Los que corren

Un corredor muerto, cinco ingresados en la UCI en estado grave, otros seis hospitalizados, incontables atendidos en situación comprometida y vaya usted a saber cuántos que directamente se cayeron en el asfalto y fueron retirados por amigos o familiares. Siempre he tenido claro que el deporte de élite no es deporte, y ahora empiezo a plantearme que el popular tampoco lo sea. No, no hablo solamente del Vietnam que se vivió el domingo en la Behobia-San Sebastián.

De un tiempo a esta parte, va para tres o cuatro años, vengo contemplando con creciente asombro este fenómeno descaradamente comercial al que sucumbe en masa un personal que, en no pocos casos, ya ha renovado el carné de identidad un puñado de veces. Parece caricatura, pero se diría que calzarse unas zapatillas y embutirse en unas mallas es el modo que más de uno ha encontrado para enfrentarse a la crisis de los cuarenta. O de los cincuenta, que ya les puedo citar yo una docena de conocidos que al llegar a esa edad se han convertido en tardíos émulos de Mariano Haro, al que cito adrede porque es de la época de muchos de los mentados. Me hago cruces al ver que tipos y tipas que conocieron las filfas del footing y, una década después, el jogging, hayan comprado este peine del running, que como todos sabemos, viene a ser el correr de toda la vida.

Es verdad: como seguramente estarán protestando para sus adentros varios lectores, es injusto generalizar. Hay miles de personas que practican ejercicio con tiento y sentido común, de modo que resulta plenamente saludable. Pero no me digan que los que acabo de retratar son producto de mi imaginación.

De personas y máquinas

Lo lógico, lo humano: a partir de otoño, cuando llamemos al ambulatorio para pedir cita volverá a atendernos una persona. Más o menos amable, más o menos dispuesta, más o menos competente, pero persona al fin. Podremos explicarle que no recordamos si nuestro médico se apellida Díez o Díaz, preguntarle si es necesario que vayamos en ayunas, pedirle que nos apunte al final de la lista porque tenemos que recoger al niño de la ikastola, o incluso, confiarle lo nerviosos que nos ponen las batas blancas. Y despedirnos de esa voz que sabemos que se corresponde con una cara dándole las gracias y deseándole que tenga un buen día.

Nada de eso se podía hacer con las infernales máquinas que alguien decidió interponer en nuestro camino hacia la curación. Su supuesta inteligencia artificial no pasaba de sí, no, marque uno, marque dos, diga treinta y tres, vuelva a llamar pasados unos minutos si es que sigue vivo o le quedan ganas. Ni sé las veces que he maldecido al autor o autores de ese insulto tecnológico a sus administrados. En nombre de la eficiencia y de la racionalización de los recursos, se sacaron de la sobaquera un ingenio, toma ya con las lumbreras, ineficaz e irracional. Antes que nuestra salud, antes que nuestro bienestar, antes que nuestro derecho a recibir el trato que merecen los seres de carne y hueso, estaban los números. Los que, previamente cocinados como estadísticas, se presentarían como grandes logros de gestión, pero también esos otros que todos imaginamos porque no nos hemos caído un guindo y sabemos que concesión viene del verbo conceder. ¿A quiénes, por qué? Ahí lo dejo.

Espero que los actuales responsables de Osakidetza hayan aprendido la lección. Están muy bien el progreso técnico y esos cachivaches requetemodernos que hoy pueblan el entramado sanitario. Sin embargo, lo más valioso, lo insustituible en la inmensa mayoría de las ocasiones, siguen siendo las personas.

Fumemos, bebamos

Si el Gobierno español fuera medio consecuente —qué cosas pido—, debería dejarse de campañas ñoñas contra el alcohol y el tabaco y empezar a promocionar el bebercio y el fumeque a todo trapo. Canta una barbaridad que después de las moralinas que nos atizan, presuntamente en beneficio de nuestra salud, los primeros bolsillos en que se piensa para restañar las heridas de la caja sean los de quienes le pegan a uno, al otro o a ambos vicios. Cada equis viernes, salen los santurrones Soraya SdeS y Cristobal Montoro, dama mayor y caballero magno de la liga de la decencia y las buenas costumbres, respectivamente, a arrearle un buen tantarantán a la lista de precios de los trujas y las bebidas espirituosas. En la última vuelta de tuerca, 15 céntimos más por cajetilla y 85 por litro; eso sí, dejando exentos el vino y la cerveza, no se nos vayan a enfadar según qué señoritos. A modo de justificación, la armonización europea, esa misma que se pasan por la entrepierna cuando se trata de salarios y no digamos ya de derechos sociales.

Aparte de revelar una creatividad recaudatoria manifiestamente mejorable, el empeño obcecado en acudir impepinablemente a los estancos y los bares para rebañar calderilla es síntoma de una inmensa contradicción. Si un día a la población le diera por atender a rajatabla los llamamientos a adoptar hábitos saludables y a mantener a raya los demonios etílicos y nicotínicos, nos encontraríamos con un colosal problema. De saque, se acabaría la única teta fiscal de chorro sostenido, pero la cosa no quedaría ahí. Veríamos irse al guano, puestos de trabajo incluidos, los multimillonarios negocios basados en la producción y/o distribución legal de las perversas y dañinas sustancias. Con cinismo pero también con cierta razón, un amigo mío dice, pitillo en una mano y chupito en la otra, que sus pulmones ennegrecidos y su hígado castigado son pilares fundamentales de la economía.

El negocio de la salud

Andamos tarde para salvar la sanidad pública. De hecho, me temo que ya hace mucho tiempo que la perdimos entre la grande polvareda, como cuenta el romance que ocurrió con el tal Don Beltrán en Roncesvalles. Puede que las privatizaciones que vienen sean las más salvajes y las más desacomplejadas en sus planteamientos, pero no son las primeras. Ni las segundas. Ni las terceras. Es más, si hacemos un recorrido histórico por los sistemas sanitarios públicos de nuestro entorno —digamos España, digamos sur de Euskal Herria—, veremos que aunque la titularidad y la gestión hayan estado en las administraciones, su modelo y su funcionamiento han atendido siempre a intereses privados casi al ciento por ciento.

No diré que no ha habido un cierto margen de maniobra para que los ministerios o las consejerías decidiesen sus políticas sobre salud. Sin embargo, las líneas maestras, que no eran precisamente rojas, venían y vienen marcadas por las grandes corporaciones. Son ellas las que dictan el tipo de medicina que se oferta (tremendo verbo, lo sé) hoy en día en esta parte del mundo, una en la que los pacientes han sido convertidos en clientes. Hasta las enfermedades y sus tratamientos parecen depender de modas que, a su vez, vienen determinadas por el puro negocio.

Esa es la palabra clave, negocio, porque estos poderosos entes controlan cada uno de los elementos que intervienen en el proceso. Son ellos los que suministran el carísimo equipamiento con el que nos diagnostican, que siempre tiene que ser el último que han puesto en el mercado. Por descontado, también son los proveedores de los fármacos que se nos recetan, a veces como si fueran caramelos. Aunque sean nuestros impuestos los que sufragan todo eso, no resulta muy apropiado seguir hablando de sanidad pública. Las manos que mecen la cuna son privadas, muy pero que muy privadas. Y a partir de ahora, sospecho, más todavía.