Mas, ¿órdago o trágala?

Igual que el legendario plan Ponds prometía belleza en siete días, el (nuevo) plan Mas ofrece la independencia de Catalunya en año y medio. Al primer bote, no suena mal, y menos, mirando la cosa desde esta parte del mapa, donde todavía no nos hemos puesto a la tarea y está por ver si lo haremos seriamente. Otra cosa es que lo que propone el President, que huele a trágala que es un primor, sea medianamente factible. ¿Que por qué no va a serlo? Pues, si me dejan que me ponga metafísico, porque no lo ha sido. Quienes conserven copia de la hoja de ruta original comprobarán que en ella se preveía que a estas alturas del calendario la soberanía plena estaría a falta del penúltimo hervor. Sin quitar importancia a lo muchisímo que ha ocurrido hasta ahora, únicamente haciéndose trampas al solitario o pésimamente aconsejados por la autocomplaciecia, se puede concluir que el proceso está donde se esperaba.

Se diría que todo el camino anterior, incluyendo la consulta tan emotiva como descafeinada, formaban parte del ensayo general y que esta, la que anunció Mas el martes, es la buena. Sin entrar en las dificultades para concretar la lista única ni en el riesgo de que el planteamiento acabe favoreciendo al unionismo español —en política dos y dos pueden ser tres—, cabe preguntarse qué garantía hay de que el referéndum que convoque el gobierno de emergencia no vaya a correr la misma suerte que el 9-N. Probablemente, el cálculo se base en la creencia de que para el momento de su celebración habrá cambiado la mayoría en Madrid. Francamente, aunque tal vuelco se produzca, yo no las tendría todas conmigo.

Escocia, ¿principio o fin?

Ante la posibilidad, nada descabellada, de que hoy gane el sí en Escocia, algunos uniformistas —gracias por el término, Joxean Rekondo— han corrido a ponerse la venda sin aguardar a tener la herida. Ya no dicen que el proceso es un despropósito ni se esfuerzan en describir las penalidades sin fin que padecerían los ciudadanos del futuro estado independiente. También les empieza a parecer medianamente lógico que la UE acoja a la nueva nación en lugar de condenarla al ostracismo. Como guinda de la ciaboga argumental, Salmond ha dejado de ser un rompepatrias egoísta y desalmado para convertirse en un político cabal que ha sabido guiar a sus conciudadanos, fuera de grandes estridencias, hasta las puertas de tomar las riendas de su destino. Creo no equivocarme mucho si achaco este cambio diametral de opinión al énfasis —diría que excesivo— que el líder del SNP está poniendo en diferenciar el caso escocés de cualquier otro con el que pudiera ser comparado, y en particular, del catalán o, en quinta derivada, el vasco, que ni se contempla.

Ahí está el clavo ardiendo al que se aferra ahora el centralismo español que quiere pasar por más moderado. “Escocia es única”, proclamaba hace tres día el editorial de El País. La idea nuclear, apuntalada por reportajes in situ y entrevistas a personalidades cuidadosamente seleccionadas, era que lo que se ha dado en aquellos parajes se parece como un huevo a una castaña al resto de las aspiraciones de emancipación en Europa. En resumen, que este referéndum, salga lo que salga, supone el una y no más. Comprobado lo voluble de los argumentos, añado: eso ya lo veremos.

Escocia, del no al quizá

En apenas tres meses, los contrarios a la independencia de Escocia han perdido más de veinte puntos. De la goleada de época a un empate que, con razón, ha puesto a un tris de la ebullición la proverbial flema británica. El mismo Cameron debe de estar ciscándose por lo bajini en ese profundo sentido de la democracia que tanto le hemos alabado los que algún día quisiéramos votar sobre lo mismo en nuestro país.

Se me queda muy corta la explicación de los eruditos basada en la pésima campaña y el exceso de confianza de los unionistas. Me valdría si lo que se dilucidara el próximo jueves fuera el tamaño de las señales de tráfico o, por citar algo que nos suene familiar, la opción entre el puerta a puerta y la incineradora. Entiendo que en tales cuestiones la comunicación y/o la propaganda puedan inclinar la balanza. No me entra en la cabeza, sin embargo, que sean capaces de hacer variar (y además en esa proporción) lo que uno suponía que debería ser una convicción hondamente arraigada. Quiero decir que alguien no se hace independentista (casi) de la noche a la mañana. ¿O sí? A la vista de los sondeos, que ya no son uno ni dos, habrá que concluir que tal posibilidad existe.

Lo anoto como uno de los muchísimos aprendizajes que le debemos a la convocatoria de este referéndum. Dado que soy un cenizo impenitente, pese al arreón del sí —con el que simpatizo por motivos obvios—, tengo malas vibraciones respecto al resultado final. Ojalá esté equivocado, pero aun no estándolo, tras el berrinche correspondiente, celebraré haber podido ser testigo de este momento histórico. Algún día nos tocará a nosotros.

No solo Catalunya

El portazo del martes en el Congreso español no fue solamente a las aspiraciones de la mayoría social y política catalana o, por analogía, de la vasca. Serían muy estrechas las miras si la única conclusión que sacáramos se limitara a lo evidente, es decir, al rechazo por aplastante mayoría de la demanda de un territorio para decidir su futuro. Basta atender a los discursos —en forma y fondo— y a las reacciones para comprender que la cuestión que se dilucidó les atañía por igual a ciudadanos de Vic, Arrasate, Mondoñedo, Chiclana, Paterna o del mismo Madrid, esos a los que con tanta ligereza calzamos la consabida e injusta metonimia.

Una pista de por dónde voy: al terminar la buenrollista intervención de Pérez Rubalcaba, una parte no pequeña de la bancada del PP aplaudió, siquiera, por lo bajini y como al despiste. Fenómeno no habitual pero del todo lógico, puesto que sacarina arriba o abajo, el [todavía] líder del PSOE había venido a decir casi lo mismo que Mariano Rajoy, o sea, que como dueños que son del balón y de la asfixiante mayoría que suman (en proporción de 6 a 1), son ellos los que ponen las reglas. Las del bipartidismo a machamartillo, naturalmente, que implican que en cualquier cuestión que consideren esencial prevalecerá el pacto de hierro. Eso reza para lo territorial e identitario, pero también para el modelo económico y el de Estado en toda la extensión de la palabra, que es una enormidad.

Como piedra angular y non plus ultra, la Constitución, que invitan cínicamente a reformar, en la seguridad de que solo ellos, el bifronte, pueden hacerlo, como en agosto de 2011, a voluntad.

Obsesiones identitarias

Si quieres decidir tu futuro, te dirán que padeces obsesiones identitarias. Con soniquete faltón y gesto de estudiada superioridad, como si tú fueras un baldragas sin idea de por dónde le da el aire y el que te lo suelta, la sabiduría y la elocuencia tapizadas en un traje gris marengo. Ni por un segundo repara el insultador en que está proyectando sus propias miserias. Si alguien tiene un problema con la identidad real o soñada, es quien no soporta que los demás pretendan ser algo diferente a lo que, según sus cortas entendederas, se puede o se debe ser. Español, en los casos que nos tocan más de cerca.

Más allá de esa tara freudiana, estos ladrones que piensan que todos son de su condición incurren en un grave error de diagnóstico que tal vez ha de salirles caro. Ya no estamos en los días del soberanismo romántico e historicista. Perviven, es cierto, las visiones mitológicas, un tanto de sentimentalismo acrítico y, por supuesto, banderas y símbolos a tutiplén. Pero todo eso, que jamás desaparecerá porque forma parte esencial de las ansias de independencia de cualquier pueblo que se precie, empieza a ser parte del envoltorio de un fenómeno en el que cada vez el corazón y la cabeza funcionan en mejor sintonía. Poco a poco, la aspiración a convertirse en un estado se sustenta menos en deseos primarios y más en interpretaciones racionales de hechos. Muchas personas que jamás habían dado síntomas de nacionalismo pasional han ido adquiriendo la convicción nada arrebatada de que las recetas que vienen de Madrid son trágalas que no solo no solucionan sus problemas sino que los agravan.

Resulta llamativo que ante este desafecto creciente hacia la idea de España (nada que ver con el clásico antiespañolismo visceral, insisto), la respuesta del poder central sea tensar más la cuerda y, de propina, ofender al personal con membrilleces como las de las obsesiones identitarias y otras del pelo.

El simposio

Los simposios suelen ser un peñazo del carajo de la vela. Tiene delito, porque si van a la etimología de la palabra, descubrirán que el significado alude al acto de beber juntos. Ya puestos, los griegos, que sabían montárselo, añadían condumio, sexo y juegos de oratoria. Como es público y notorio, en la actualidad las actividades gastronómicas y lúbricas van fuera de programa —aunque se incluyen en el caché de los ponentes— y lo único que pervive es el blablablá. Aliñado con un pogüerpoin, lo que en la mayoría de las ocasiones triplica la intensidad del pestiño y hace que los asistentes maldigan el momento en que se inscribieron y cuenten los segundos que quedan para la parte extra-académica o, por lo menos, para la pausa del café.

Con tales características —y otras peores que he omitido— estos conciliábulos no resultan lo que se dice atractivos para el común de los mortales, que los ignora olímpicamente. Cada semana en cada ciudad puede haber dos docenas de encuentros, jornadas, congresos o similares que pasan absolutamente desapercibidos salvo para los matriculados y, quizá, los periodistas, que somos abrasados a notas de prensa por los impíos (e ingenuos) gabinetes de comunicación de los organizadores. Por eso tiene un enorme mérito que una de estas chapas siderales, la que se celebra desde ayer en Barcelona, haya conseguido no ya un puñado de líneas en páginas interiores, sino titularazos de primera, lugar privilegiado en las tertulias más chic, broncas parlamentarias y hasta una querella ante la fiscalía por incitación al odio.

Un triunfo del marketing y, más concretamente, de la habilidad para bautizar el evento. Un hallazgo enorme, lo de “España contra Catalunya”. A los propios les sube la cachondina y a los ajenos se les dispara la bilis negra. Unos y otros lo pasan en grande con el pifostio correspondiente. Pero el simposio no deja de ser, como casi todos, un duermeovejas.

¿La queremos?

Sigo donde lo dejé en la última columna. Probablemente, me perdí entre las berzas y el cogollo se quedó sin tocar. Lo que yo quería poner sobre la mesa es la insoportable levedad —digo más: vaciedad— de un debate que se activa y desactiva cíclicamente sin terminar de llevarnos a ninguna parte. Por ese lado, no tienen nada que temer los adalides de la integridad de la nación española. Todo lo contrario. Están más cómodos que nadie invocando la sagrada Constitución (con sus tanques en el interior), advirtiendo que levantarán innecesarios diques de contención contra una amenaza que saben irreal o anunciando el apocalipsis que seguirá a una secesión que tienen la absoluta seguridad de que no se producirá.

Sí, consiguen que su zozobra parezca auténtica. Nos hacen creer que no pegan ojo, atribulados porque esta vez parece que sí, que va en serio, que su patria está en peligro de perder dos pedacitos. Puro teatro. Sencillamente, sueltan hilo a la cometa para que sigamos enredándonos en él, plenamente conscientes de que esa es nuestra gran especialidad. Ni siquiera tienen que aplicar el viejo y simple “Divide y vencerás” porque ese trabajo se lo dan —o sea, se lo damos— hecho.

Y ahí es donde caigo en la cuenta de que antes de preguntar para qué queremos la independencia, debí cuestionar algo más obvio: ¿De verdad la queremos? Me consta que la respuesta automática de muchos lectores será “¡Toma, claro”, “¡Nos ha jodido, lo que más en este mundo!” o “Sueño con ella todos los días”. Ya, eso mismo lo llevo escuchando desde hace 35 años, 34 de ellos abundantemente regados en sangre. No solo no hemos avanzado un paso hacia ella, sino que si miramos a nuestro alrededor, comprobaremos que, a la chita callando, alguna de las autonomías del café para todos ha mojado bizcochos que por aquí no hemos catado. ¿Seguro que la queremos? ¿No será que nos conformamos con querer quererla? Son cosas muy distintas.