Café para nadie

Lunes 21 de enero de 2013

El teórico autonomismo de la clase política espa­ñola se basa en la perver­sión de los principios de solidaridad, igualdad y no discri­minación. Dicho de otro modo: con el actual sistema, las aspiracio­nes de uno se tienen que conceder a sus diecisiete vecinos, porque si no, no vale; si no, habría diferen­cias, y las diferencias son malas, por mucho que las consagre la Constitución. Así que, en reali­dad, no hablamos de autonomis­mo, sino de peixet, de migajas de poder graciosamente concedidas por el Estado, que se reserva la ga­rantía de que ninguna comunidad autónoma se desmadre intentan­do autogobernarse en serio.

De este modo, un sistema pro­yectado para gestionar la plurali­dad se convierte, al fin y al cabo, en una hábil herramienta de homogeneización. Es el neocentralismo, qué digo, el centralismo de siempre, pero disfrazado de ONG: cualquier hecho diferencial es tachado de discriminatorio, cualquier aspiración es egoísta; to­do se resume en más o menos mi­llones de euros, cuando se trata de los mismos euros; lo fundamental es quién y cómo los gasta. La única discriminación económica real en España es la del concierto vas­co y navarro.

Las aspiraciones nacionalistas -tan denostadas, por otra parte- son el auténtico motor de la Espa­ña de las autonomías. Cuando des­de aquí se piden más competen­cias, el gobierno de España se echa las manos a la cabeza y llueven los im­properios; pero una vez satisfecha la reivindicación, a todos los líde­res autonómicos les falta tiempo para ponerse a la cola. ¿Para qué se desea la autonomía? ¿Para ser autónomos o para ser idénticos?

Quizá para recoger votos; toda­vía sale a cuenta alimentar el tópi­co de la Catalunya rica que pide más dinero con la excusa de su par­ticularidad lingüística y cultural. «Tener dos lenguas no significa te­ner dos bocas», clamó en su día Rodríguez Ibarra, mientras la balanza fiscal se desequilibra -a su favor- año tras año.

Extremadura o Cantabria, por decir dos, nunca pidieron compe­tencias extra (de hecho, jamás pi­dieron autonomía), pero lo piden si Euzkadi y Catalunya lo hace antes. Valen­cia margina su lengua en su pro­pio terreno, pero exige su oficialidad en Europa una hora después de que Catalunya haga lo propio. De eso se trata, de pedir lo mismo; eso es lo que mueve a ciertos presi­dentes autonómicos. Y el Gobier­no central, contento, porque cual­quier reivindicación catalana, co­mo la agencia tributaria propia, re­sulta inviable si se la multiplica por diecisiete: café para nadie.

A lo mejor lo que se pide desde Catalunya o Euzkadi es un ma­rrón, como las competencias so­bre inmigración, pero da igual: to­dos querrán lo mismo. Sin reparar en que lo mismo no es más dinero, sólo gestionar el mismo dinero en casa, y dar respuesta po­lítica a un sentimiento nacional, real. Sobre todo eso: real. Real sig­nifica previo a la Constitución de 1978, sin banderas inventadas, himnos compuestos a última hora y conciencias colectivas basadas en el aquí no vamos a ser menos. Lo cual es una falacia, porque na­die es más ni es menos, cada uno sabe quién es y a qué nación perte­nece. La nación de los murcianos y los riojanos tiene una selección oficial que ganó el Mundial. ¿Lo ven? En ésto, nosotros sí que vamos a ser menos.

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