisiones a mi texto?
Le daré una vuelta porque, de momento, se me escapa. Es más, me provoca cierta confusión mezclada con desazón ver los intentos de justificar —contextualizar se dice ahora, ya saben— lo que no tiene un pase. La respuesta de Oxfam en cualquiera de sus versiones nacionales, incluyendo la más cercana, parece calcada de la habitual cuando esta o aquella entidad son pilladas en renuncio. Las mismas monsergas que, por ejemplo, el PP o Volkswagen: “Es un caso aislado” (cuando han sido varios escándalos en cadena); “Esto demuestra que los controles funcionan” (cuando las prácticas se prolongan durante años); “Lo importante es la labor que hacemos” o, en el colmo del morro, “Hay poderosos intereses que buscan hacernos daño porque somos muy molestos para el Sistema”. Quizá cuele para quien siga sin ver —o sea, sin querer ver— que unas multinacionales hacen negocio especulando con, pongamos, el acero, y otras lo hacen con la injusticia y la desigualdad.