La carta que José Antonio de Agirre escribió desde Berlín

Viernes 24 de abril de 2020

Esta foto está sacada en la delegación del Gobierno Vasco en Nueva York que se encontraba en la V Avenida. Manu Sota es quien está de pie a la derecha. El resto son Consejeros del Gobierno y el Secretario General de la Presidencia, Antón Irala en 1946.

Manu Sota (1897-1979), hijo de Sir Ramón de la Sota, nació y murió en Getxo tras pasarse media vida en el exilio. Sota es uno de las grandísimas personalidades de la cultura vasca y por sobre todo un gran amigo del Lehendakari Agirre.

Estudió derecho en Salamanca y en Cambridge donde impartió la docencia varios años. Políticamente estuvo adscrito al Jagi Jagi y fue presidente del Athletic de Bilbao en tiempos en los que trató de llevar el estadio de San Mamés a Torre Madariaga en Deusto. Lo tenía oido. Era apuesto, bizkaino y presidente del Athletic tras dar clases en Cambridge.

Promotor del teatro  vasco, tras la caída de Bilbao fue el manager principal del grupo Eresoinka, Elai Alai y del Equipo de Fútbol Euzkadi. En Nueva York, con su hermano Ramón, y una percha y labia impresionante, acudían a todos  los saraos de la alta sociedad y de las estancias católicas  tratando de desmentir la especie de que los vascos eran peligrosos comunistas y que además eran católicos, con el fin de poder ir abriendo puertas.

En Nueva York, además de ser el Delegado Vasco fue el asistente principal del lehendakari junto a Antón Irala y posteriormente con Jesús de Galindez y Jon Bilbao.

En el trabajo de hoy quiero destacar la glosa que hace de las cartas que el Lehendakari escribió desde Berlín cuando estuvo escondido con falsa personalidad. Decían que el libro “De Guernica a Nueva York pasando por Berlín lo había escrito él con las notas que le había suministrado el Lehendakari”. Pudo ser pues estaban muy compenetrados políticamente. Vamos a ello:

“2 de Abril. Hoy he tenido una satisfacción grandísima. Mis amigos de América han recibido la carta que les envié por medio del Canciller de los Estados Unidos, y me dicen que seguirán mis instrucciones. ¡Qué susto el de mis amigos, que ignoraban mi paradero, al abrir mi carta y leer: «Aun­que les extrañe estoy en Berlín, desde donde les escribo»!

He aquí la carta a la que alude el Presidente en el párrafo anterior, tomado de su reciente libro «De Gernika a Nueva York pasando por Berlín».

Era el invierno de 1941. Yo solía ir a pasar todos los fines de semana con Manuel de Intxausti y su familia, que tenían una casita en White Plains, a unas millas de New York. Des­pués de una agitada semana en esta inmensa metrópoli, reci­biendo constantemente malas noticias, y con el horizonte económico anunciando franca borrasca, aquellas dos noches que pasaba en la paz del campo eran para mí una verdadera cura espiritual.

Después de oír misa de nueve en la capilla cercana a la casa, Intxausti y yo solíamos pasear por los senderos neva­dos, bordeando riachuelos que estaban completamente hela­dos. La conversación giraba siempre en torno de nuestras constantes preocupaciones: nuestro pueblo, sus hijos, en las cárceles y en el exilio, y nuestro Presidente desaparecido. ¡Cuántas veces volvimos a casa sin saber por dónde habíamos andado!

Nada sabíamos de José Antonio desde que le sorprendió en Bélgica la invasión alemana. Había toda clase de rumores sobre su muerte: unos le suponían escondido en una Emba­jada americana de Berlín, otros le creían preso en un cas­tillo, del Rhin, y los más pesimistas le daban por muerto. Nos sentíamos impotentes para actuar, y esto era lo que más nos desesperaba. Teníamos amigos que hubiesen podido in­dagar en Alemania y en la Bélgica ocupada acerca del para­dero de José Antonio, pero ¿no resultaría esto contraprodu­cente en el caso probable de que estuviese oculto?

El 11 de marzo por la noche, Intxausti recibió una llama­da telefónica desde Washington. El Ministro de una Lega­ción sudamericana le anunciaba que acababan de entregarle una carta importante dirigida a él. No podía decirle de quién era y únicamente le dio a entender que había llegado a su po­der por conducto de valija diplomática o cosa parecida. Al día siguiente, Intxausti recibió la anunciada misiva. Su asombro —y el mío cuando la leí— no tuvo límites cuando nuestros ojos se fijaron en el encabezamiento:

«Berlín, a 3 de febrero de 1941.

Mi querido e inolvidable amigo: Le saldrá a usted una exclamación de susto al recibir una carta mía desde Berlín. Pues bien, estoy en Berlín…».

Con esta naturalidad nos anunciaba José Antonio la inverosímil noticia. Excuso decir la serie de ideas alarmantes que nos pasaron por la imaginación, por el peligro que corría su vida bajo la constante y directa amenaza de la Ges­tapo. No podíamos concebir que solo y sin recursos pudiese burlar la perfectísima organización hitleriana. Era un ene­migo demasiado grande.

No es mi intento dar a conocer todo el contenido de la carta, en la que, después de relatar su odisea, desde que fue copado por los alemanes en Bélgica nos revelaba su nueva personalidad de doctor panameño y nos daba instrucciones minuciosas para que le ayudásemos a salir de Alemania y ve­nir a los Estados Unidos vía Rusia-Japón. Tendría que hacer públicos nombres que no conviene mencionar en las actuales circunstancias, pero que algún día serán conocidos para agradecimiento de todos los vascos.

Lo que me interesa en estos momentos es dar a conocer el estado de ánimo de José Antonio y su posición espiritual en aquel trance tan decisivo para él, viviendo a todas horas del día y de la noche bajo la amenaza de la muerte. Hágase por unos instantes el lector la idea de que es Presidente de Euzkadi, que ha dirigido una guerra encarnizada contra Franco en estrecha alianza con Hitler y Mussolini, que es buscado por los agentes falangistas y la Gestapo para fusi­larlo, que no tiene más defensa que un nombre supuesto, un bigote y unas gafas de concha, de que además está en Berlín, y que se pone a escribir una carta a sus amigos de los Esta­dos Unidos, en la que les descubre todos sus secretos y les reitera su posición antitotalitaria… y díganme después cuál sería su estado de ánimo en dichas circunstancias.

Las dieciséis páginas de la carta de José Antonio están escritas de su puño y letra, y en todo momento revela una absoluta tranquilidad y una seguridad inquebrantable de que todas las tribulaciones tendrán un buen fin.

«Pero, en fin, estoy decidido y seguro de que el buen Dios, que hasta aquí ha velado por mí hasta los más mínimos e imperceptibles detalles, lo hará también en lo su­cesivo».

«Hemos sufrido indeciblemente, pero Dios nos ha ayu­dado y esperamos que siga haciéndolo».

«Yo espero llegar a tiempo, no sé si por optimismo in­corregible o porque tengo un presentimiento íntimo de que así será».

Este adueñarse del futuro cuando todo en nuestro derredor parece conspirar contra nosotros llama José Antonio «optimismo incorregible». Otros más pobres de espíritu lo suelen calificar de «inconsciencia». A mi juicio, existe una palabra para denominarlo que, a pesar de no tener más que dos letras, posee un profundísimo significado: esta palabra es FE. La fe a que me refiero no es solamente religiosa, sino también humana, y quienes tienen el privilegio de poseerla triunfan en esta vida, porque no solamente confían en sus fuerzas internas y en la omnipotencia de Dios, sino que tam­bién competen a sus semejantes a actuar en forma altruista y valerosa al contagiarlos con su fe salvadora.

De ahí que José Antonio encontrase en su trágica aven­tura «seres providenciales» que surgían inesperadamente en los momentos más difíciles, a los cuales debe en gran parte su liberación. Eran hombres a quienes José Antonio inyec­taba su propia fe, la cual les impulsaba a obrar aun a riesgo de su bienestar.

A personas que se extrañaban por la espontaneidad con que se confiaba a individuos a quienes encontraba por pri­mera vez, José Antonio les ha solido explicar: «Es que en este mundo son muchos más los buenos que los malos». Es­ta confianza en la humanidad, porque al fin y al cabo el hombre es obra de Dios, es otra de las características del hombre de fe. Quien no recela de su semejante, sino que, por el contrario, le abre el corazón para adueñarse de él, po­ne en movimiento hacia el bien a individuos que ante el rece­loso reaccionarían de manera negativa. Porque el hombre de fe lleva como lema el «piensa bien y acertarás» y demuestra que quienes desconfían de todos terminan fracasando en las adversidades.

Cuando la vida está en peligro y se siente uno acechado por todas partes, el ánimo desfallece y en muchos casos llega a la dejación o, por lo menos, a la ocultación de las convic­ciones ideológicas que son causa de la persecución. Son con­tados los individuos que poseen temple de mártires o de hé­roes, y los que no poseen este don, que tiene mucho de sobrenatural, al verse acorralados por la muerte, a menudo transigen, cuando no claudican. A mi no me gusta criticar a quienes así proceden, porque solamente en los momentos de prueba llegamos a conocer toda la fortaleza de nuestro espíritu, y uno no sabe lo que haría en aquellas circunstan­cias. En la calma de nuestro despacho todos forjamos pro­yectos heroicos; lo difícil es realizarlos cuando se presente la silueta de los fusiles.

La carta que estoy comentando nos muestra cuál era a este respecto la posición de José Antonio en Berlín:

«Yo soy quien fui, y seguiré siendo el mismo, pase lo que pase. Las ideas no pueden cambiar como el viento o al so­caire de las situaciones de cada momento».

La adversidad, en vez de inyectar pesimismo en su alma, le refuerza en los ideales por los que ha luchado. Por los sen­deros de dolor que ha recorrido, ha ido cosechando una va­liosa experiencia que le afirma más en el triunfo de una Causa que no por haber sido vencida, fue aniquilada.

«Sólo los que sufren como nosotros, son capaces de comprender a los demás. ¡Cuánto podría hablar de esto y de los dolores que he visto en esos caminos de Dios! La expe­riencia vivida y las cosas, lugares y personas vistas me han servido de mucho, afianzando cada día más nuestro eterno ideal».

A pesar de su «optimismo incorregible», se da perfecta cuenta de que los alemanes pudieron apoderarse de su per­sona para actuar en provecho propio o fusilarlo en momen­tos en que más necesita de su libre albedrío para seguir luchando por su pueblo. Por eso le es imprescindible su li­bertad y la de su mujer y sus hijos, pues aun consiguiendo huir él a tierras de libertad, si aquellos quedasen en cautive­rio, podrían ser usados para coaccionar su actuación. Pero aunque sucediese lo más doloroso, él siempre se inclinará ante el deber.

«Mi caso es diferente. Yo no puedo perder mi indepen­dencia ni ser objeto de transacción —para luego ser fusilado— en el momento en que, para contentar caprichos, estos alemanes, con toda corrección, pudieran entregarme. Y conmigo mi mujer e hijos, que, aunque no sufrirían mi suerte, sin embargo amargarían mi vida y hasta frenarían mi libertad en muchos momentos en los que tengo necesidad de ella. Esto no merece la pena de ser escrito. Son los deseos y sentimientos íntimos que llegan muy hondo, pero, sobre to­do, el deber, y ante él me inclinaré siempre y Dios hará lo de­más».

Desde Berlín José Antonio examina cuidadosamente las incidencias políticas de la guerra, estudia las informaciones que obtiene de las personas influyentes con quienes trata —Don Juan Andrés Álvarez Lastra frecuenta varios salones diplomáticos— y llega a prever acontecimientos en los que nosotros apenas pensábamos en 1941, pero que ahora son motivo de preocupación general. Los expone con su habi­tual franqueza y no le amedrenta el hecho de estar dentro de Alemania, perseguido por la Gestapo, para hacer hincapié en sus convicciones antitotalitarias.

«Puede ser que el mes que viene haya acontecimientos en España. ¿Qué hará Franco? He aquí la incógnita. Y si se echa en brazos de Inglaterra, ¿olvidarán los ingleses a quienes defendieron su patria y vieron Gernika arrasada? He aquí un tema muy importante que nuestras Delegaciones tienen el deber de desarrollar. ¿Olvidarán los millares de presos que han sufrido por defender la libertad contra la dic­tadura llena de sangre y de víctimas? Yo predico el perdón y lo predicaré, pero no quisiera jamás ser cómplice de una confusión de ideas que cambian según el provecho de cada momento. Con los ingleses o contra los ingleses, el régimen de Franco, por ser una imitación servil y ser violencia, no puede ser solución. Nada que no respete nuestra libertad de hombres y de pueblo será admitido por nosotros, y yo espe­ro que no lo sea por el mundo que dice luchar por esos mis­mos ideales. No puedo concebir —hablo de una hipótesis quizás aparentemente absurda, pero posible que llegue un día en que Franco, ayudado por los ingleses frente a una in­vasión alemana, sean los ingleses quienes primero olviden el postulado de libertad de los hombres y pueblos que les atrae la simpatía del mundo que sufre. Porque las ideas trascen­dentales que son más aplicables a todos en el espacio no pueden cambiar de color según la esquina en que se apli­quen. He aquí un tema de mi preocupación más profunda que quiero que ustedes lo trabajen haciendo ver la incompa­tibilidad arriba apuntada y la facilidad con que pueden per­derse las simpatías cuando la conducta no va al ritmo de los principios, y cuando los hasta ayer adversarios se afanan en reconocer errores y en proponer soluciones. No hablo de memoria. Puede suceder lo contrario. Entonces nuestro de­recho coincidiría con los hechos. ¿Seguiremos en este absurdo y criminal utilitarismo?

José Antonio no se conforma con darnos consejos a los vascos de este lado del Atlántico antes de salir para Berlín, y en la modesta habitación de su casa de huéspedes de Amberes, tal vez temiendo que la Gestapo pudiera soprenderle en cualquier momento, escribió un documento dirigido a todos los vascos del mundo para que fuese leído públicamente. Y, aunque parezca mentira, el documento salió de la Bélgica ocupada burlando la vigilancia hitleriana, atravesó los Piri­neos y llegó a Euzkadi, donde fue repartido profusamente.

«Con motivo del Gabón he enviado un Manifiesto al pueblo vasco. Son ideas fundamentales, la generosidad y el perdón para que acabe una época de odio y rencor, la unión de los vascos entre sí con firmeza y resolución como hasta ahora, el cultivo intensivo de nuestro idioma y de cuantas características nacionales nos distinguen, y la participación en espacios peninsulares amplios, siempre que nuestra liber­tad sea garantizada. El Manifiesto va firmado en Londres el día 22 de diciembre, el mismo día en que firmaban las auto­ridades alemanas el permiso para que pudiera venir a Ale­mania. Son cosas del destino que Dios permite. Conviene mantener la idea de que estoy en Londres».

José Antonio sigue en su puesto a pesar de todo. Todas las tribulaciones que han caído sobre él no le arredran en su empeño. Un ideal y un deber marcan un rumbo, y, como los recios capitanes de nuestra tierra, se preocupa de la embar­cación que le ha sido encomendada aun a riesgo de perecer. Como Presidente de los Vascos que es, se olvida del peligro actual para inquietarse por la suerte que ha podido correr lo que hay de organización patriótica en el mundo. La catástrofe ha sido inmensa, pero el hombre de fe no se desco­razona contemplando los escombros de su propia casa, sino que los emplea para construirla de nuevo y mejorarla.

«No sé nada de nuestras Delegaciones. Yo supongo que habrán salido de su zozobra primera. Si no es así, dígales que esa es mi voluntad. ¿Qué es de «Euzko Deya»? ¿Sigue publicándose? Sería para mi un gran dolor saber que desa­pareció. Yo espero que la desgracia habrá agigantado los es­fuerzos de los compatriotas, pues es en estos momentos en los que se conoce a los hombres».

«No se olviden de las publicaciones. Mejores o peores, son siempre necesarias para demostrar vitalidad, fe y pre­sencia».

Desde su sufrimiento recuerda muy principalmente a los vascos que sufren, y desde su cautiverio a los compatriotas cautivos.

«Ayuden mucho a los que sufren y a aquellos que han perdido sus familiares. Que los que tienen den para sus nece­sidades y las de la Patria y su organización».

Hagan cuanto puedan por nuestros presos y por cuantos estén aún en los campos de concentración. Merecen mucho porque han sido siempre dignos. Yo siempre los recuerdo con respeto y veneración. Ellos nos pedirán cuentas un día de nuestra libertad, bien o mal aprovechada».

Pero su preocupación primordial es la solidaridad de la gran familia vasca en el dolor, pues sabe que un pueblo roto, en el exilio, carece de fuerzas para alcanzar la victoria. No existen enemigos más enconados que los compatriotas que en la adversidad se aborrecen, pues colocan las miserias que separan por encima de la patria que une. Por eso se indigna contra quienes pretenden fomentar la desunión, añadiendo la pena de la discordia a la amargura del destierro.

«Que la magnífica y ejemplar fraternidad de nuestro exi­lio continúe y que sepan todos que lo único que me contra­riará, y por lo que no pasaré, será la mezquindad de espíritu que sea capaz de romper o sólo entorpecer la unidad y her­mandad de nuestro pueblo, sobre todo cuando está en la desgracia».

«Exciten a la unión de todos, al sacrificio de todos».

«Unión estrecha de todos los vascos y unión generosa de todos sus sacrificios es lo que nos predica José Antonio machaconamente para llegar a la consecución de nuestros ideales. Y luego, la perdurabilidad de nuestro empeño, que es virtud de las razas que, como la nuestra, no tuvo principio en la historia. Para nuestro pueblo, que ha contemplado co­mo una esfinge inmutable la gloria y el ocaso de diferentes razas, el calendario no cuenta. Lo que cuenta es la perseverancia, el entusiasmo de cada día y la fe de siempre, que conducen a la aceptación de los dolores que abonan y hacen re­toñar frondosamente el árbol de la libertad.

«Repito también, mi idea fundamental: unión, unión y unión. Además sacrificio. Lo que no se hace en un día se ha­ce en dos; si no, en cien. Que nadie de un paso atrás. Hay que mirar el porvenir con optimismo. Lo que pareció fuerte en nuestros adversarios ayer, hoy parece frágil. Cada día lo será más, porque no se puede contra la voluntad popular, que al fin se impone siempre. Recuerden que trabajamos una causa de libertad que es causa de dolores y de penas; que no dan su fruto, aunque éste es seguro, cuando nosotros queremos, sino cuando Dios lo dispone, y si no es posible que nosotros veamos el resultado, lo verán nuestros hijos».

«Yo estoy seguro de que nuestro trabajo tiene cercana una recompensa que nosotros mismos hemos de recoger. Así lo dice el clamor unánime de nuestro pueblo, pues hasta la desesperación del adversario, que prometió pan y recoge hambre, que habló de independencia y cae en la servidumbre, que habló de paz y sembró odio, es argumento y re­fuerzo de aquella unanimidad que exige el cambio de un es­tado de cosas absolutamente intolerable».

«De esta prueba hemos de sacar nuestros espíritus forta­lecidos y a nuestro pueblo invencible. Muchas veces, antes de la guerra, dije a nuestras autoridades que nos faltaba el exilio para triunfar, y ha llegado acompañado de un dram-tismo que no podríamos ni suponer. Así de proporcionado será el triunfo».

No es ninguna verdad nueva el decir que a los hombres —y en especial si éstos son dirigentes de pueblos— solamen­te se les conoce en su plenitud espiritual cuando la adversi­dad les acucia por todas partes y ven destrozadas y en ruinas la causa a la que entregaron su vida. En ese yunque se prueba su temple. Hay quienes —y éstos son los más—, in­capaces de sobrellevar el desastre, se consideran vencidos para siempre. Pero los que aceptan la prueba como un desafío más y sacan fuerzas de la derrota para seguir labo­rando por la causa, éstos demuestran poseer la fibra que es necesaria para dirigir a los pueblos.

La vecindad de la muerte es la mejor comprobación de la valentía y de la veracidad de lo que un hombre escribe. Quién se atreve a transmitir al papel ciertos conceptos a dos dedos de ser fusilado, conceptos que agravan la crítica si­tuación en que se halla, demuestra que los siente en lo más hondo de su alma y que los considera más preciosos que su propia vida. Estos conceptos son los más dignos de ser leídos.

Conozco muchas cartas de nuestro Presidente, pero una sola que la haya escrito en un constante peligro de muerte. Es esta de Berlín. Por eso he querido dar a conocer a los vas­cos los párrafos de ella que más pudieran interesarles. Cono­ciendo el temple de su Presidente en el peligro, podrán dedu­cir de lo que es capaz cuando la paz le devuelve al gobierno de su pueblo.

New York, 1943

El fallecimiento de Landaburu impidió una buena biografía de Agirre

Jueves 23 de abril de 2020

La figura de Francisco Xabier de Landaburu es una de las personalidades vascas fundamentales en el siglo XX. Diputado por Araba, exiliado, escritor, trabajador en la Unesco, fundador de la Democracia Cristiana Europea, federalista europeo, impulsor del europeismo con su gran obra “La Causa del Pueblo Vasco”, Vicepresidente del Gobierno Vasco  en el exilio al fallecimiento de Agirre, padre de familia numerosa, autor de decenas de artículos todos ellos muy  bien  y muy pedagógicos, hombre elegante y de suma. Desgraciadamente murió joven y cuando  podía haber dado mucho más.

Tuve la suerte de editar, desde el PNV, con prólogo  de Emilio Gevara padre y del Lehendakari Leizaola un libro, ”Escritos en Alderdi” con trabajos suyos publicados en la revista del EAJ-PNV y, como tenía relación con su viuda, Konstan Illarramendi, amiga de mi ama en Zarautz, logré este trabajo que apuntaba a una magnífica biografía del Lehendakari Agirre. Transcribo lo que me dio siendo una lástima que el trabajo quedara interrumpido. Hubiera sido toda una referencia como lo fue para la juventud en 1956, ”La Causa del Pueblo Vasco”.

Landaburu era una de las personas que mejor podía haber escrito una biografía del Lehendakari. Su prematura muerte, en 1963 nos privó del magnífico testimonio de un estrecho colaborador, porque además trabajaba en el empe­ño.

Entre sus papeles y, como he comentado, facilitados por  su viuda, Konstantiñe IIlarramendi apareció  una carpeta con un título: «Comienzo del libro, vida de José Antonio». Dentro de un sugestivo plan de trabajo.

A- El líder de la autonomía (1931-1936)

B- El combatiente de dos guerras (1936-1945)

C- El presidente expatriado (1945-1960)

Landaburu comenzó a dar forma a este ambicioso traba­jo; del intento quedan solo estas seis cuartillas. Se trata del borrador de esa introducción que Landaburu preparaba y que su muerte truncó. He aquí pues el testimonio esbozado sobre un presidente  que fue compañero del Lehendakari pero por sobre todo fue su amigo.

“El recuerdo de esta escena me persigue todavía como una obsesión: todos los días de labor, hacia la una de la tarde, al dejar su despacho de la Delegación de Euzkadi en París, Jo­sé Antonio pasaba frente al mío, pegaba con su alianza en la puerta encristalada, la abría y repetía una frase invariable: «Javier ¿Salimos? «Tras de él solían bajar Leizaola, Ma­nuel Irujo y Agustín Alberro, y los cinco formábamos grupo caminando hasta la esquina de la avenida Mozart, donde nos desperdigábamos. El Lendakari tomaba el autobús 22 cuando vivía en la avenida Kléber y, (en los últimos meses de su vida), cuando pasó a vivir en Emili Deschanel, tomaba el metro en la estación «La Muette». Desde el verano de 1951 en que fuimos expulsados de nuestra casa de la avenida Marceau, hasta el 19 de marzo de 1960, esa escena se repitió casi todos los días. En esa misma esquina de la avenida Mozart tuve ese día 19 de marzo de 1960 mi última conversación con el presidente Aguirre. Ya no lo volví a ver más que recién fallecido el 22 de marzo. El recuerdo de José Antonio cadá­ver no me viene tanto a la memoria como el de José Antonio en plena vida, en plena actividad en todos los momentos. Y como nos veíamos todos los días, en la Delegación, en actos oficiales, en ratos de intimidad y de descanso, y como juntos viajamos mucho por Europa, lo sigo viendo siempre vivo en escenarios muy distintos: en la Kurfuasterdam del Berlín de la posguerra, donde cada puerta, cada casa —de las que quedaban— tenía para él un recuerdo de los días que pasó «camuflado» en la capital alemana, en plena guerra mun­dial; en La Haya, en el Primer Congreso de Europa, a don­de fuimos llenos de esperanzas y de ilusiones; en el res­taurant sobre las torres y los tejados de Salzburgo, en un atardecer inolvidable, hablando, como siempre, del futuro de Euzkadi; en Roma, en el castillo Suizo de Gruyere, en Bruselas, en unos paseos por la ciudad y por el ducado de Luxemburgo, en Lyon, en recorrido por el Rhin, en Estrasburgo, en Lyon, en tantos rincones de París y, naturalmen­te, en días de trabajo y en ratos de esparcimiento en tantísimos sitios del País Vasco del norte del Bidasoa. Y lo veo en cada lugar tal como allí estaba, y recuerdo las conver­saciones y, al cabo de más de un año de haberlo visto muer­to y bien muerto, de haber ayudado a amortajarlo, de ha­berlo enterrado, todavía me parece imposible no volverlo a ver, no volver a acompañarlo, no volver a trabajar, a soñar, a proyectar y a realizar con él. No creo que haya habido hombre que haya influido más en mi razonar y en mis senti­mientos. Quien no sea vasco nacionalista, quien no lo fuera antes de 1936, no se dará cuenta de que Agirre era para muchos de nosotros la encarnación de un ideal, la represen­tación tangible de una aspiración, la nación hecha hombre, la patria soñada que resucita y se hace realidad.

Si siempre he creído poco, y la experiencia me hace cada vez más escéptico, en los hombres providenciales, si no ad­mito el mesianismo político, no dejo de reconocer y de ma­nifestar que en José Antonio Agirre había algo que escapaba a la naturaleza de los hombres ordinarios, había un atracti­vo, un fluido que si acaso no inspiraba a todos plena simpatía, llamaba, unía y, al fin, entregaba. En ese «algo» más que en otras condiciones también positivas estuvo el secreto de muchos éxitos de Agirre y el prestigio de que vivió rodeado, aun desde joven, por amigos y adversarios.

No trato en estas páginas de hacer una biografía del pre­sidente Agirre. El lector hallaría un resumen muy breve de su vida al final de este libro. La historia vendrá luego a aquilatar hechos y a juzgar actitudes. No quiero más que hablar de Agirre tal como lo vi en veinticinco años dirigien­do la política de un pueblo pequeño, lo que no le impidió ser protagonista muy destacado a veces de los dramas de nuestra época. La figura de Agirre tendrá sus biógrafos y sus historiadores y sus críticos, vascos y no vascos. Yo soy simplemente colaborador, el amigo que cuenta lo que tiene dentro porque lo ha visto, porque lo ha vivido con enorme intensidad. Agirre, por formación y por temperamento, más que un pensador fue un forjador de la nación vasca. Los que tuvimos el privilegio de asistir desde muy cerca a sus traba­jos, a sus luchas, a sus emociones, tenemos el deber de refe­rirlo simplemente para que conste, porque queremos hacer un pueblo —el pueblo vasco— y los pueblos se hacen con hombres. Y en este sí que están de acuerdo todos los que lo trataron, algunos lo han escrito ya; José Antonio de Agirre fue sobre todo un hombre. Hasta sus enemigos lo han salu­dado así porque en Agirre no pudieron morder nunca ni la caricatura fácil ni la calumnia. Se intentaron, naturalmente, pero no fraguaron nunca, no las creían ni los que las lanza­ban.

Vivió con honradez y con constante fe en los ideales, murió de repente, sin teatralidad, pero con gloria. En aquellos funerales imponentes, inolvidables, de San Juan de Luz, donde cada asistente arriesgaba algo y algunos mucho, se empezó a tejer su corona de gloria. Hoy ya es título de distinción entre vascos —y no todos nacionalistas— poder decir: «yo estuve en el entierro del Lendakari Agirre en Donibane». Cuántos, cuantísimos más hubiera habido, si…

Un día de octubre 1933 volvíamos un grupo de amigos de un viaje de recreo en París. En la estación de Donostia subió al tren mi paisano don Gregorio González de Suso quien nos confirmó la noticia, que ya habíamos tenido en la capital francesa, de la disolución por el presidente de la República del Congreso de los Diputados y la consecuente convocato­ria de elecciones legislativas. A mí personalmente me anun­ció que el Partido Nacionalista Vasco en Alaba había acor­dado presentarme candidato para aquellas elecciones. Poco más de un mes, el 19 de Noviembre, los alaveses me otorga­ban con sus votos el segundo de los dos puestos de diputado a Cortes. Aquellas elecciones fueron de propaganda intensa, pero de una gran sencillez. Los nacionalistas vascos obtuvi­mos doce puestos parlamentarios. En Alaba, por vez prime­ra; en cambio en Nabarra perdimos el puesto que teníamos y que Agirre había ocupado en la primera legislatura de la Re­pública. Unos días después de la elección, los diputados na­cionalistas nos reuníamos en el Secretariado del Partido en Gipuzkoa con el Euzkadi-Buru Batzar. El 8 de diciembre se inauguraba la legislatura y constituíamos la primera Minoría parlamentaria nacionalista vasca.

En varias ocasiones me he referido por escrito a lo que fue este grupo, verdadera familia política fundada en el ide­al común y en el mutuo afecto y nueva institución política activa y eficaz que el país aceptó con complacencia ponien­do en ella muchas esperanzas. La base fundamental de su programa estaba muy definida: la defensa del Estatuto Vas­co que acababa de ser aprobada por plebiscito celebrado el día 5 de Noviembre, quince días antes de las elecciones. Los antecedentes de los trabajos autonómicos desde 1931 y los hechos que en este aspecto se produjeron hasta fines de 1935 están referidos por Agirre en su libro «Entre la Libertad y la Revolución». No tengo para qué repetirlos. Agirre había lle­vado personalmente desde que inició la campaña autonómi­ca, primero como alcalde de Getxo y luego como diputado, el peso de tan ardua labor. Fue el verdadero líder de la autonomía vasca y ello le dio ocasión de manifestar su gran talento de organizador y su gran capacidad de trabajo. Con­sagró todos los momentos de aquella intensa etapa de su vi­da a la dirección de la campaña estatutista. Fue una época de dinamismo vertiginoso para todos los que de ello nos ocupábamos y mucho más para él. Hubo dificultades enor­mes, contrariedades amargas, obstrucciones burdas o suti­les. La República, así la veía Agirre, nos ofrecía una ocasión única de recorrer rápida y provechosamente una etapa deci­siva para la restauración, aunque fuese parcial, pero no era despreciable, de la personalidad nacional vasca. Era la pri­mera vez en la historia que la parte peninsular de Euzkadi podía tener expresión conjunta y ser reconocida legalmente. La República favorecía los destinos del país y el país estruc­turado consolidaría a la democracia peninsular todavía muy vacilante. Pero esto no lo entendían muchos republicanos a quienes nuestro catolicismo les daba motivos de sospecha. Tampoco lo entendían los católicos españoles, a quienes la consolidación de la democracia les hacía temer por la si­tuación religiosa, y más que por ella, porque se abría camino a avances sociales incompatibles con privilegios económicos inaguantables en un sistema político moderno. Agirre tuvo que luchar contra esos dos adversarios. Los hombres de fe republicana fueron más fáciles de convencer y vinieron, muchos de ellos con entusiasmo, al autonomismo, aunque no dejaban de manifestar sus reticencias porque, dado el es­tado de la opinión del país, temían también que el benefi­ciario del Estatuto fuese con mucho el nacionalismo vasco.

Las llamadas «derechas» que habían formado con los patriotas vascos la «Minoría Vasco-Nabarra» de la primera legislatura republicana y que durante un tiempo se agarra­ron a la solución autonómica como a un salvavidas, fueron alejándose de nuestro campo y llegaron a combatir sañuda­mente nuestras aspiraciones y torpedear arteramente nuestra labor. Los tradicionalistas y los que se decían sucesores del fuerismo no podían oponerse a las demandas autonómicas, pero su fuerismo o su carlismo encontraron pretexto para declarar incompatible el Estatuto con la «reintegración foral» y, por la misma razón que los republicanos, temiendo un auge nacionalista si la unidad del país se realizaba, opta­ron por la especiosa solución de oponer el Estatuto Vasco los estatutos «provinciales». Nabarra les ofrecía magnífico pretexto para ese torpedeamiento y consiguieron desgajar Nabarra. Todo ello no era, sin embargo, más que maniobras de diversión. Lo que realmente se proponía la derecha vas­ca, confundida con la derecha española, era acabar con la República al precio que fuera, aunque fuese al precio de una guerra civil que, a pesar de haber sido horrible, no parece, al cabo de veinticinco años, haber acabado con las furias béli­cas de los profesionales de los pronunciamientos. Desde la sublevación de Sanjurjo, en Agosto de 1932, que tuvo por una de sus causas la inminente aprobación del Estatuto de Cataluña, y sobre todo desde comienzos de 1934 —fecha del acta de Roma firmada por los Sres. general Emilio Barrera, Rafael Olazabal, Antonio Lizarza y Antonio Goicoechea, la decisión firme y la meta única era la de…”

Aquí se trunca el borrador del trabajo que preparaba Landaburu sobre Agirre. La gran biografía cortada por la muerte del propio Landaburu, su colaborador y amigo.

A este trabajo inédito le añadimos seguidamente el artículo que publicó Landaburu en la revista del PNV, «Alderdi», con motivo del fallecimiento de Agirre. Es otro tes­timonio escrito con el corazón, a poco de producirse la muerte de José Antonio. Decía así Landaburu:

Después de la muerte del Lendakari

F. Xabier de Landaburu

Cuando Agustín Alberro y yo, avisados con urgencia, llegamos a casa de Agirre hacía las seis de la tarde del 22 de Marzo, el Lendakari era ya cadáver. Su cuerpo estaba aún caliente, pero aquel corazón había dejado de latir. Un médi­co había comprobado la defunción. Rápidamente llegaron también Leizaola, Onaindia, Irujo. Los hombres que, como otros muchos, serenamente, sin jactancia y sin miedo, hubiéramos dado nuestras vidas por la suya, no podíamos ha­cer ya por José Antonio más que llorar y rezar.

La última vez que le vi en vida fue el sábado 19 de Mar­zo, San José. Como de costumbre, salimos en grupo hacia la una de la tarde, al terminar el trabajo en la Delegación. En la esquina de la avenida Mozart nos paramos un momento. Él me hizo varias indicaciones para la semana siguiente y, también como de costumbre, acompañado de Irujo y de Leizaola se fue al «metro» y quedamos en Passy Alberro y yo. Esa mañana, en su despacho, el Lendakari nos dijo que notaba algo como de gripe. La víspera, el viernes 18, estuvi­mos reunidos mañana y tarde por habernos llegado una in­dicación del Partido Nacionalista Vasco sobre los jóvenes presos en Bilbao, y estudiamos lo que convendría hacer por ellos. De allí, como algunas tardes, fuimos a tomar un vaso de cerveza en uno de los cafés del barrio. El lunes quedó en cama. El martes hizo avisar que trabajaría en su casa y vendría el miércoles al despacho. Un nuevo aviso telefónico en la misma mañana del martes nos hizo pensar en que la dolencia podría ser grave y nos inquietó, pero nadie podía adivinar lo que iba a ocurrir sólo a unas horas más tarde.

La primera reacción ante una tragedia de esta magnitud es que el hombre no sabe nada, no se explica nada, recorre la vida como una paja movida por el viento. Sentimental­mente, toda desgracia es una injusticia, y racionalmente, el adelanto científico que a veces nos parece gigantesco, no es todavía más que el paso vacilante del niño que empieza a an­dar. La ciencia llega a conocer la enfermedad, sus orígenes y sus consecuencias, pero la muerte sigue siendo mucho más que un resultado patológico. La muerte, sobre todo la muer­te prematura, no tiene justificación en el marco de la razón y mucho menos en la esfera afectiva. La muerte de un líder en pleno combate cívico es todavía más absurda. Sólo la fe re­siste a la prueba, y la fe, si no explica, consuela.

Los perseguidos, los expatriados, los que nos sentimos políticamente honestos y palpamos la honradez de nuestros compañeros de ruta, tenemos prisa porque antes de la deci­sión inapelable de la justicia inmanente, haya para nosotros y para nuestra causa cuando menos un atisbo de justicia en la tierra. La muerte de José Antonio nos ha robado mucho como amigos; la muerte del Lendakari es atrozmente ilógica y clama al Cielo que el hombre que nos guió en la paz, en la guerra y en el exilio no esté a nuestro frente el día de la liber­tad. Esa obra la concluiremos sus seguidores, la coronará el pueblo —ese pueblo que él amó con tanta pasión— pero de­biera presenciarla quien con estilo propio, la inició, la mode­ló y la perfeccionaba en toda hora de todos los días. No hacía otra cosa, no sabía ya hacer otra cosa; con todo su di­namismo no era más que el objeto tenaz y perpetuamente atraído por un potentísimo imán: Euzkadi.

No puedo relatar aquí todos los momentos que siguieron a la muerte del Lendakari. Unos son demasiado íntimos por contarlos, otros ya han sido referidos, y no quiero volver a recordar otros porque aún acongojan, aún desgarran. Era mucho lo que se nos iba a todos, particularmente a los que tantos años estuvimos tan directa y tan inmediatamente pen­dientes de él. Los días luctuosos de París, en la casa mor­tuoria, en la capilla ardiente de la Delegación, en las honras de su parroquia; el camino de París a Donibane, la capilla ardiente en casa de Monzón, los grandiosos funerales en la solemne iglesia laburdina… Jornadas que han marcado nuestras vidas sin duda para siempre. Jornadas de dolor, primero las del dolor físico, casi sin lágrimas, el dolor de la impotencia ante la tragedia y luego las de un otro dolor más hondo y más manifiesto, pero como suavizado por el bálsa­mo de sentirnos acompañados por todo un pueblo, por aquel pueblo digno y emocionado que pasó la frontera para decir su imponente «agur» al presidente idolatrado. Ese mis­mo pueblo de su amor apasionado, el pueblo vasco.

No eran todos de nuestro pueblo y lloraban muchos hombres. Lloraba aquel amigo mío, viejo libre-pensador es­pañol, al anunciarme que iría a los funerales «porque por es­te hombre yo volveré a entrar en una iglesia». Lloraba acon­gojado otro amigo, joven luchador socialista, apoyado en sus muletas, impedido por un accidente grave todavía re­ciente, pero que no le detuvo para venir a decir su adiós noble, como su tierra aragonesa, al presidente de los vascos. Como lloraba aquel grupo de muchachas euskeldunes rezando unos rosarios en la capilla ardiente. Como lloraba nuestra buena amiga irlandesa, la autora de «L’arbre de Gernika». Y aquella dama ancianita francesa apenas cono­cida, y aquel refugiado catalán, y aquel otro trabajador an­daluz que con su típico acento y sollozando nos decía: «lo pierden Vds. lo perdemos nosotros, lo pierde el mundo».

Quién puede olvidar las palabras rotas de François Mauriac, ni aquellas del venerable Francisque Gay: «Agirre ha sido el único político demócrata-cristiano europeo que nunca ha transigido con los principios». Ni las de Bidault, Bacon, Pezet, Maurice Schumann, ni las de Paul Boncour, Depreux, Henri Torres. Estos y muchos más de todas las fa­milias espirituales que forman el linaje de la aristocracia del pensamiento político vinieron personalmente a hacer su últi­ma visita a Agirre y a reiterarnos una amistad que ahora nos va a hacer mucha más falta. Y luego los cables y las cartas, cartas de antología de muchos franceses, españoles, vascos, y aún de otros de países cercanos y lejanos, que no podían llegar pero querían estar presentes.

Pertenezco a ese grupo de hombres que desde hace trein­ta años ha estado muy cerca de José Antonio de Agirre y que de su compañía y de su dirección hizo un honor, honor hoy de los más sagrados y de los más valiosos. En esta casa de la Delegación de París donde estoy escribiendo todo re­cuerda al Lendakari y revive esa etapa que es más de la mi­tad de mi vida. Tampoco nosotros, esos hombres, podremos ni sabremos hacer más que continuar su obra. Lo hicimos hasta ahora por devoción a la causa. Desde ahora, también por fidelidad, por lealtad, al hombre que la encarnó y que una tarde de Marzo pasado, cuando se iniciaba la primave­ra, la tuvo que dejar repentinamente en su último aliento, sin que Jaungoikoa le diese tiempo para encomendárnosla. No hacía falta. Esos hombres sabemos perfectamente cuál era su pensamiento, cuál hubiera sido su testamento: la li­bertad de Euzkadi. A trabajar por ella.

El último cuadro del Lehendakari Agirre

Miércoles 22 de abril de 2020

En setiembre de 2016 recibí un correo del vasco venezolano Jon Irazabal Zabala. Su ama era Bedite Zabala Otaola, prima carnal de la esposa de José Antonio Aguirre, la tía Mari, hija de D. Constantino Zabala que acababa de fallecer.

Zabala Arrigorriaga, hermano de su aitite D. Martin Zabala Arrigorriaga, entre los dos formaron la Naviera Amaya, que como se  sabe se utilizó al final de la guerra para ayudar al ejercito vasco, armando algunos buques mercantes.

El hermano de su madre D. Juan Martin Zabala Otaola (nombre de Gudari: TXILI), tuvo un papel muy importante en la dirección política de la guerra y termino en el penal de Santoña como muchos otros gudaris.

El otro hermano de su madre el sacerdote D. Silverio Zabala Otaola, fue el capellán de la colectividad vasca  y quien  vivió en Venezuela, como  ellos  y con su empuje personal puso  en marcha  la Cooperativa Los Castores así como varias entidades de tipo social.

El ama de Jon Irazabal  y su familia tuvieron que refugiarse en Saint Jean Pied du Port después de la guerra ayudados por León de Inchauspe (Banca Inchauspe), ya que ayudó a financiar la Naviera Amaya, después de que su tío Constantino se independizara de la Naviera Sota.

Visto estos antecedentes vamos al padre de Jon, autor del cuadro de Aguirre.

Su aita Peli Irazabal Aranzamendi (falleció en 1974) y su ama tuvo que irse luego a Mérida (Venezuela) donde realizó su vida profesional como médico, trasladándose luego a la Plaza Candelaria de Caracas y creando la Clínica Nuestra Señora de Begoña .

Peli era hijo del famoso médico de Galdakao Estanislao Irazabal que tiene una calle en la localidad a su nombre por su trabajo como médico en la Unión De Explosivos Rio Tinto de Galdakao (Zuazo ).

Los  cinco hermanos nacieron en Venezuela.

También sus aitas llevaron los restos del abuelo de Simón Bolívar, enterrado en Ziortza-Bolibar (Bizkaia) a Caracas y fueron recibidos por el Presidente.

Su ama murió con 92 años, amiga de Xabier Arzalluz y de Iñaki Zabala (fallecido).

Con toda esta información tan rica y tan típica de una familia jelkide exiliada en Venezuela  me decía que su aita además de medico era un pintor muy bueno y pintó un retrato a José Antonio Aguirre cuando  el Lehendakari realizó su último viaje a Caracas en el año 1959. Fue el último retrato que le hicieron ya que falleció en marzo del año siguiente, el 22 de marzo de 1960 en Paris.

El ama de Jon, antes de morir, le dijo que le gustaría que ese retrato estupendo de nuestro primer Lehendakari, estuviera  en una alguna oficina del EBB o en otro lugar público que se dispusiera, en Sabin Etxea o en la Fundación Sabino Arana..

Jon quería cumplir la voluntad de sus aitas y me mandó un correo con una fotografía del cuadro que efectivamente está muy bien pintado y capta en su rostro esa imagen de un Lehendakari preocupado por el futuro de su pueblo cuando todas las puertas se le cerraban.

No es muy habitual recibir letras de esta calidad y se lo hice saber al presidente del EBB, Andoni Ortuzar entonces en plena campaña electoral, quedando en recibirle después de las elecciones y esa reunión y entrega se produjo posteriormente en su despacho de Sabin Etxea.

Jon fue acompañado de su esposa y tras la entrega estuvimos departiendo  una hora con el presidente del EBB en su despacho y recordando sus viajes a Venezuela, las películas que se deberían hacer sobre Aguirre, lo hermoso de aquel Centro Vasco de Caracas y la situación que vive Venezuela.

Ortuzar agradeció con calor  el cuadro, y allí mismo descolgó uno que estaba en la pared y colgó  el del Lehendakari que ya forma parte de una Sabin Etxea a la que le faltaba la presencia de Aguirre en retrato. Ahora ya está en la pared del despacho del presidente del EBB.

Una muy buena acción de Jon Irazabal. Eskerrik asko.