Debate en tú menor

Del presunto debate definitivo vi treinta segundos. Es lo bueno de la cultura audiovisual de mi tiempo. Medio minuto da para un Quijote completo y cuarto y mitad de La Divina Comedia. Suficiente, en este caso, para comprobar la escasa calidad del paño. Soraya SdeS con sonrisa de estreñimiento (¿Pon dientes, que les jode?), Rivera frotándose las manos como si quisiera prenderse fuego allí mismo, Sánchez tirando de repertorio de vendedor de enciclopedias de Argos Vergara. Completando el cuarteto, el que me dio la impresión de estar más cómodo: Pablo Iglesias Turrión, polemista profesional, capaz de defender con idéntica vehemencia contenida arre o so, y tuteando despreciativamente al resto de los que componían la francachela.

Un momento. Deténganse en ese detalle, si es que lo era. Yo, quizá pasándome de suspicaz, lo encuentro más bien una categoría que caracteriza fielmente tanto a los contendientes como a la contienda. Extiendo, de hecho, el desprecio y la falta de respeto hacia los teóricos destinatarios del intercambio dialéctico, es decir, las ciudadanas y los ciudadanos. Quienes se tengan por tales y no por meros telespectadores a los que les da igual la final de Masterchef que una confrontación de ideas entre personas que aspiran a presidir el gobierno de un Estado tendrían motivos para sentirse un tanto molestos por ese colegueo chusco.

No digo yo que no haya que romper con ciertas rigideces artificiosas de la pugna política. Es verdad que el oigausté canta a naftalina, pero no se puede debatir sobre el futuro de un país como quien discute los ingredientes de la pizza que se va a encargar.

No sin mi TDT

Es gracioso que existiendo más bien poco, la libertad de expresión y la pluralidad informativa estén tantas veces amenazadas de muerte. Más despiporrantes, incluso, suelen ser los motivos por los que se dan los rasgados de vestiduras y los toques a rebato. El último es de antología. Ahora resulta que vamos a ser menos libres porque a partir del martes desaparecen, sentencia del Tribunal Supremo mediante, nueve canales de la TDT. ¿Alguno de actualidad, cultura, educación, debates sosegados? Miren, esos simplemente no existen, así que no se pueden quitar. Entre los menos infumables de los que se van a negro están un par que de vez en cuando ponen una peli maja festoneada de mil anuncios y autopromos o, como mucho, un documental medianamente simpático. Lo demás es pura morralla catódica: culebrones rancios, series del año de la polka, teletiendas a tutiplén y seudotertulias con el facherío cañí dándolo todo.

Ya ven qué inmensa pérdida. La única real, la del puñado de currelas en precario despachados a la empresa con mayor número de profesionales de la comunicación adscritos e inscritos, es decir, el Inem. Con ellos cabe toda la solidaridad. No, desde luego, con los que están encabezando la llantina, que son —con un par y medio— los dueños de los grandes emporios de la comunicación en España. Los mismos que impiden que asome la cabeza cualquier alternativa a sus potitos plañen ahora porque se tienen que desprender de una ínfima parte de lo que ni siquiera es suyo porque, como recoge la sentencia, se lo concedieron por el morro. Perder un privilegio no es injusticia sino exactamente lo contrario.

A quién ayudar

Si no conocen un programa de la televisión pública española llamado Entre todos, no se pierden nada. Al contrario, diría incluso que salen ganando con su ignorancia y les animo a persistir en ella. Ojos que no ven, ya saben. Yo ya no estoy a tiempo de regresar a mi virginal inopia. Por circunstancias personales, amén de dolorosas, largas de explicar, me toca asistir con cierta frecuencia a ese artefacto catódico que me deja un humor sombrío (más todavía) y el cuerpo para el arrastre. Hay que tener el alma de hielo o llamarse Rodrigo Rato para salir indemne del espeluznante desfile de desgracias que en cosa de dos horas y pico se vierten, cual aceite hirviendo desde una almena, sobre la retina de los espectadores.

Efectivamente, como estarán imaginando o habrán oído, la cosa va de reclutar víctimas de tremebundos infortunios, exhibirlas con arreglo a una escaleta para provocar la compasión de la audiencia y llegar a un final más o menos feliz cuando se ha recaudado la cantidad en la que se ha tasado que la desdicha ya no lo es. No es un formato novedoso, que digamos. A los que tengan unos años les evocará aquel Ustedes son formidables, conducido por Alberto Oliveras en la Ser, pero no deja de ser la misma receta que la de los telemaratones que nos irán cayendo de aquí a un mes, aprovechando la eclosión sentimentaloide que acompaña a la Navidad.

Llegado a este punto, debería entrar a matar y terminar de poner de vuelta y media esta espectacularización del dolor diciendo, por ejemplo, que prostituye la genuina solidaridad en caridad. No lo haré, porque tendría que extender la diatriba a los conciertos, partidos de fútbol y hasta campeonatos de mus benéficos. Y a las recogidas de tapones de plástico y las rifas vecinales para echar una mano a un semejante al que le pintan bastos. Cedo el látigo al progrerío fetén, que por lo que veo, decide a quién, cómo y cuándo ayudar. O no hacerlo.

Nos gustan los malos

Ha muerto —bastante antes de lo que biológicamente se diría que le tocaba— James Gandolfini. Sin embargo, el luto no es por el notable actor, sino por su personaje, Tony Soprano. Un mafioso. Simpático a ratos, con algún que otro problema de conciencia y de estrés laboral, un padrazo en el fondo… pero también, es decir, sobre todo, un asesino. De los que no se andan con chiquitas. Son negocios, pum, pum, pasemos al siguiente asunto, a ver si llego a casa a tiempo de ver el basket. Un restaurante que salta por los aires, cuatro mangutas que acaban dando de comer a los peces, un pringao hecho puré a batazo limpio. Y los espectadores, que cuando van de paisano endilgan al primero que pasa profundas teóricas sobre la educación en valores y despotrican porque la gente no usa las papeleras, haciendo la ola en la butaca. Qué cosa es la empatía catódica, oigan, que un rato estás echando la lagrimita por los niños esclavos de Bangladesh y al siguiente, integrando el club de fans de un criminal.

¿Y estas tribulaciones, señor columnista? Qué sé yo, que ha terminado afectándome el secuestro del anticiclón de las Azores o que por una vez he mandado al tinte a los malosos de carril de los que escribo a diario. El caso es que al ver los lamentos de los deudos virtuales de Soprano —más que de Gandolfini, insisto—, me ha dado por pensar en la poderosa atracción que ejercen sobre nosotros los hijoputas de la ficción.

Como me decía, desbarrando sobre la cuestión en Twitter, mi querido colega Alberto Moyano, hoy el Michael Landon (o sea, Ingalls) de La casa de la pradera nos provocaría un shock hiperglucémico. Los que nos ponen son los indeseables de Mad men, el pedazo cabrón de House, un gañán amoral como Homer Simpson o —¡glups!— los polis de cualquier serie que se pasan por la sobaquera los derechos de los detenidos y los inflan a mandobles. ¿Deberíamos hacérnoslo mirar o es lo más normal del mundo?

Revilla sí que sabe

De Miguel Ángel Revilla podría pensar que es uno de los centenares de caraduras simpáticos que uno se encuentra en la vida real, en la catódica o en ambas. Son tantos, que les alcanzaría para constituirse en especie aparte. Ahí entran desde el gorrón de las cuadrillas a quien no se le ha visto jamás pagar una ronda hasta el vecino que en el descansillo te da lecciones de organización comunitaria perfecta pero nunca está cuando hay que cambiar una bombilla de la escalera. Y, luego, claro, los de relevancia pública, como el presunto economista Leopoldo Abadía o, para no liar más la manta, el propio bigotón de Salceda, elevado en los últimos meses a catedrático de Democracia Avanzada I, II y III en determinados medios de comunicación y, fundamentalmente, en uno que vende a sus anunciantes carne indignada a tanto el kilo.

Es precisamente por esta presencia machacona y por el halo de verdad revelada que algunos le dan a sus chamullas por lo que mi juicio del personaje no se queda en la consideración que le daría a cualquier inofensivo jeta con labia. Súmese, además, que hasta anteayer como quien dice este fulano con solución para todo ejerció como presidente de una comunidad autónoma y se comportó igual o peor que cualquiera de los caciques a los que pone a bajar de cien burros.

Con el gorro lleno por sus fórmulas mágicas, el domingo me di un chapuzón en lo más profundo de la hemeroteca y a la salida tuiteé una de las piezas que capturé. Se trataba de un recorte del diairo Alerta de Santander de julio de 1973 en el que el individuo aparecía con el mostacho más negro y unas patillas King Size bajo este titular: “Brillante conferencia de Revilla Roiz ante la Guardia de Franco”. En la letra menuda, perlas cultivadas de la doctrina joseantoniana. Mi intención no era revelar su pasado falangista sino probar que el tipo siempre ha sabido colocarse a favor del viento que sopla. Nada más que eso.

Libertad de zapping

Declaraciones de Mercedes Milá sobre la pérdida de la hegemonía catódica del engendro llamado Gran Hermano frente al engendro llamado ¡Splash!: “De repente viene uno, se tira de la piscina y te masacra”. No era una coña marinera, ni un sarcasmo. Hablaba completamente en serio. La tipa lo decía con dolor genuino, convencida del juanete al moño de ser víctima de una tremebunda injusticia. Toda la vida dejándose la piel para servir a la parroquia la basura más hedionda y anestésica, creyendo haber dado con la fórmula insuperable de la telemierda, y resulta que unos advenedizos sin pedigrí se demuestran capaces de evacuar un zurullo mayor sobre el que se lanza con avidez la masa ingrata.

Más allá de lo que me divierte ver encocorada a una individua por la que dejé de sentir simpatía hace veinte años y respeto hace quince, en este ataque de cuernos leo, como si fueran los posos del café, una novela contemporánea sobre la libertad. Su protagonista es eso que hace unos meses Mariano Rajoy bautizó —con más tino del que pensábamos— mayoría silenciosa. Un dato para la digestión, a ver si hay estómago que lo consiga: el lunes por la noche los dos programas (o lo que sean) arriba citados congregaron frente a las pantallas a seis millones de españoles. Contabilizo entre ellos, a riesgo de herir alguna sensibilidad poco curtida, a los de la irredenta Vasconia, que en materia televisiva es más roja y gualda que Quintanilla de Onésimo.

Como todo es superable, un día después, casi nueve millones de seres humanos con ojos y orejas dieron cuenta del Barça-Milan. Ahí me temo que les he cazado a muchos de ustedes y que me hubiera cazado a mi mismo si el evento no llega a coincidir con mi programa de la radio. Por eso mismo, renuncio a ponerme Rottenmayer en el juicio. Me limitaré a señalar que, en el fondo, se trataba de lo más cercano que nos queda al ejercicio de la libertad: elegir qué vemos en la tele.

Olvido superstar

Nos sucede a menudo a los quijotes ocasionales que el calendario y la condición humana se alían para provocarnos bochornos retrospectivos. Aquella gran causa que defendimos con la prosa de los domingos pierde —o se quita— la careta y a sus paladines se nos quedan dos palmos de narices al tiempo que comprendemos la teoría de Lenin sobre los tontos útiles. Tanto entusiasmo legionario para ná de ná. Demasiado tarde para preguntarse quién nos mandaría meternos en un fregado donde no habíamos sido llamados o por qué no dedicamos la columna de aquel infausto día al proceso reproductor de las amebas.

Que sí, que vistos los pelendengues, es muy fácil decir si morlaco o morlaca. Saberlo no me libra, pese a todo, de la espantosa sensación de ridículo al recordar las ardorosas líneas que escribí en loor de Olvido Hormigos, alias la concejala-del-vídeo, y su derecho a que la dejáramos en paz. “Nada nos faculta para conocer su nombre, su aspecto físico, su edad, su profesión y mucho menos su situación familiar o sentimental”, anoté con una vehemencia que mejor me hubiera ahorrado. Seis meses después me entero de que, cheque gordo de por medio, la interfecta ha fichado para participar en uno de esos concursos donde los famosos de aluvión simulan pasar las de Caín para solaz de voyeurs domésticos de baja intensidad. Del exhibicionismo personalizado a la exposición urbi et orbi, menudo carrerón. Como calentamiento previo —con perdón—, una entrevista megaexclusiva en el programa matinal del roserío pedorro por excelencia y una salerosa contraportada en El Mundo, jijí, jajá. Y servidor y otros cuantos, de mamporreros involuntarios.

Comprendo que, en las profundidades del pozo séptico donde chapoteamos, les pueda parecer exagerada mi desazón por episodio tan menor. Sin embargo, veo en esta historieta chusca un correlato perfecto de la inmundicia general. Lo que no veo ni de lejos es ningún remedio.