En el jardín de la actualidad proliferan las flores de un día. Lo que hoy concentra todos los focos y los flashes mañana será un recuerdo vago y pasado, menos que eso. El trastorno por déficit de atención es también una enfermedad social o, simplemente, un signo de estos tiempos en los que vamos tan deprisa a ninguna parte. De entre las mil y una tareas de cualquier gobierno, ninguna resulta tan útil para su supervivencia como conocer esta máxima y saber cabalgar sobre las urgencias efímeras en que se basa. Ya que le afeamos tantas cosas al instalado en Moncloa, habrá que reconocerle, sin embargo, un gran destreza, cercana a la maestría, en esta técnica que consiste en hacer la estatua y no inmutarse ante los chaparrones de titulares que se le vienen encima.
Encontramos el último ejemplo, que a estas alturas será solo el penúltimo, en la gestión de la manifestación del sábado pasado a favor —es uno de los enunciados posibles— del cambio de política penitenciaria. Por aquí arriba, hicimos un mundo del asunto, con cruces y contracruces de acusaciones, tarascadas, adhesiones, desmarques, equisdistancias y toda la parafernalia de rigor. Desde sus búnkeres, las huestes cavernarias aprovecharon también para desplegar su cacharrería de rancios epítetos y rasgados rituales de vestiduras. Los únicos que se mantuvieron ajenos a la coreografía, mirando de refilón o ni siquiera eso, fueron los teóricos destinatarios de la movilización convocada. Ni Rajoy ni los ministros de Interior y Justicia, directamente aludidos por lo que se reclamaba en la marcha, se dignaron decir esta boca es mía. Su desprecio consistió en no hacer aprecio. Y salieron con bien del envite.
Es cierto, hubo en la calle decenas de miles de personas. Innegable éxito de asistencia. Pero eso estaba amortizado. A la hora de pasarlo a limpio, estamos exactamente donde estábamos. Una nueva victoria para el tancredismo.