Martes 14 de abril de 2020
Hace años, cuando el PNV, fundador de la DC en 1947, tuvo un congreso en Varsovia, fuimos a ella una delegación presidida por Arzalluz. Eran tiempos en los que Javier Rupérez, un personaje antipático que quería que de su mano el PP entrara en aquel club, se hizo invitar y Arzalluz tuvo un rifi rafe con él. Nosotros éramos fundadores de una progresista y social DC federal europea y Aznar, que se había declarado liberal, quería una percha de prestigio en Europa y Rupérez se la estaba trabajando. Aquello acabó como acabó. En Chile, un minuto antes de que nos echaran, nos fuimos. Teníamos medallas de fundadores pero la realpolitik de la CDU alemana y las sucias maniobras de Aznar y Rupérez hizo que les interesara más el número español de eurodiputados que la historia vasca. Y cuento esto porque después de Varsovia Arzalluz nos invitó a ir con él a Berlín a los lugares en los que él había estado como jesuita.
Fue toda una lección práctica de política europea la que nos dio no solo sobre Berlín, el Berlín Oriental, sus museos y monumentos, sino de la comida y las cervezas. Y cuento esto porque el trabajo de hoy va del diputado Javier Landaburu y el Lehendakari Aguirre. Tras una reunión de este tipo se fueron a Berlín a visitar los lugares donde el Lehendakari había estado escondido en 1941. El trabajo es pues muy interesante, como extraordinariamente interesante tuvo que ser aquel paseo por Berlín con el Lehendakari. En la fotografía le vemos a Landaburu, Leizaola, un líder democristiano europeo y José Antonio Aguirre.
Landaburu tituló de esta manera, ”En Berlín con el doctor Álvarez”, su trabajo en Alderdi en 1956 pues José Antonio de Aguirre utilizó este nombre falso para esconderse de sus perseguidores. Es la historia que conté cuando hablamos del cónsul panameño Guardia Jaén.
Escribió así Landaburu.
“El avión que nos trae de París aterriza en Tempelhof cuando ya se ha hecho de noche. Un taxi nos lleva del aeropuerto al hotel Kempinski a través de avenidas espaciosas en las que alternan grandes edificios habitados y enormes espacios vacíos en completa obscuridad. Al cabo de diez minutos el taxi toma una curva bordeando las ruinas imponentes de la iglesia conmemorativa del emperador Guillermo y desemboca en otra avenida donde el panorama cambia radicalmente: luces de neón en todos los escaparates, en el marco de cada ventana, en el remate de las fachadas y mucho automóvil, mucha gente, mucha animación. Es la famosa Kurfurstendamm, centro del actual Berlín-Oeste, repleta de comercios de lujo, de cines, de restaurants, de cabarets, pletórica de publicidad luminosa. En una esquina una gran edificación moderna, el hotel donde nos alojan los amigos demócrata-cristianos alemanes a cuyo cargo corre la reunión que nos ha llevando a la ex-capital de las Alemanias anteriores. Kurfurstendamm conserva algunos inmuebles de antes de la guerra, ninguno indemne del todo, y los demás están reconstruidos aunque muchas de sus casas no pasan del primer piso ,ello da a esta brillante avenida, con sus luces y sus letreros de colorines, el aspecto que deben tener allá en el Oeste americano las calles principales de sus ciudades crecientes.
El doctor Álvarez Lastra, mi compañero de viaje, estaba impaciente por recordar « su » Berlín. No había vuelto desde aquellos días dramáticos de 1941 en que la ciudad era el centro de la guerra y pretendía orgullosamente convertirse en la capital del mundo. Álvarez tenía prisa por recordar Berlín y, apenas cenamos, iniciamos el primer paseo de reconocimiento. No fué fácil. Entre que el doctor Álvarez debía de orientarse en cualquier ciudad tan medianamente como el presidente Aguirre y que el Berlín de hoy no es el del año citado, tan amplio fué el destrozo de los bombardeos, Aguirre hacía esfuerzo por recurrir a la memoria de Álvarez, ya muy lejana, y fundidos los dos en la persona de Álvarez-Aguirre, apenas pudieron encontrar aquella noche ni en los días sucesivos más testigos aun en pie de sus andanzas que una casa donde estaba la Pensión Victoria en la que el presidente Aguirre cuando fué doctor Álvarez pasó cuatro meses. Todo lo demás quedó en: «aquí debía estar… » y «me parece que era por aquí… » Otras personas que tampoco han vuelto a Berlín desde la guerra se desorientan igualmente. Tal es la proporción de los destrozos, Ia enormidad de la catástrofe que se cernió sobre la cuna de la iniciativa de los bombardeos aéreos de poblaciones. ¡Gernika!… Es verdad, el recuerdo viene irremediablemente, pero las víctimas y las ruinas de los bombardeos sobre Alemania ni justifican ni pagan los bombardeos anteriores. ¿Fueron obra de un loco? Obra de un loco, de millares de cómplices y de millones de egoístas que querían imponer al mundo, por tales procedimientos, una vida mejor y no impusieron más que la desolación y la vida eterna. Y todavía tienen seguidores, y todavía tienen estímulos poderosos…
En Berlín vimos muchas cosas curiosas. A nosotros, exilados, nos interesó extraordinariamente el caso de los que por centenas se evaden diariamente de tierras de dictadura para venir al campo de la democracia. La visita que hicimos a los refugios de Marienfelde y de Spandau nos enseñó el mecanismo de la recepción y de la criba de esos pobres tránsfugas, semejante en muchos aspectos a los muchos que cruzaban y cruzan el Pirineo hacia Francia con sed de libertad. Asistimos a algún interrogatorio de evadidos. ¿En qué habrá quedado aquella mujer joven que venía desde Turingia y refería una historia policíaca demasiado bien preparada para ser verídica? ¿Espía? ¿Agitadora? ¿Una simple perseguida que se excedió vistiendo su calvario? De cualquier manera, no habrá sido detenida ni rechazada al otro lado del telón de acero que había cruzado hacía unos días. La República Federal admite a todos los ciudadanos alemanes, proporciona trabajo a los que quieren y a los que no quieren trabajo les da alojamiento y comida hasta que se cansan de no trabajar o se reintegran voluntariamente a sus pueblos de origen. Con todas estas garantías, es bien triste la vida del desterrado aun dentro del mismo país.
En el propio Spandau, a no mucha distancia del campo de refugiados, está la famosa prisión donde los dirigentes nazis supervivientes cumplen sus condenas. Seguramente que estos huéspedes forzosos de los cuatro grandes gobiernos aliados tienen celdas más confortables que los dormitorios del asilo de evadidos y mejor rancho y hasta mejores perspectivas de existencia el día en que vayan siendo puestos en libertad. Y, sin embargo, fueron ellos la causa de tantas calamidades subsistentes todavía.
De Berlín Oeste se pasa al Este sin dificultad, a pié o por cualquier medio de transporte. No hay señal de frontera. En algunos sitios esta es una plaza cortada en su centro o un trozo de calle en que cada acera pertenece a zona distinta. Sólo se ven unos letreros que, de un lado y de otro, tienen más de reclamo político que de indicación geográfica y que dicen, poco más o menos: «A X metros termina la zona de la libertad», «Aquí comienza la verdadera democracia». Juego de vocablos demasiado gastados en una y otra parte. Hay otras cosas que marcan más elocuentemente la diferencia de vida entre las dos zonas. Del lado occidental, a medida que se llega al oriental, disminuyen rápidamente la animación, los comercios y la publicidad. Del lado oriental, el comercio es también escaso, la publicidad es abundante pero exclusivamente política y la animación no se vuelve a encontrar, y menos en los kilómetros de profundidad que nosotros recorrimos. A la Kurfurstendamm brillante y ruidosa que hemos citado, corresponde en la zona soviética la Unter den Linden, tan señorialmente prusiana, tan renombrada en otras épocas. Esta avenida, corazón de la vida de todos los Reich, estaba limitada por un lado por la puerta de Brandenburgo y, por el otro, por el palacio imperial. La puerta está en ruinas coronada por una bandera rusa y de la residencia de los Kaiser no queda más que la tierra donde se levantó, que es ahora la plaza de Marx-Engels, lugar de concentraciones y desfiles, en el que la única instalación es una colosal tribuna de madera donde los notables del régimen se instalan cuando embridan al pueblo, con o sin armas, para pasarlo en revista. Los desfiles deben de ser ordenados y, desde luego, muy nutridos, pero una película nos había mostrado el día anterior, a ese pueblo revuelto contra esos notables y sus agentes en la famosa jornada del 17 de junio de 1953.
La parte oriental de Berlín, en plena, tarde, nos impresionó por lo desierto de sus calles. Aparte de un poco de concurrencia en la estación de la Friedrichstrasse, a la hora de cesar el trabajo y tomar el tren para volver a casa, aparte una cola de treinta personas a la entrada de un cine y aparte de algún otro grupo en la Alexanderplatz junto a los bazares del Estado, creo que en tres horas no vimos aglomeración mayor de tres personas. Todas las demás personas van por las calles solitarias y de prisa. Las calles y los andenes del «metro» al esperar los trenes nos recordaban París ocupado, un París sucio y ruinoso, y para mejor recordar aquel ambiente abrumador, los policías uniformados del gobierno de Pankovv usan prendas iguales a las que el ejército de Hitler paseó por Europa. No se ven con exceso tales policías, ni vimos más soldados rusos que los que dan guardia en zona occidental a un monumento militar ruso, cuyas inscripciones atribuyen exclusivamente a la U.R.S.S. todos los méritos y todos los beneficios de la victoria aliada. Pero si no se ven policías, tampoco se ven ciudadanos ya que no cruzamos más de veinte personas en toda Ia Unter den Linden, ni más de diez automóviles, alemanes o rusos, en trayectos de centenares de metros. En cuanto a tranvías y autobuses, fueron idénticos a los del otro Berlín y hoy son viejas máquinas y depósitos de porquería.
Los escaparates de los comercios apenas tienen nada que exponer, son pobres y sin adorno. La ornamentación conjugaría difícilmente con la exhibición forzosa de alegorías políticas, todas iguales. Sobre las fachadas de las casas, sobre las calles, multitud de letreros en rojo y blanco, con frases de Marx, de Lenin, de Taelmann, y muchas banderas, por todas partes banderas soviéticas con o sin banderas alemanas. Fuera de algún cafetín cuyo exterior invitaba a no detenerse, no encontramos en nuestro largo paseo por las calles más céntricas más que dos cafés iluminados, el famoso «Bucarest» y otro frente a él, dedicados, según se nos dijo, a refrigerio de turistas extranjeros con obligación de pagar sus consumiciones en marcos occidentales por cantidad igual de marcos orientales cuando aquellos valen cuatro veces más.
Esos dos cafés están instalados en la Statinallee, vía triunfal de un nuevo imperio, todavía nuevecita, amplia, solemne, de varios kilómetros de longitud. Es lo único reconstruido pero se discute el gusto arquitectónico de sus edificios cuya similitud impone. Dicen que están reservados exclusivamente a habitaciones de funcionarios y de miembros del partido. De cualquier manera, era la hora de encenderse las luces en las casas y podemos asegurar que lo que se ve desde fuera, mobiliario, síntomas de hogar confortable, sin que sea mísero, es demasiado modesto para decorado tan suntuoso. En las traseras de esa decoración de edificios arrogantes, otra vez ruinas, barracas, privaciones, miseria, tristeza, angustia, recelo. ¿Por qué las gentes van tan de prisa por las calles del Berlín soviético? ¿Por qué no miran de frente? ¿Por qué no hablan entre ellas? ¿Por qué no sonríen? Tampoco eso es una vida mejor. Una visita de tres horas basta para convencerse, y eso que los berlineses orientales, todavía racionados, muy limitados en muchas cosas, pero con la posibilidad de pasar a Berlín-Oeste aunque no sea más que a recrearse la vista, a recordar y a esperar, no son los más desfavorecidos de todos los ciudadanos del Este. ¿Es qué tampoco se sonríe en Praga, ni en Varsovia, ni en Moscú, ni en Pekín? ¿Es que medio mundo se ha vuelto triste? Si esto es cierto, no hay ideología ni revolución, por sublimes que sean sus objetivos finales que puedan justificarlo. El hombre pierde la sonrisa cuando tiene el alma enferma y aunque el alma fuese solo un lujo burgués, no hay derecho a tratarla así, aun estando seguro de que esa tristeza actual sea la base forzosa, ineludible, de una alegría popular futura, de una alegría universal e idílica cuando todos los hombres sean buenos y todos felices, cuando la humanidad entera solo tenga motivos para volver a sonreír. No sé si tanto materialismo histórico puede explicar fenómenos tan poco humanos.