Así como muy poco después del 20 de diciembre me empezó a oler a elecciones repetidas, en esta ocasión tengo la casi total certeza de que no habrá tercera convocatoria. Me resulta, y creo no ser el único, sencillamente inconcebible. Lo que no veo nada claro es cómo se va a evitar el escarnio que supondría volver a las urnas. Es verdad que todavía estamos en los compases preliminares del baile del abejorro y que nadie quiere ser el primero en bajar los brazos. Sin embargo, sabiendo que no habrá más remedio que claudicar ante la realidad, la contundencia de las proclamas se antoja entre la temeridad y el insulto a la ciudadanía.
Se me escapa, por otra parte, qué desdoro hay en reconocer la evidencia. Por más que en el terreno de lo hipotético haya sumas de peras, manzanas y albaricoques que podrían configurar una alternativa de cajón de sastre, el sentido común señala un ejecutivo en minoría del PP. Hasta Pablo Iglesias lo confesó en su rajada de El Escorial: el mejor escenario era dejar que Rajoy y sus mariachis se cocieran en su propia salsa y, si salía el sol por Antequera, presentar una moción de censura a mitad de mandato.
Es un planteamiento lleno de lógica. Esos números que, de tan variopintos, no alcanzan para gobernar, sí llegan para darle muy mala vida a Rajoy desde la oposición. Aparte de que el PP no colaría ni media ley nueva, podría ver cómo iban cayendo una detrás de otra las infamantes normas aprobadas en los tiempos del rodillo, desde la reforma laboral a la LOMCE pasando por la de Seguridad Ciudadana. Antes de llegar a ese escenario, alguien tendrá que ceder. ¿Quién y cuándo?