Ministro Alonso

Hay primeras rebanadas del pan de molde con mejor currículum que Alfonso Alonso para hacerse cargo de la cartera ministerial de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad. Cierto que, en ese sentido, en poco se diferencia de la mayoría de los integrantes del estrafalario gabinete de Rajoy, a cada cual más incompetente. A estas alturas de la legislatura, ya nos ha quedado claro que el presidente plasmático no escoge a su guardia de corps por sus capacidades, sino atendiendo a razones más retorcidas. Le sirven especialmente los de piel y mollera duras, con ego de talla triple XL, sentido legionario de la disciplina y disposición ciega a parar con su cuerpo las balas dirigidas a su amo y señor.

Todas esas son facultades que adornan, hasta por exceso, a Alonso, un tipo que desde su más tierna infancia soñaba con ser lo que le acaban de nombrar: ministro, lo de menos era de qué. Es gracioso que sin distinguir una aspirina de una onza de chocolate y fumando —también en público— como un carretero o un personaje de Mad Men, el señorito le haya encajado justamente en Sanidad. Simplemente, las cosas se han dado así. Era la vacante que había. Si en lugar de Mato, hubiera caído otro pichón gubernamental, el vitoriano también habría sido el repuesto.

Por ese lado, la elección contiene algo así como la declaración de últimas voluntades del PP. Intuyendo que no queda casi nada para ser desalojado de Moncloa, Mariano —se dice que con la intercesión de Soraya— ha querido premiar a título casi póstumo a su más abnegado, entregado y sumiso servidor. La lección es que en política la forma más efectiva de trepar es reptando.

Corruptos son los otros

Rajoy en el Congreso de los diputados clamando contra la corrupción y anunciando un ramillete de medidas para —¡a estas alturas!— erradicarla. Es Hannibal Lecter promoviendo la dieta vegana, Simeone abogando por el juego limpio o el director general de Mediaset despotricando sobre la telebasura. Otro récord sideral de la hipocresía pulverizado, sí, pero cuidado, que el presidente español y la santa compaña de la gaviota no son los únicos participantes en estas nauseabundas olimpiadas de las jetas de alabastro y los morros que se arrastran por el suelo.

Bien sé que esta columna me quedaría de cine y sería jaleada con entusiasmo si la dedicara en su totalidad a sacudir al Tancredo de Pontevedra, espolvoreando una gracieta sobre la laminada Ana Mato por aquí y una carga de profundidad sobre cualquier otro zascandil pepero por allí. Mil contra uno a que la mayoría de escritos que verán sobre la cuestión en la prensa no adicta serán del género atizador. No digo que no procedan ni que carezcan de sentido, pero sí que estos textos de carril no van más allá del desfogue momentáneo. Cuando se pasa el efecto balsámico de los adjetivos punzantes contra el pimpampum oficial, todo sigue exactamente igual que antes. Y ahí incluyo lo muchísimo que no se quiere ver ni decir sobre determinados chanchullos, trapicheos y pillajes cuyos perpetradores resultan cercanos. O, peor todavía, la defensa a muerte de esos comportamientos impresentables negando evidencias estruendosas y refugiándose en patéticas soflamas victimistas. Como decía Sartre sobre el infierno, los corruptos y las corruptas son siempre los otros.

De inepta local a mundial

Tarde, muy tarde, debe de estar pensando Ana Mato que tenía que haberse marchado cuando su ceguera voluntaria le impidió ver el Jaguar de su exmarido gurteloso o cuando se supo que una empresa de cazo le compraba el confetti por toneladas. En menos de lo que se gira una puerta, le habrían encontrado una canonjía bien remunerada donde echar a pastar su inconmensurable ineptitud. Con el tiempo y gracias a la humana capacidad de olvido, podría haber vuelto a asomar la cabeza aquí o allá. Quizá no la llamaran para el comité de los Nobel, pero sí para la inauguración de un dispensario en un pueblo del interior de Segovia, que ya sería poner al límite sus (nulos) talentos. O por qué no, para una portada en el Hola, abrazando a su prole ataviada con los uniformes de los colegios más pijos de Madrid y proclamando la serenidad de espíritu alcanzada lejos de la política.

Pero no se fue. Se lo impidió su talibanismo militante y el sado duro que impone Rajoy a sus guiñoles, que no pueden abandonar el teatrillo hasta estar completamente achicharrados o, como Gallardón, recibir la patada final de su propia bota. Fatal decisión que solo ha servido para pasar del campeonato local de la torpeza a la liga mundial de la incompetencia. Hoy el planeta entero sabe —y así lo recogerá también la Historia— que el Ébola se ha contagiado por primera vez fuera de África gracias, en muy buena medida, a la descomunal negligencia de las autoridades (es un decir) sanitarias españolas. Ni dos semanas hacía que la individua en cuestión había proclamado a los cuatro vientos que tal eventualidad era absolutamente imposible.

Linchemos a Mato

Carguen, apunten, fuego. Qué mejor plan para una tarde idiota de verano que pellizcarse la indignación amodorrada, sentirse armado de razones, y emprenderla a zurriagazos dialécticos con el saco de las hostias que se ponga a mano. Ana Mato, por ejemplo. Tan ñoña, tan pija, tan remilgada, tan pan sin sal, tan mosquita muerta, tan facha de manual y caricatura, que no hay colleja que no le siente bien ni provoque el júbilo inmediato de la concurrencia. Con ella no importa lo zafio, lo atrabiliario o, si se tercia, lo machirulo de las cargas de profundidad. Los guardianes de la ortodoxia progre miran para otro lado, si es que no están en primera fila descojonándose porque el gañán de turno ha encontrado en el color de su pelo la prueba irrefutable de su cortedad mental. ¡Marchando una docena de retuits para la agudeza!

Como hay hemeroteca y gente con memoria, no puedo presumir de no haber participado en alguno de esos linchamientos virtuales a razón de 140 caracteres por esputo. Sin embargo, esta vez envainé la garrota y asistí desde la grada, con creciente incomodidad y sofoco, a la somanta ritual que se le propinaba a la ministra por haber excluido de los programas de reproducción asistida a mujeres solas o a aquellas cuya pareja no tuviera la pirula reglamentaria. Aún siendo presunto, pues nadie ha visto el texto que lo certifique, parecía un buen motivo para el despelleje, que se vio mejorado cuando la incauta Mato tuvo la ocurrencia de decir que la falta de varón no era un problema médico. Ahí sí que ardió Troya. Las redes todas fueron una petición de cese unánime acompañada de insultos irreproducibles.

La cuestión es que, al margen del enunciado roucovareliano, no parece que la frase vaya más allá de la perogrullada. Sigo esperando argumentación que demuestre lo contrario. Y también que al sacar a la palestra estas cuestiones seamos capaces de prescindir de la demagogia de saldo.

Donde no hay mata, Mato

Con alguna honrosa excepción, como Ernest Lluch, la cartera de sanidad de los Gobiernos españoles ha estado ocupada por individuos que oscilaban entre lo peculiar y la peligrosidad pública sin matices. Los de mi generación para arriba recordarán, sin duda, a Jesús Sancho Rof, matasanos con carné de UCD que ha pasado a la historia por atribuir el envenenamiento masivo con colza adulterada a “un bichito tan pequeño que si se cae de la mesa, se mata”. Me temo que Ana Mato, actual ministra del ramo —o de las ramas, por su tendencia a irse por ellas— es de la misma escuela.

Tiene la suerte la interfecta de estar rodeada en el gabinete por Wert, De Guindos, Montoro, Gallardón, Fernández Díaz, Soria, Báñez o Margallo, que no le van a la zaga en facilidad para la micción fuera de tiesto. Si no fuera por la dura competencia con sus compañeros de Consejo, sus ocurrencias y salidas de pata de banco se habrían constituido por derecho en género cómico y entrado en el repertorio de los cuentachistes, como le ocurrió en su día al pobre Fernando Morán. Méritos tiene, y si no, vean esta frase: “Hemos adoptado una medida que ya estaba adoptada”. O esta: “No es lo mismo una persona que no está enferma en su consumo de medicamentos que una persona que está enferma”.

Hay unas cuantas decenas de disparates parecidos que llevan su autoría, pero donde la perito de pomadas y píldoras terminó de consagrarse fue con el anuncio de que se retirarían del vademécum medicamentos que “se pueden sustituir por alguna cosa natural” [sic]. Todavía nos duraba la risa cuando la gachupinada se hizo oficial. Se deja de subvencionar 425 principios activos. Entre ellos, los que están presentes en los socorridos Bisolvón, Fortasec, Fluimicil o Fastum Gel de los que no nos hemos librado nadie. ¿Por qué no nos habían dicho antes que eran sustituibles por las gárgaras de miel y limón o por un emplasto de hojas de lechuga?