La baza internacional

Andamos sobrados de candidez y muy flojos de memoria. Para los perdedores de la guerra de 1936 hubo algo casi tan doloroso como la propia derrota a manos del ejército de Franco y sus refuerzos alemanes e italianos: la traición y el olvido de quienes estaban llamados a echarles una mano. ¡Cuántos de aquellos hombres y mujeres se fueron a la tumba —incluso muchos años después del abandono— con la amargura de haber esperado en vano a ese Godot que eran las democracias que vencieron al fascismo en 1945. Aunque muy pronto se vio que ni Francia ni Gran Bretaña ni Estados Unidos tenían la menor intención de mover undedo para restaurar la República española, hasta bien entrados los 50, no eran pocos los que mantuvieron la ilusión de una intervención en pro de la libertad, que de alguna manera era también la deuda con un importante número de republicanos que participaron en la liberación de Europa.

Hoy la Historia (valdría también en minúscula) se repite entre los soberanistas de Catalunya, que se agarran al clavo ardiendo de la comunidad internacional como apoyo para su causa. Puede, efectivamente, que este o aquel periódico de por ahí fuera echen unos cagüentales ante las imágenes de violencia policial o los encarcelamientos de Cuixart y Sánchez. Cabe algún pronunciamiento favorable desde la tercera fila. O, incluso, unas palabras medianamente comprensivas de alguna personalidad o instancia de relieve. Pero hasta ahí llegan las buenas intenciones. Por desgracia, se imponen los hechos. Y ahí tienen como triste ejemplo entre otras mil y una villanías el trato a los refugiados de la guerra de Siria.

De absternerse y apoyar

“Abstenerse no es apoyar”, dice, emulando a Perogrullo, el presidente accidental de los restos del PSOE, Javier Fernández. Apenas suena a excusatio non petita, anuncio de ciaboga inminente, humillado reconocimiento de claudicación, o aun más gráficamente, pan hecho con unas hostias. A buenas horas mangas verdes, después de la reyerta pública que ha dejado al partido a un cuarto de hora de la irrelevancia, se viene a descubrir la fórmula de la gaseosa. Cuánta sangre, cuánta dignidad pisoteada, cuánta vergüenza ajena, cuántos daños a propios y extraños se habrían evitado de haber caído en esa obviedad en el momento en que hasta los pedruscos veían que ni torturándolos daban los números para un gobierno alternativo.

Eso fue tal que el 26 de junio a las once de la noche, cuando el marcador de las elecciones repetidas aullaba la victoria sin paliativos del PP. Un reconocimiento a tiempo con la promesa de entregarse desde el primer minuto de la legislatura a una oposición sin concesiones nos habría librado de estos meses de tomadura de pelo y del espectáculo final de canibalismo entre compañeros de carné. Valía exactamente la misma frase que ahora suena a todo lo que les enumeraba, porque resulta que encierra una verdad esférica: abstenerse no es apoyar.

Por supuesto que no lo es. Ni por el forro. Sin embargo, alguien se empeñó en que lo pareciera. Por cortoplacismo ramplón, por sentirse aprendiz de brujo, por el qué dirán, por ver si sonaba la flauta, por rodearse de un halo de heroísmo, porque estar en los titulares da gustito. Ocurre que los plazos acaban venciendo y la cuota se paga con intereses.