Sábado 6 de septiembre de 2014
La democracia se manifiesta en las urnas. No hay sistemas democráticos sin elecciones y sin debate. Bien es verdad que pueden coexistir monarquías con sistemas parlamentarios y que hay democracias muy consolidadas como la británica, la danesa o la holandesa que son monarquías que tienen un rey o una reina como adorno, como símbolo, o como florero, pero nada más. Está también la tailandesa con un rey hecho papilla pero que veneran como a un Dios.
Y si es legítimo esgrimir estos ejemplos es tan legítimo recordar que los Estados Unidos, Alemania, Francia e Italia son Repúblicas a las que no les hace falta ni un rey, ni una reina, para funcionar cabalmente.
Uno de los problemas de la actual monarquía española es su origen espurio pues no llegó Juan Carlos al trono en virtud de una restauración monárquica, sino de la instauración de un dictador que había ganado una guerra con ayuda del nazismo y del fascismo y que duró cuarenta años en el poder conculcando continuamente los derechos humanos. ¡Menudo padrinazgo!.
Nada parecido ocurrió en Bélgica ni en Italia tras la segunda guerra mundial. El rey LeopoIdo III tuvo que abdicar y en Italia llegó la República.
Hablemos de ello. El 9 mayo de 1946 Vittorio Emanuele III, rey de Italia, firmó la abdicación en favor de su hijo, Umberto II. Apenas un mes después, en el aeropuerto de Ciampino, el nuevo rey se subió a un avión, camino de un exilio del que nunca regresaría. Entre estas dos fechas, los días 2 y 3 de junio, para ser exactos, se había producido un acontecimiento sin precedentes en la historia: los italianos, llamados a pronunciarse en referéndum, se habían declarado partidarios de la república. A partir de entonces Umberto II, el fugaz, será recordado con el melancólico apelativo de «Rey de Mayo».
¿Pero cómo se había llegado a esta situación? En realidad, la abdicación de Vittorio Emanuele llegaba tarde para el gusto de muchos. Era tarde obviamente para todos los partidos antifascistas reunidos en el Comité de Liberación Nacional, que la pedían desde el 43. Llegaba tarde también para el gusto de los Aliados, que por una parte apoyaban a la monarquía en nombre de la estabilidad de un país formalmente aliado, pero por la otra no perdonaban a Vittorio Emanuele la firma de la declaración de guerra en 1940. Pero la abdicación también llegaba tarde para el gusto de muchos sinceros monárquicos, conscientes de que Vittorio Emanuele y sus veinte años de connivencia con el fascismo se habían convertido en un obstáculo para la supervivencia de la institución. A pesar de la proverbial falta de contacto con la realidad que el trono conlleva, Vittorio Emanuele probablemente era consciente de ello. Por esto ya en el 44, todavía con la guerra en curso, había traspasado al heredero Umberto buena parte de sus poderes, inventando para la ocasión el título de lugarteniente general del reino. Don Juan y Juan Carlos convivieron cuarenta años con el franquismo.
Tras el referéndum Umberto II se indignó y protestó por lo que era, en su opinión, una violación de la autonomía del poder judicial, pero tuvo que aceptar el hecho consumado. Informado por el general inglés Maurice Stanley Lush de que los anglo-americanos no tenían ninguna intención de intervenir en su defensa, el Rey de Mayo hizo las maletas y se subió a un avión, no sin antes comunicar a la nación que, aun teniendo la razón de su parte, se iba para evitar un derramamiento de sangre. Palabras casi calcadas a las de otro desafortunado monarca, Alfonso XIII, que quince años antes, el 13 de abril de 1931, había embocado el camino del exilio francés con estas mentirosas palabras: «Hallaría medios sobrados para mantener mis regias prerrogativas, en eficaz forcejeo con quienes las combaten. Pero, resueltamente, quiero apartarme de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil». En los días siguientes el Herald Tribune escribía: «Umberto ha sido el primer rey en dirigir la campaña electoral para conservar el trono y también ha sido el primer rey destronado sin tumultos de por medio. Ha caído simplemente porque así lo ha querido el pueblo, depositando sus votos en las urnas». En Italia sigue la República. En España, el dictador impuso al nieto de aquel rey que tuvo que irse al exilio con el rabo entre las piernas.
En Grecia mandaron a Constantino al exilio
Constantino es hermano de Sofía, la esposa de Juan Carlos. Hijo del rey Pablo era el rey de Grecia y en 1967 apoyó a su manera el golpe de los coroneles griegos. Aquello le costó el trono tras un referéndum democrático consultando al pueblo griego si quería la monarquía o prefería la república. Y ganó la República.
La biografía de José María de Areilza es harto conocida. Y para los que no la sea, existen afortunadamente medios suficientes para conocerla. Baste decir en estas líneas que, a pesar de que en su trayectoria política tuvo también otros noviazgos ideológicos, era sobre todo monárquico a más no poder; monárquico entre los monárquicos, y, en su día, muy franquista.
Resulta que el 8 de de diciembre de 1974 se celebró en Grecia un referéndum sobre la monarquía. Con una participación del 77 %, una amplia mayoría (69 %) se inclinó en Grecia por mandar al paro al rey Constantino. Para ser más concretos, esa mayoría se inclinó por una «democracia no coronada» frente a una «democracia coronada». Esas fueron las expresiones que se utilizaron en las papeletas de votación.
Pues bien, resulta que días más tarde, periódicos como EL DIARIO VASCO publicaron un artículo de Areilza sobre la cuestión. Un artículo que no tiene desperdicio. Tras lamentarse, como monárquico que era, que el rey «y su bellísima esposa», por múltiples razones, no pudieran seguir ocupando el trono, incluyó en su análisis este interesante párrafo que a día de hoy llama muchísimo la atención.
«Pienso sin embargo, que la actitud de Constantino, sometiéndose voluntariamente al resultado de un sufragio, libremente expresado, es digna de respeto y de elogio. En Grecia, cuna de la democracia política, el rey está de acuerdo en que los ciudadanos, para serlo, lo plebisciten. Este gesto, aunque le haya hecho perder la corona, le habrá, en cambio, granjeado muchos nuevos partidarios, si no como rey, como hombre, como ciudadano heleno. Y ¿no debe ser el rey, cuando lo hay en una comunidad, el primer ciudadano de la nación y el primer ciudadano del Estado, aquél en quien recaen los más altos y pesados deberes, incluido el de dar a su pueblo ocasión y cauce para manifestarse libremente sobre los grandes temas de la vida pública y del gobierno de la colectividad?».
Pues está muy claro. Uno se pregunta cómo es posible que el año 1974, en plena dictadura franquista, un hombre del régimen escribiera esa reflexión y cuarenta años más tarde dirigentes políticos que conforman esa extraña cuadrilla del «soy republicano, pero…» sean incapaces de pedir lo que Areilza aplaudió en una dictadura (la española) lo que en Grecia, que salía de otra dictadura, se hizo con naturalidad.