Es para llorar todos los pantanos del plan Badajoz, pero me lo tomo con filosofía y resignación. Dos varas para hostiarse, dos varas para medir. La violencia es buena o mala, o sea, según cómo, según dónde, según cuándo y, muy especialmente, según quiénes. ¿Que me deje de jeremiadas y ponga un ejemplo concreto? Venga, va: Venezuela, convertida en campo de batalla por el pésimo perder del tipo ese que nos vendían como esperanza blanca y se ha retratado como un buscabocas al que le importa una higa derramar sangre. Y encima, con síndrome de capitán Araña, que en cuanto tiene embarcada toda la carne de cañón y caen los muertos sobre el asfalto, él se baja en marcha y se cambia el nombre por Andanas. Con el respaldo, el auspicio y la complicidad no disimulada de los autotitulados líderes del mundo libre y sus mariachis del concierto internacional.
Pero no son solo los mariachis. Luego están los palmeros, esa gente de orden que estos días luce brazalete negro en señal de duelo por la pérdida de Santa Margarita del Puño de Hierro. Es cosa de ver lo que se sulfuran y lo que ladran cuando el populacho sale a la calle a gritar su hartazgo o una partida de cabreados le echa el aliento bilioso en el cogote a un suseñoría. “Puro nazismo”, bramó indignada la que ahora jura que nunca dijo que los votantes del PP se quedan sin comer antes que sin pagar la hipoteca. Sin embargo, a la vista de los que al otro lado del Atlántico han salido a tomar con porras, bates y pistolas lo que no sacaron en las urnas, claman que hay que comprender al pueblo soberano que se rebela contra la tiranía.
En la contraparte, y con rostro igual de marmóreo, los que se pasan la vida pidiendo leña al mono hasta que hable suajili, se echan las manos a la cabeza y urgen al séptimo bolivariano de caballería a convertir en fosfatina a los disolventes. ¿Es mucho preguntar en qué quedamos? No espero respuesta. Ya sé que sí.