La tele séptica

Parecía una de las contadísimas ocasiones en que en la vida real ganan los buenos. Hace dos sábados, ese engendro catódico llamado La Noria se emitió sin un solo anuncio publicitario en sus intermedios. Empujadas por el qué dirán y no sin haber echado cuentas, las marcas que se dejaban ver en tan siniestro escaparate (no peor que otros, por cierto) fueron desertando una a una. La mayoría de ellas acompañó el abandono con una nota de apostasía de la telemierda que contenía, de propina, propósito de enmienda y petición de disculpas a sus consumidores.

Sería injusto arrumbar a todas las firmas como hipócritas, pero de momento, una ha vuelto al redil y, casi más triste, se han incorporado cinco o seis de nuevo cuño, atraídas por las tarifas a cero euros con que contraatacó Telecinco. La semana que viene se sumarán otras cuantas y antes de navidad todo volverá a ser normal. El episodio de la entrevista pagada a la madre del tal Cuco quedará amortizado y como lo que no te mata te hace más fuerte, el programa de marras seguirá esparciendo detritus con mayor convicción que antes. A veces es cierto literalmente que no hay mal que por bien no venga: la últimas entregas de la cosa han tenido los registros de audiencia más altos de su historia.

La conclusión es que tenemos Noria para rato. Y aunque una no descartable acción blanqueadora de la cadena acabase por retirar el espacio de la parrilla, no habría motivo para echar a volar las campanas. En un dos por tres sería sustituido por una ponzoña del pelo con otro nombre y las mismas hediondas intenciones. Recuérdese que Tómbola, el Mississippi de Navarro o el denostado Tomate fueron rápidamente relevados por productos que en la comparación los dejaban en pellizco de monja. El pozo séptico que es la televisión (esa televisión; no generalicemos) no conoce límites de profundidad. ¿Demasiados espectadores con alma de espeleológo, quizá?

Al PP no le gusta ‘La República’

Confirmando una vez más las teorías de Pavlov sobre las campanillas y los jugos gástricos de los cánidos, el Partido Popular ha puesto el grito en el cielo de Brunete a cuenta de la emisión en TVE de 14 de abril. La República. Un tal Ramón Moreno, diputado por Zaragoza y representante de la formación gaviotil en el consejo de administración del ente público español amenaza con ponerle las peras al cuarto al mandamás televisivo Alberto Oliart por la “caspa revisionista y el formol monotemático” que destila la serie. Añade en su blog el ofuscado culiparlante que el producto audiovisual pretende reabrir heridas, recrear la Historia a gusto del mensajero con un indudable sesgo monocolor y media docena de topicazos más. Es obvio que el gachó no ha visto más que un trailer o, como mucho, trozos aleatorios mientras hacía zapping durante los anuncios de Intereconomía TV.

Los malos, los anarquistas

A diferencia de él, gracias a la fantástica web de RTVE, yo sí me he tragado enteritos los dos capítulos de la telenovela que se han emitido hasta ahora. Doctores tiene la ciencia catódica, dejaré a mi compañera Estefanía Jiménez un despiece más enjundioso y autorizado, pero si algo se puede decir de ese par de episodios, es que pierden azúcar por todas las costuras. La cosa no va, como presume Moreno, de rojos beatíficos y derechosos despiadados. Para empezar, la trama se centra en una familia de terratenientes de muy buen rollito que tratan de nadar y guardar la ropa en medio de las turbulencias. Hay, cierto es, una socialista idílica, trasunto de Clara Campoamor, pero para compensar, los malos de verdad son un policía corrupto y, cómo no, un anarquista que azuza a los ignorantes jornaleros a atentar contra la propiedad privada de sus paternalistas señoritos. Si alguien se puede quejar es la CNT. Hasta el militarote golpista, encarnado por un actor que es la viva imagen del Aznar de hace quince años, aparece retratado con mayor nobleza de corazón que el ácrata, que encima le pone los cuernos a la íntegra socialista con una cabaretera que -me juego el cuello- pronto se revelará como una agente a sueldo de Moscú.

Un pastelón bienintencionado que se deja ver, con factura solvente e interpretaciones más que correctas. No hay más pies que buscarle a este gato. Pero claro, lleva por título La República, expresión maldita todavía ochenta años después para quienes no se avergüenzan en aparecer como herederos de los que la derribaron. Ahí le duele al Partido Popular, que se sospecha continuación de la CEDA.