El comisario patán

El jefe de la Policía Nacional en Nafarroa usaba una cuenta de Twitter anónima para poner a caldo de perejil a rojoseparatistas de variado pelaje y para exaltar a macizos de la raza hispana como el teniente coronel Tejero y el cabo furriel Abascal. Tocaría indignarse dos congos por semejante desmán perpetrado, para más inri, por un servidor público, o sea, un fulano al que le pagamos el sueldo. Pero no me sale, se lo juro. Por más que intento encabronarme con la infamia del tal Daniel Rodríguez López, solo consigo que se me descoyunte el bullarengue de la risa.

Que sí, que ya sé que es grave, pero no me digan que no les resulta despiporrante que el sujeto sea tan mastuerzo de usar su nombre real de pila para soltar sus cuescos dialécticos y que haya elegido para bautizar la cuenta el nombre de su pueblo seguido de su fecha de nacimiento. De premio Nobel de la mentecatez. Este es de los que se cree a pies juntillas que para ir de incógnito hay que disfrazarse de lagarterana. Para rematar la faena, cuando los de Eldiario.es le pillan con el carrito del helado, todo lo que se le ocurre balbucear es que, pese a que los ladridos han salido de su teléfono oficial, los autores han sido su mujer y su hermano, joder con los patriotas valientes que dan la cara.

Luego, pretende arreglarlo renunciando cinco minutos antes de que lo echen, el muy héroe. Y quizá aquí sea donde empecemos a ponernos a serios, porque algo me dice —mayormente decenas de experiencias anteriores— que este tirón de orejas ha sido para la galería. Andando el tiempo, no será extraño que el comisario Rodríguez acabe recibiendo una medalla pensionada.

No estamos tan mal (II)

No me ha sorprendido que varios lectores, siempre con respeto y cariño, hayan negado la mayor que contenía mi columna de ayer. Algunos lo han hecho armados con datos resultones que vendrían a probar, en contra de lo que yo sostenía, que no sólo podemos sino que además debemos darnos con un canto en los dientes por cómo nos pintan las cosas por aquí arriba. Seguimos estando en la mitad de paro y en el doble de crecimiento de la media.

Sin ánimo de resultar empecinado, en esas mismas cifras encuentro que mi argumento se refuerza. Primero, porque una vez más se sostienen sobre la falacia de la comparación con los demás, cuando es con nosotros mismos con quienes hay que establecer el paralelismo. Si lo hacemos, veremos cómo hay motivos para que se nos ponga un nudo en la garganta. Segundo, porque esos indicadores no son otra cosa que estadísticas, es decir, herramientas para cometer el crimen perfecto contra la verdad. Recordemos el clásico: si tu vecino tiene dos manzanas y tú ninguna, según la estadística, tendréis una cada uno.

Ahí iba yo en la prédica contra la autocomplacencia. Lo más inmoral de la expresión “Aquí no estamos tan mal” es el uso de la primera persona del plural. Perogrullada va: los que no están tan mal, efectivamente, no lo están. Muchos de ellos incluso están entre muy bien y de narices. Pero, ¿qué pasa con los demás? ¿Es válida la letanía para las 206.000 personas registradas en Lanbide o el Inem entre la CAV y Navarra? ¿Lo es, un escalón más abajo, para los 65.000 perceptores de la renta de garantía de ingresos? ¿Y para quienes (ahí ya no hay números) conservan un empleo tal vez sólo hasta dentro de un par de meses gracias a haber renunciado en algunos casos a una cuarta parte del salario? No olviden, aunque siempre suele hacerse, a los autónomos que han echado la persiana o están a punto de hacerlo. Bastantes de los citados hasta anteayer no estaban… tan mal.

No estamos tan mal

Hasta diez minutos antes de declararse en bancarrota y tener que ser intervenida por los primos de Zumosol de Bruselas, Irlanda era el copón de la baraja. Sus orgullosas autoridades marcaban paquete de modelo económico a imitar, mientras la legión de profetas financieros que no ven tres en un burro llenaban las páginas salmón de loas sacarosas al milagro irlandés. Los cuatro o cinco que sabían la verdad sobre la tramoya que sostenía el cuento de hadas rezaban a San Patricio para que nadie descubriera que el presunto portento era puñetero aire. De nada sirvió. La trola cayó por su propio peso y se impuso la realidad de una ruina que, de haber actuado antes, no habría resultado tan feroz.

Tanto que a los vascos nos gusta mirarnos para otras cosas en el espejo de por allá arriba, deberíamos tomar nota también de adónde puede conducir la autocomplacencia. Pero me temo que no hay modo. Desde que empezaron a adelgazar las vacas —va para cuatro años—, en este trocito del mundo nos agarramos como lapas al clavo ardiendo de la comparación. “Aquí no estamos tan mal”, empezamos a repetir como hacen los harekrisnas con sus mantras. Y en esas seguimos. Lo silabean Barcina, López, sus respectivos consejeros de Economía, los portavoces de todos los partidos y las patronales, pero también los sindicatos y, resumiendo, cada hijo de vecino de la CAV o Nafarroa. Que tire la primera piedra quien no se haya consolado con la vaina de que somos los tuertos del reino borbónico de los ciegos.

Mientras nos regodeamos pensando que la mierda sólo nos llega a los hombros y no al cuello como a los de un poquito más abajo en el mapa, batimos récords de paro y de déficit público y el PIB se nos derrenga a todo trapo. Pero en nuestra ceguera voluntaria, eso es una anécdota, porque nos ha tocado una recesión que es un poco menos recesión que la de alrededor, dónde va a parar. Aquí, ya se sabe, no estamos tan mal.