Debo reconocer que me entretiene mucho este día de San Nicolás de Bari, digo de Santa Hispánica Constitución. Los telediarios de las cadenas amigas, enemigas y entreveradas llevan banda sonora de lira patriótica —o sea, patriotera—, y transcurren entre loas y proclamas a cada cual más estridente sobre las sagradas escrituras de la Celtiberia cañí. Chupito, cada vez que oigan que el inmaculado texto fue producto de la generosidad, la altura de miras, la decidida voluntad de superar el pasado y la inconmensurable talla personal y política de sus artífices.
¿Y acaso no fue así? Ustedes y yo llevamos las suficientes renovaciones del carné como para tener claro, incluso sin ánimo desmitificador, que la vaina no pasó de un enjuague oportunista. A la fuerza ahorcaban, y los que todavía tenían la piel teñida del añil de sus ropajes falangistas buscaron la componenda con los teóricos opositores al régimen que no pudieron evitar que el viejo muriera en la cama. Tocaba una de borrón y cuenta nueva, y como se engolfaba en decir el mago Tamariz de la época, Torcuato Fernández Miranda, el birlibirloque consistía en ir de la ley a la ley. En plata, del Fuero de los españoles a la Constitución de 1978.
Fue, sin duda, un mal menor, o si somos medianamente justos, una mejora respecto a lo anterior. Pero si resultaba largamente insuficiente en su génesis a golpe de cenicero lleno, cambalache y ocurrencias, cumplidos hoy los 41 años, la pretendida ley de leyes apesta a chotuno. Pide a gritos una puesta al día que, lamentablemente, no se acometerá porque sigue siendo la piedra angular de un régimen más sólido de lo que parece.