Don Tancredo gana

En el jardín de la actualidad proliferan las flores de un día. Lo que hoy concentra todos los focos y los flashes mañana será un recuerdo vago y pasado, menos que eso. El trastorno por déficit de atención es también una enfermedad social o, simplemente, un signo de estos tiempos en los que vamos tan deprisa a ninguna parte. De entre las mil y una tareas de cualquier gobierno, ninguna resulta tan útil para su supervivencia como conocer esta máxima y saber cabalgar sobre las urgencias efímeras en que se basa. Ya que le afeamos tantas cosas al instalado en Moncloa, habrá que reconocerle, sin embargo, un gran destreza, cercana a la maestría, en esta técnica que consiste en hacer la estatua y no inmutarse ante los chaparrones de titulares que se le vienen encima.

Encontramos el último ejemplo, que a estas alturas será solo el penúltimo, en la gestión de la manifestación del sábado pasado a favor —es uno de los enunciados posibles— del cambio de política penitenciaria. Por aquí arriba, hicimos un mundo del asunto, con cruces y contracruces de acusaciones, tarascadas, adhesiones, desmarques, equisdistancias y toda la parafernalia de rigor. Desde sus búnkeres, las huestes cavernarias aprovecharon también para desplegar su cacharrería de rancios epítetos y rasgados rituales de vestiduras. Los únicos que se mantuvieron ajenos a la coreografía, mirando de refilón o ni siquiera eso, fueron los teóricos destinatarios de la movilización convocada. Ni Rajoy ni los ministros de Interior y Justicia, directamente aludidos por lo que se reclamaba en la marcha, se dignaron decir esta boca es mía. Su desprecio consistió en no hacer aprecio. Y salieron con bien del envite.

Es cierto, hubo en la calle decenas de miles de personas. Innegable éxito de asistencia. Pero eso estaba amortizado. A la hora de pasarlo a limpio, estamos exactamente donde estábamos. Una nueva victoria para el tancredismo.

Ir o no ir

Caray con la ciclotimia vascongada. Un rato estamos de subidón, alucinando en colorines con la reconciliación, el relato compartido y demás tiroliros buenrollistas, pero al siguiente, volvemos a las patadas en la espinilla y al ten mucho cuidadito conmigo, que te conozco y sé dónde vives. Si Rajoy tuviera un minuto para dedicarle a los rescoldos de la guerra del norte, asunto que ahora mismo se la trae al pairo porque tiene otras urgencias y otros cuernos a punto de agarrarle el tafanario, estaría descogorciado de la risa contemplando el espectáculo. Don Mariano, que las lentejas se pegan. Déjalas, a ver si se matan entre ellas.

A lo que se intuye, no hemos llegado ni al prólogo del catón. Ante la convocatoria de una manifestación equis, es tan legítimo ir como dejar de ir. Pongamos la de mañana: acudir o apoyarla no te convierte en proetarra con balcones al calle —cosa así le están diciendo a Mikel Labaka—, pero quedarse en casa tampoco hace que quien opta por obrar así sea un fascista redomado ni un lacayo del Estado opresor. Hay muy buenos motivos para estar, como se verá en la más que segura masiva afluencia, pero también dignas razones para no estar. Es más, tanto las presencias como las ausencias pueden atender a planteamientos individuales muy diferentes entre sí. En este sentido, es muy revelador que en los últimos días haya habido varias personas que han sentido la necesidad de explicar por qué sí o por qué no se dejarán ver por las calles de Bilbao.

Haciendo la media de esas aclaraciones, todas muy respetables, resulta que hay un gran consenso en la cuestión de fondo —los derechos de las personas presas— y que las discrepancias están hacia la parte de la cáscara, si bien tocando carne en algunos casos. Positivo por una vez en mi vida, subrayo ese dato y llamo a quien corresponda a encerrar bajo siete llaves los fantasmas y los lenguajes del pasado. Que ya va siendo hora, joder.

Apáticos

Los que vieron la botella casi llena corrieron a titular que el EPPK da por finalizado el conflicto armado y reconoce el daño generado. Los que la vieron prácticamente vacía destacaron en caracteres gruesos que, además de reclamar la amnistía, los presos de ETA —nótese la diferencia nominal— repudian la vía del arrepentimiento. No podemos hablar exactamente de empate porque la segunda versión se difundió en un número mayor de medios. En todo caso, eso queda para la estadística o las hemerotecas. Si vamos a lo que importa o debería importar, que es la opinión de la sociedad, comprobamos que prácticamente nadie vio ninguna botella. Esa noticia, que llegó a las primeras planas sólo porque el fin de semana no dio más de sí y por las inercias de las que no escapamos los periodistas, pasó desapercibida para el común de los ciudadanos vascos. La renovación de Bielsa o el concierto de Bruce Springsteen en Donostia dieron bastante más que hablar.

Podríamos, como de hecho están haciendo los representantes políticos, enfrascarnos en un tira y afloja de declaraciones y contradeclaraciones sobre si el texto es decepcionante, esperanzador o mediopensionista. Los únicos frutos serían —son— más titulares con entrecomillados que se olvidan un segundo después de ser leídos. Una vez más, los árboles nos impiden ver el bosque. Seguimos sin darnos cuenta de que, más allá de la evidencia de la ausencia de atentados o extorsiones, la principal consecuencia de lo que llamamos “nuevo tiempo” es un apabullante desinterés social por esa cuestión que nos ha costado, literalmente, tanta sangre, sudor y lágrimas. Sólo para las personas que están o han estado en la primera línea resulta un asunto candente. El resto ha pasado página.

Ni siquiera merece la pena hacer un juicio de valor sobre esta apatía. Es más práctico tomar conciencia de ella y tener claro que las sobreactuaciones ya no impresionan a casi nadie.

Tiempo y espacio

Desde el estante perdido en que dejé aparcado el libro de notas del bachillerato llegan las risas sardónicas de mis aprobados raspados en Física (de Química mejor no hablamos). Igual que los humanos, siempre dispuestos a interpretar cada hecho a beneficio de obra, mis calificaciones peladas dan por sentado que el probable desmentido involuntario de los científicos del CERN a Einstein son la tardía demostración de la injusticia que padecieron. Si el grande entre los grandes de la ciencia podía estar equivocado, tanto más aquel penene al que apodábamos con nula originalidad Bacterio o el gris cátedro que nos asaba a fórmulas que parecía inventarse según las escribía en el encerado.

Ni idea sobre dónde acabará el asunto este de los neutrinos, la velocidad de la luz y los viajes al pasado. Tal vez en nada, en una corrección a la corrección que vuelva a dejar las cosas en su sitio. Incluso aunque sea así, nos quedan un par de momentos Nescafé que nadie podrá robarnos. No tengo palabras para expresar el gustirrinín que me dio ver la noticia compitiendo en las portadas digitales con el paso adelante de Palestina en la ONU, la adhesión de los presos de ETA al Acuerdo de Gernika, o la asamblea de Kutxa en que salió por goleada sumarse a la fusión.

Llámenme místico si quieren, pero veo en todas esas informaciones algo parecido a una conjunción planetaria. El mensaje de cada una de ellas es que las verdades inmutables lo son hasta que dejan de serlo. Quizá con la excepción del caso palestino, el resto habrían resultado impensables —como poco, impredecibles— hace apenas unos meses. No digamos hace un par de años. Pero resulta que en uno de esos recovecos en que se besan con lengua el tiempo y el espacio se obra el prodigio. La cerril resistencia cede y parece lo más natural del mundo estar donde se dijo que jamás se estaría. Una lección: las certidumbres más firmes son provisionales.