Plantar berzas

Aunque yo por entonces ya andaba Olivetti y magnetofón en ristre, casi 25 años después del alumbramiento del Espíritu del Arriaga, no he sido capaz de averiguar si es realidad o leyenda urbana que en aquel viraje al pragmatismo del péndulo jeltzale Xabier Arzalluz tonó: “¿Para qué queremos la independencia? ¿Para plantar berzas?” Hay quien me asegura que sí, que estuvo allí, y hasta me describe con pelos y señales la hinchazón de la carótida del orador al expeler la doble pregunta. Ocurre que también conozco a varios que juran haber visto por la tele lo de Ricky Martín, el perro y la chica de la mermelada, un episodio que jamás tuvo lugar. Por lo demás, es bien sabido que ocho de cada diez frases que se atribuyen al azkoitiarra jamás salieron de su boca.

Lo dijera o no —seguramente algún lector me sacará de dudas—, me apropio de la interpelación y se la arrojo inmisericordemente a ustedes desde esta columna. Olvídense de las berzas, el maíz, las alubias y toda referencia hortícola. Quédense con la esencia que late entre los primeros interrogantes. ¿Para qué queremos la independencia? Y atiendan al enunciado, porque no les estoy cuestionando si tenemos derecho a ella o si quienes nos la niegan juegan limpiamente. Eso es de otro parcial. Lo que hay que responder es si tenemos claro lo que queremos ser de mayores y si estamos dispuestos a asumirlo.

Cedan a la tentación de contestar desde las tripas o desde el cabreo secular por los incontables agravios. No le den la razón al amanuense del Borbón que escribió lo de las quimeras. Vamos de cráneo si nos creemos a pies juntillas el cuento de hadas de que la soberanía hará esfumarse la crisis, las desigualdades y las injusticias. Es igual de falaz que la mendruguez de López amenazando con que no podremos pagar las pensiones.

No hace mucho pregunté cuándo nos vamos. Ahora añado si sabemos a dónde y para qué. Por lo demás, estoy dispuesto.

¿Cuándo nos vamos?

No soy ni seré jamás antiespañol. Lo que ocurrió realmente en 1512 me interesa sólo porque el saber no ocupa lugar pero no me vale, medio milenio y cien mil mestizajes después, como sustento para una reivindicación actual. Qué voy a decir, aparte de que me pongo rojo como un fresón por la vergüenza ajena, de la conversión de Sancho III, un déspota medieval como el que más, en Antxo Handia, magnánimo rey de una Vasconia presuntamente feliz que no pasaría una ligera prueba del algodón. Y si nos ponemos en anteayer, más allá de la indudable figura histórica que es y de las facilonas lecturas sobre su obra, tampoco me veo reflejado en el espejo de Sabino Arana.

Resumiendo: no encajo ni por casualidad en el canon, el estereotipo o, si lo prefieren, la caricatura al uso de los que piensan que los que vivimos en este trocito de tierra entre el Ebro y el Adour tenemos derecho a decidir lo que queremos ser de mayores. Pues, léanme los labios, soy uno de los que defienden con firmeza y convicción esa idea. Ya les digo que no es porque crea que tengamos un destino manifiesto señalado en nuestro glorioso pasado ni porque eche las muelas al ver una rojigualda. De hecho, y en esto también voy por libre, lo mío pretende ser más un análisis que un sentimiento. Simplemente creo que, sin dramatismos ni aspavientos, ha llegado el momento de que iniciemos un camino distinto al de España. No un “Ahí te pudras, hasta nunca”, sino más bien un “Espero poder ayudarte y que me ayudes”.

Dejo para otra columna o para una tesis la explicación de cómo barrunto que se podría hacer eso. En realidad, y aquí viene el jarro de agua fría, me temo que no hay prisa. Las fuerzas políticas que sostienen matiz arriba o abajo lo que acabo de expresar no parecen por la labor de pasar del dicho al hecho. Se entretienen tildándose de derechosas y españolazas o estalinistas, pero no terminan de hacer las maletas. Basagoiti se ríe.

España soberana

Veo la apuesta de Iñigo Urkullu y la subo. Decía ayer el presidente del EBB que parece que el Gobierno español no tiene soberanía. Sobra el primer verbo. No es que parezca, es que no la tiene. En la piel de toro —incluyo Portugal y los territorios insulares anejos— lo único soberano que debe de quedar a estas alturas es el brandy rascapechos que se publicitaba apelando a la testosterona. Todo lo demás son cervices inclinadas y ronzales de los que tira una correa que llega a Bruselas, que no es la capital de Bélgica que nos enseñaban en la escuela, sino el nombre dulcificado de Berlín. Es al pie de la puerta de Brandenburgo, símbolo de libertad u opresión según la cambiante historia de esa entelequia llamada Europa, donde se hace restallar el látigo. Y todos los demás, a joderse y a bailar al ritmo de los fustazos, que más cornadas dan los mercados.

Es cómico y trágico al cincuenta por ciento que los que se envuelven en la rojigualda y se proclaman quintaesencia del patriotismo hayan capitulado ante el invasor sin oponer la menor resistencia. Claro que tampoco es tan raro. En la Francia ocupada, los colaboracionistas presumían de ser los primeros adalides de la grandeur. Los nazis, que como la mayor parte de los criminales, no tenían un pelo de tontos, les dejaron seguir creyéndose los hijos de Napoleón y les regalaron alcaldías, prefecturas y hasta el mismo gobierno para que hicieran por ellos el trabajo sucio.

Salvando alguna que otra distancia, hoy al sur de los Pirineos estamos en las mismas. Nominalmente, hay un Gobierno en Moncloa. A su frente están un registrador de la propiedad de Pontevedra, una joven ambiciosa que todavía no ha empatado un partido, un charlatán que vendía peines y subprimes y un contable gris que parece sacado de una película de José María Forqué. Su función es firmar, vestir el muñeco y callar. Háblenles a estos de soberanía, a ver qué cara se les queda.