El Lehendakari Agirre y la UNESCO

Sábado 18 de abril de 2020    

El Lehendakari Agirre creyó sinceramente que los aliados, tras la II Guerra Mundial, revocarían a Franco. Churchill fue uno de los grandes culpables de que esto no fuera así a cuenta de que un dictador en el flanco sur de Europa les aseguraba a ellos la tranquilidad política, en función de la represión, con el discurso anticomunista oportuno que Franco supo capitalizar, sin mérito alguno. Fue una indignidad absoluta y una afrenta a quienes habían luchado por la victoria de la democracia  contra el nazifascismo.

Ante eso al Lehendakari le tocó ser un peregrino de la democracia trabajando en el exilio español por lograr se respetasen los Derechos Humanos en el Estado Español y en Euzkadi, y tocar todas las puertas y mantener la llama encendida. Con Galindez e Irala lo hizo en Naciones Unidas logrando en 1946 que se retiraran embajadores de Madrid, pero ni un paso más y asimismo tocó las puertas de la Unesco  en varias oportunidades.

Un buen amigo me lo comentó a raíz de estos artículos. Su Aita, un resistente vasco perseguido, había sido un gran admirador del lehendakari y tenía su foto en su despacho de Bermeo, tratando en 1956 de visitarle en Paris en un viaje en Londres. Él es quien me ha facilitado este documento que transcribo a continuación recordando que la Unesco, nacida en 1945, resume su nombre y  actividad como organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, Unesco, con sede en Paris, muy cerca de donde estaba la sede del Gobierno Vasco en el exilio. En ella trabajaron personalidades de primera como Javier Landaburu, D. Alberto de Onaindia, Antonio Gamarra y lógicamente esta fue una de las puertas que Agirre tocó en su exilio para temas tan concretos como para evitar que se reconociera la dictadura de Franco y se contemplara la situación del euskera bajo una feroz dictadura.

Que por hacer no quedara por eso queremos dejar constancia, de lo mucho que se movió el Lehendakari en estos dos testimonios.

GOBIERNO DE EUZKADI

Presidencia

50, Rue Singer – París (16’éme)

Señor Presidente y Señores Miembros del Consejo Ejecutivo de la U.N.E.S.C.O.

Señor Presidente, Señores:

Ya en otras ocasiones, el Gobierno Vasco en exilio ,que tengo el honor de presidir, se ha dirigido a la UNESCO llamando la atención del Con­sejo Ejecutivo y de los Delegados Nacionales, sobre los constantes atentados que sufre la cultura del Pueblo Vasco bajo el régimen del General Franco.

Este hecho insólito, anacrónico sobre todo en países enclavados en el Occidente de Europa, adquiere hoy una gravedad mayor, teniendo en cuenta que el Estado Español es miembro de la UNESCO, con todos sus derechos.

Hemos denunciado anteriormente la política sistemática de genocidio cultural que se sigue contra el Pueblo Vasco, unas veces con brutalidad, otras con disimulo e hipocresía.   Nada es extraño, allí donde la libertad de expresión ha sido suprimida totalmente.

El poder dictatorial oprime políticamente a todos los ciudadanos del Estado, pero en el caso vasco, como en el catalán y el gallego, la persecu­ción es doble, pues va orientada directamente hacia la supresión de la cul­tura peculiar del País, impidiendo, entre otras cosas, la utilización del idioma propio en la prensa diaria, después de haber decretado su exclusión de toda clase de centros de enseñanza.

Así vemos que la Universidad Vasca, creada por el Gobierno de Euzkadi (País Vasco), conforme a las disposiciones del Estatuto de Autonomía, fué suprimida, sin que se haya restablecido hasta hoy.   Sus profesores fueron unos perseguidos, otros encarcelados y algunos están en el exilio.

No dejará da extrañar que, entre todos los antiguos reinos y señoríos de la Corona da España, lo mismo en Europa que en América, sea el País Vas­co al único que no cuenta con una Universidad oficial.

La persecución a la lengua vasca va desde la cuna a la tumba.

Ya el 18 de mayo de 1938, el Ministerio de la Justicia del Gobierno del General Franco prescribía la traducción al castellano de todos los nom­bres propios que figuraban en los Registros del Estado Civil (nacimientos, matrimonios y defunciones), que no pueden ser inscritos en otra lengua que el español.

El 1º de abril de 1947, una Orden del Ministerio de Educación Nacional, prohibía el empleo de la lengua vasca en siete revistas religiosas publicadas en Guipúzcoa, que querían consagrar algunas columnas al idioma del País. Ninguna de las antiguas revistas ha reaparecido hasta la fecha.

Más de cien periódicos, revistas o semanarios de toda naturaleza, han sido suprimidos y confiscados en el País Vasco por el régimen actual de Es­paña.

El 27 de octubre de 1949, una disposición del Gobernador Civil de Viz­caya, obligaba a las familias propietarias de tumbas y monumentos funerarios sobre los que figuraban inscripciones en lengua vasca, a retirar los epita­fios y reemplazarlos por inscripciones en castellano. Adjuntamos una foto­copia de la disposición antedicha, que causó en su día profunda indignación en todos los medios de la sociedad civilizada.

Estas medidas no han sido aún rectificadas.

Todavía en el año 1952, las autoridades del Gobierno del General Fran­co en el País Vasco, impusieron diversas multas a jóvenes cuyos nombres vascos habían sido publicados con ocasión de una fiesta de beneficencia de carácter religioso.

Sigue hasta hoy suprimido este empleo de nombres en toda clase de docu­mentos oficiales.

Unidos estos hechos a la supresión de toda especie de sociedades cultu­rales, como «Eusko-Ikaskuntza» («Sociedad Internacional de Estudios Vascos») y su órgano, la Revista Internacional de Estudios Vascos, así como una mul­titud de asociaciones culturales y revistas de todas clases, incluso de or­den religioso, constituyen suficientes detalles para concluir que el Estado Español actual infringe las normas y los fines para los cuales fué creada la UNESCO.

Según los términos del acta constitutiva de vuestra organización, ella tiene por finalidad «Contribuir al mantenimiento de la paz y de la seguridad, con el fin de asegurar el respeto universal de la justicia, de la ley, de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales para todos, sin dife­rencia de raza, de sexo, de lengua o de religión, que la Carta de las Naciones Unidas reconoce a todos los pueblos».

El régimen del General Franco no cumple estas finalidades, y repitiendo ideas que expusimos en anterior escrito de protesta por la admisión de dicho Gobierno en la UNESCO, añadiremos hoy que sería más lógico que las culturas perseguidas por ese régimen, como la cultura vasca, sean admitidas y, en to­do caso, protegidas por ese organismo internacional.

Ruego al Sr. Presidente del Comité Ejecutivo de la UNESCO y a los demás componentes del mismo, tengan por recibido este escrito, dando cuenta de su contenido a la Conferencia General que se va a celebrar en Montevideo, adoptando en consecuencia aquellas resoluciones que permitan el libre desen­volvimiento de la lengua y cultura vascas, hoy perseguidas por un Estado miembro de la UNESCO.

Reciban, con este motivo, el testimonio de mi consideración más distin­guida,

París, 20 de Octubre de 1954.

No fue esta la última vez que el lehendakari protestó.

Lógicamente estas protestas incomodaban al régimen que no aceptaba lo que consideraba una “injerencia” en los asuntos internos de la dictadura. Pero esa lluvia fina, de Agirre, que tenía gran prestigio internacional por una parte y la mala conciencia aliada por la otra, de alguna manera, lograron  que poco a poco y a través de la iglesia el régimen abriera la mano permitiendo el nacimiento de las Ikastolas .Es una historia que creemos debe ser conocida.

Vivencias de Uzturre con el Lehendakari Agirre

Viernes 17 de abril de 2020

El tolosarra Jesús Insausti tomó como seudónimo el nombre del monte de su pueblo “Uzturre”. Periodista, escritor, activista del euskera, sindicalista, encarcelado, presidente del EBB, de la Fundación Sabino Arana, buena  gente. Él nos contaba cosas de Agirre, Rezola, Landaburu y Leizaola. Lamento no haberle grabado en su día más vivencias, aunque tengo estas que expongo a continuación del bueno de  Uzturre con y sobre Agirre.

En Bilbao, en el barrio de Matiko, hay una plaza que lleva su nombre y que el año pasado el ayuntamiento remodeló de arriba abajo quedando un espacio diáfano en un lugar empinado. Un buen trabajo.

Nos contaba Jesús.

“Andaba yo por mis 20 años cuando conocí al que iba a ser el primer Lehendakari  de los vascos. Fue en Tolosa, en mi pueblo. Allá por el año 32. No me imaginaba  entonces ni por lo más remoto lo que José Antonio de Agirre iba a signi­ficar en mi vida.

Fueron los años 30 después de la dictadura del General Primo de Rivera de un intenso renacer de la vida vasca en to­dos los dominios empezando por el del Partido Nacionalista Vasco. Y en aquel renacer de ilusión y de esperanza descolló la figura joven y deportiva de José Antonio de Agirre que se convirtió como por arte de magia en el conductor de un pueblo.

José Antonio iba mucho a Tolosa camino de Amasa.  Aquí, en el caserío-restaurante «Aranzabi» solía reunirse con sus compañeros nacionalistas del Partido en el parla­mento de Madrid y con los miembros de Euzkadi Buru Batzar. Todo un grupo de ilustres tolosarras solían estar también en aquellas reuniones. Aitzol, Pepe Eizagirre, Ló­pez Mendizabal, Doroteo Ziaurritz, Juan Antonio Irazusta…

En «Aranzabi» se fraguó una parte importante de la política del Partido Nacionalista durante aquellos años y se discutieron los temas políticos que luego desarrollaba José Antonio en los deliciosos artículos que llevaban la firma de «Etxenagusia» y también de allí salieron no pocos de los editoriales dominicales en euskera que aparecían en «El Día» de Donostia con la firma de «Jon Andoni» que era el diputado en el Congreso José An­tonio Irazusta.

Uzturre nos comentaba que no sabía como estaba  «Aranzabi

Tampoco quiero saberlo. Me lo imagino siempre tal como me ha acompaña­do su recuerdo en los largos años de cárcel y de exilio: un caserío como tantos otros de nuestro país, que sin dejar de ser caserío, estaba acondicionado para restaurante y cuya cocina era de las mejores del país.

Según me han dicho, los dueños de «Aranzabi» conser­van como un museo la pieza donde José Antonio de Agirre se reunía con sus amigos. ¡Qué gusto daba estar allí cuando cantaba o alborotaba el viento en la chimenea y cuando lle­gaban al interior en invierno los ecos de una tormenta o tam­borileaba la lluvia en los cristales!

Y terminaba Uzturre.

No  sé si volveré a ver «Aranzabi». Poco me importa. Me acompañará siempre su recuerdo tal como era cuando conocí a José Antonio de Agirre en mi primera juventud y cuando ni por asomo podía pensar lo que ésta iba a signifi­car en mi vida.

Era en el año 1947. Acaso en el 1946. Hacía ya más de mes y medio que me encontraba preso en Madrid en los ca­labozos de la Dirección General de Seguridad.

Había caído en las garras de la Brigada Político-Social desde un atardecer en que dos policías, uno de ellos llamado Conesa, me echaron mano a punta de pistola en la madrile­ña calle del Arenal.

En lo militar, una vez procesado, dependía del Coronel Enrique Eymar Fernández, jefe de un tristemente célebre Juzgado Especial de Represión.

Una noche, o una madrugada, una pareja de guardias me llevaron a la oficina que el Coronel Eymar tenía en la Di­rección General de Seguridad. El Coronel me notificó que vista la gravedad de mi asunto el Consejo de Guerra se celebraría dentro de 48 horas allí mismo, en la Dirección Ge­neral de Seguridad.

Se trataba, pues, de que yo designara mi abogado defen­sor en una lista de cuatro o cinco militares que puso ante mis ojos. Cumplido este requisito me condujeron de nuevo a mi calabozo.

Veía cercana la muerte. Al día siguiente, debía ser ya muy de noche, abrieron la puerta de mi calabozo y un guar­dia hizo señas a alguien. Entró un militar, coronel de artille­ría. Nunca he sabido su nombre. Me saludó muy atentamen­te y sin más preámbulo me dijo que podía dormir tranquilo. «Su Consejo de Guerra no se celebrará en el plazo propuesto por el Coronel Eymar y esto quiere decir que ya ha salvado Vd. su cabeza».

Quedé boquiabierto, asombrado. ¿ de parte de quien me visita Vd.?, le pregunté. No se preocupe Vd., me respondió. «Los buenos amigos que tiene Vd. en el extran­jero están removiendo cielo y tierra», añadió.

Me felicitó dejándome cuatro pitillos y algunas cerillas. No podía ser más generoso, me dijo, pues dentro de una ho­ra se cambiaría la guardia. Y el coronel de artillería salió del calabozo después de estrecharme afectuosamente la mano.

Cuando el guardia echó el cerrojo y empecé a saborear el deseado pitillo daba gracias a Dios.

El hombre que estaba removiendo cielos y tierra en París para ayudarme era el Lehendakari. Velaba por mi vida como velaba por la de todos aquellos que en Euzkadi y en España estábamos metidos en la lucha de la causa del pueblo vasco al servicio del Gobierno Vasco en el exilio.

Así era José Antonio de Agirre. Así era el Lehendakari.

Nada tiene de extraño que yo venere la memoria del que fue el primer Lehendakari  de los vascos. Esta veneración es compartida por mi  Pruden que guarda como oro en paño una carta de él procedente de París que recibió en Bilbao.

Esta carta, por los caminos secretos que llevan a todas las prisiones del mundo, entró y salió de la cárcel de Guadalajara donde cumplía condena con otros patriotas vascos.

¿Por qué no confesar que al leerla lloré como un niño? Lloré de alegría.

La carta, en euskera, de fecha 5 de julio 1950, dice así en castellano:

Sra. Prudencia Ibargüen Sra. y compatriota:

Me entero con emoción de la fortaleza y el tesón con que lleva Vd. la pena y los pesares que le ocasiona el encarcela­miento de su marido. Tampoco me olvido de la desgracia de su marido como tampoco olvidaré lo que hizo y sigue ha­ciendo por la patria. Quiero expresarle a Vd. mi profundo agradecimiento. Sin duda que no tardará en llegar para Vd. el día de la felicidad. Es lo que deseo de todo corazón. Al­gún día la patria les pagará con creces las penalidades de hoy.

Reciba Vd. mi saludo más cariñoso.

Firmado: Agirre’tar Joseba Andoni

En efecto, bastante tiempo más tarde nos llegó a mi mu­jer y a mí la felicidad que nos deseaba el Lehendakari. El día 19 de mayo de 1951 me fugaba de la prisión donde cumplía condena y un mes más tarde me encontraba en París. El 31 de agosto del mismo año abrazaba a mi mujer. La organiza­ción vasca trabajó a tope. Nada más pasar la «muga» por la montaña recibí por teléfono desde París la felicitación de José Antonio Agirre.

Así era el lehendakari

Era en los años 50 en Francia. El 52 ó el 53. Me en­contraba en Toulouse a donde fui a visitar a Paulino Gó­mez, Consejero del Gobierno Vasco en el exilio, en nombre del Lehendakari. En la «place Richelieu» me di de narices con un tolosarra.

Normalmente no nos hubiéramos mirado a la cara. Él era comunista y yo nacionalista. Nos abrazamos como viejos amigos. Es verdad que la desgracia hermana y acorta las distancias.

Fuimos a un café. Al fin y al cabo, a pesar de todas las diferencias, estábamos todos en el mismo barco, habíamos ido a la misma escuela y habíamos hecho las mis­mas travesuras en nuestra vieja Tolosa.

Refrescamos viejos recuerdos. Pero a mí me parecía que mi paisano era presa de alguna preocupación. Le encontra­ba terriblemente nervioso.

Era normal. Se hallaba en una situación delicada en extremo. Como que estaba a punto de ingresar en la cárcel.

Es el caso que mi paisano y ya amigo había sido una de las grandes figuras en la resistencia contra los nazis alemanes durante la Segunda Guerra Mundial en la zona del Midi de Francia. Cuando los guerrilleros se desembarazaron de los alemanes, mi paisano fue durante no pocos días el jefe de plaza de Toulouse, y como tal hizo requisas de calzado y vestimenta para los guerrilleros firmando a cambio numero­sos recibos o vales.

Pasó el tiempo y un buen día se le reclamó el pago de los vales que había firmado. Todavía estaban los comunistas franceses en el Gobierno del General De Gaulle. Mi paisano no prestó gran importancia a la reclamación.

La cosa siguió su curso pero otro buen día la referida reclamación le llegó por vía judicial. Planteó el asunto a Santiago Carrillo y juntos subieron a París, donde si no re­suelta la reclamación quedó en suspenso.

Pero he aquí que pasado algún tiempo mi paisano se en­cuentra en el seno del Partido Comunista de España en una situación más que delicada. Por razones que no viene a cuento y que además hoy en día parecerían increíbles se pro­duce una ruptura entre él y el Partido.

En aquellos días en que reinaba el stalinismo más cerra­do, una ruptura con cualquier Partido Comunista era cosa muy seria y muy grave. Mi paisano fue objeto de burdas campañas de difamación y de la noche a la mañana se en­contró al margen del Partido, y en la mayor soledad, vili­pendiado por los comunistas y mal visto por los que no lo eran. Toulouse se convirtió para él en un infierno.

Se produjo otra cosa aún más grave, y es que al mismo tiempo que la ruptura con el Partido, como por encanto, sa­lió a relucir el asunto de la reclamación judicial que se cifra­ba en muchísimos miles de francos. Tenía un plazo límite para efectuar el pago o su perspectiva inmediata era la pri­sión. Y era casado. Y tenía dos hijos. Un drama humano al margen de todas las otras consideraciones.

Me contó su historia con todo detalle. Traté de animarle. Aquella misma noche iría a París y al día siguiente a primera hora hablaría con el Lehendakari  para ver si se podía hacer al­go práctico en su favor.

«No vale la pena», me respondió. «Cuando el Partido se propone hundir a uno todo lo que se haga es inútil».

Al día siguiente a primera hora me encontraba con el Lehendakari en París. Le puse en antecedentes de lo que le ocurría a nuestro amigo de Toulouse.

El lema de José Antonio de Agirre, uno de sus lemas fundamentales, era el de «vasco ayuda al vasco». También en este caso procedió con arreglo a este lema. Para él se tra­taba de ayudar a un vasco y nada más. Se puso al habla por teléfono con su gran amigo Georges Bidault, entonces Mi­nistro de Relaciones Exteriores del Gobierno francés. Este preparó una entrevista con Robert Schumann, Ministro de Hacienda.

Y cuando mi amigo se veía ya en la cárcel, recibió por vía judicial la notificación de que su asunto quedaba en suspen­so y un mes aproximadamente más tarde se produjo  la para él fantásti­ca noticia del sobreseimiento de su causa.

Así era el lehendakari Agirre. Pasó la vida haciendo el bien, poniendo en ejecución su lema de «vasco ayuda al vasco».

Era también en los años 50. En París. ¿1955? ¿1956? Po­co importa.

Yo tenía problemas con una rama de la policía francesa y en cierto momento estos problemas se agudizaron.

Sólo un exiliado político es capaz de comprender lo que supone tener problemas con la policía del país de acogida. Se siente uno tan desamparado, tan poca cosa. Yo no era una excepción.

Vivía entre la inquietud y la zozobra, entre el desaliento y la impotencia. Me parecía como si se me estuviera envol­viendo en una tela de araña, como si existiera una confabu­lación de policías para perderme.

El Lendakari tenía conocimiento de lo que me ocurría y comprendía y compartía mi preocupación. Como hombre de arranque que era decidió coger el toro por los cuernos. Así lo hizo. Solicitó una audiencia al gran jefe de la rama policial que me amargaba la vida.

Concedida inmediatamente la audiencia el Lehendakari fue directo al grano tras la exposición de rigor referente a mi persona.

– «¿Desconfían Vds. de mí?», preguntó a su interlocu­tor.

«¿Cómo puede Vd. hacerme una tal pregunta, Sr. Presi­dente?».

La respuesta del Lehendakari no pudo ser más directa:

«Pues si desconfiaran de Insausti es como si descon­fiaran de mí».

Desde aquel día terminaron mis problemas con la policía francesa.

Así era el Lehendakari Agirre. Todo corazón. Amigo de sus amigos hasta las últimas consecuencias.

El Lehendakari  Agirre era un hombre de arraigadas con­vicciones cristianas. A ellas ajustó su vida. Creía en lo que decía y hacia lo que decía. Por eso arrastraba. Hoy conti­núan siendo un ejemplo y una esperanza las palabras de nuestro primer Lehendakari.

¿Cómo era en sus convicciones cristianas?

Recordaba el Lendakari aquel caso que cuenta Montalambert, según el cual, estando él en París, vio una iglesia en que las condecoraciones, las espuelas y el brillo de los sables reñían con la humildad y la austeridad que debía tener la ce­remonia religiosa que en ella se celebraba, y decía: He aquí una iglesia rica, pero he aquí un pueblo pobre en fe.

Montalambert fue a Irlanda y allí topó con una ermita humilde, humildísima, donde un sacerdote celebraba el sacrificio de la misa ante una magnífica multitud de hijos de la heroica Irlanda, y dijo: He aquí una iglesia pobre, pero he aquí un pueblo rico en fe.

La conclusión del Lehendakari era la siguiente: Nosotros, entre esa iglesia pobre de Irlanda y aquella rica de París, re­luciente de cascos, espadas y espuelas, nos quedamos con la humilde iglesia de Irlanda, porque entendemos que así servi­mos mejor a nuestros espíritus cristianos y es garantía de li­bertad al mismo tiempo que de la verdadera fraternidad».

Quedaron ancladas en nosotros aquellas palabras del Lendakari Agirre: «¿Por qué vino Cristo a este mundo? ¿Vino Cristo a la tierra para ayudar al poderoso o para le­vantar y consolar al humilde? Nosotros, entre el poderoso y el humilde, estamos con el pueblo, porque de él venimos, nacimos para el pueblo y estamos luchando por él».

¿De dónde sacaba el Lehendakari Agirre esas concepciones tan reales y tan audaces?, se preguntaba Xabier de Landaburu. Nada más y nada menos que de su propia concepción del cristianismo, que veía en su fe cristiana el imperativo de un deber progresista que en lo social no tenía fronteras y que en lo político sólo estaba limitado por la supervivencia de la libertad.

Las palabras, cuando no son expresión de una conducta las lleva el viento. Las que nos dejó el Lehendakari Agirre tienen la solidez de la roca para nosotros. Sus palabras eran su conducta. Lo eran para aquella juventud que hizo la guerra, que conoció las cárceles y los pelotones de ejecu­ción, que recorrió los caminos del exilio, y que hoy, enveje­cida, la que queda, sigue recordando con pasión al hombre que fue su esperanza.

Si el Lehendakari electrizaba, era porque los que lo oían se daban cuenta de que él creía firmemente en lo que estaba di­ciendo. «Nosotros no predicamos la bayoneta, la bomba, el explosivo, para la conquista de ideas y corazones, sino el amor, el amor que es prédica de paz”.

En los últimos años de su vida he visto más de una vez salir de su despacho de la rué Singer, de París, a jóvenes pro­cedentes de Euzkadi que iban a verle y exponerle sus in­quietudes y preocupaciones y a expresarle también sus quejas, y que me decían con entusiasmo al salir de su des­pacho.

«Puede uno estar en acuerdo o en desacuerdo con este hombre, pero hay que reconocer que cree en lo que dice».

Es que además el Lehendakari sabía estar horas escuchan­do. Su interlocutor se daba cuenta de ello. Y aunque no es­tuviera de acuerdo con él, terminaba siéndole simpático aquel hombre que miraba fijamente a los ojos y era todo oídos.

Así era el Lehendakari Agirre!            

¿Cómo era José Antonio de Agirre en lo social?

Cuando yo tenía 20 años y cantaba todas las ilusiones, los jóvenes cantábamos una esperanza.

  No queremos a Gil Robles

ni tampoco a Valladares

   Queremos a José Antonio

    ¡Agirre!

   Con sus doctrinas sociales

En efecto, José Antonio de Agirre cantaba en nuestros corazones un himno a la esperanza en una patria libre en la justicia social. La libertad en la fraternidad vasca. Así de sencillo. Una democracia económica y social, una democra­cia de participación.

Lo social aparece siempre como la gran preocupación del Lehendakari Agirre antes y después de serlo.

En medio de la guerra, en medio de las peores contra­riedades y traiciones, jamás le abandonó la visión de una profunda renovación social para su pueblo. Entre la libertad y la revolución le animó el servicio de la verdad y el pro­vecho y reivindicación de su patria y de inmutables ideales patrióticos y sociales.

El Lehendakari Agirre no se cansó de repetirnos que era peligroso buscar la afirmación de la individualidad vasca en actividades y posturas hostiles, sino que había que buscarla en el contenido positivo de nuestra historia, en un esfuerzo constante para el perfeccionamiento social, en la lucha por el progreso de toda la humanidad, en concepciones tanto nacionales como internacionales.

La solución de la cuestión social, debía ser, según el pun­to de vista del Lehendakari Agirre, la realización del ideal del renacimiento nacional vasco, ideal nacional y social.

La cuestión social era para él una cuestión que interesa a todos los hombres. Nunca la consideró desde el punto de vista de una sola clase, sino desde el punto de vista de la co­munidad vasca en un marco de justicia. Para el Lehendakari Agirre la cuestión social interesaba a todos y debía tener una solución en su conjunto, significando ésto que es deber de todos apoyar las reivindicaciones de los que estaban oprimi­dos y explotados económicamente, significando también que era obligación general ayudarles en su lucha de clase pa­ra la desaparición de la iniquidad de clase.

Tal es el punto de vista social de José Antonio de Agirre apoyado en la historia de su propia nación. De ahí le venía su cariño y la fe que tenía puesta en el sindicato nacional vasco, ELA. Esta organización sindical debía ser según el punto de vista del Lehendakari Agirre el motor del renacimien­to vasco en lo social, la punta de lanza en la búsqueda de una sociedad vasca más justa y más humana.

No vale afirmar —solía decir— que lo que el comunismo persigue es falso, que todo cuanto el socialismo ansia es fal­so. El Lehendakari Agirre era anticomunista por su concepción totalitaria y por su dictadura , pero solía decir que existen dos clases de anticomunistas, uno negativo que fabrica comunistas, y otro positivo que abre vías de conci­liación. El estaba en el anticomunismo que tanto como posi­tivo lo llamaba constructivo. «¿Es que acaso esas muche­dumbres se mueven todas ellas por utopías o encadenadas en todo a la falsedad?».

El no a esta pregunta que solía hacerse a sí mismo tenía rotundidad. «No; en nuestro movimiento (nosotros con nuestro pensamiento cristiano lo vislumbramos) hay un fon­do innegable de justicia, un clamor de muchedumbres que piden una renovación de esta sociedad hipócrita y podrida, donde se quema aquello que hace falta a los que se mueren de hambre».

El Lehendakari Agirre nos decía creyendo en lo que decía que a nosotros, a través de nuestro pensamiento cristiano, el avance social ni nos asusta ni lo tememos, que un pensa­miento cristiano puede iluminar un programa de profundo y renovador sentido social.

Es natural. El Lehendakari Agirre, idealista y renovador social de inspiración cristiana, adoptó un punto de vista crítico respecto del marxismo, y ante todo de su base filosó­fica, el materialismo histórico. La cuestión social no fue pa­ra él una cuestión puramente económica, sino ante todo de renovación y de convicción moral.

Para él, cualquiera que sea la manera como se de­sarrollen los acontecimientos, son los hombres los que hacen la historia; la historia es el resultado de tendencias múltiples y diversas de voluntades y de la acción de cada uno en el mundo exterior. Lo que se precisa saber —decía el Lendaka­ri Agirre— es qué es lo que quieren esas multitudes de indivi­duos.

El Lehendakari Agirre no creía como creen los marxistas que la iniquidad social se puede abolir por simples reformas económicas. Hacían falta previamente reformas de hábitos e ideas.

La sociedad vasca del futuro que veía José Antonio de Agirre, debía tener un amplio sentido de la justicia, una re­lación de sinceridad con el hombre: de aquí vendrían y se mantendrían unas reformas sociales y culturales más en ar­monía y más conformes con la justicia.

Por eso que ya en mi juventud anterior al desastre de nuestra guerra cantábamos a voz en grito aquello de

Queremos a José Antoni

                            ¡Agirre!

                            con sus doctrinas sociales

                            Así era el Lehendakari Agirre”.

Mari Zabala, viuda de José Antonio Agirre

Jueves 16 de abril de 2020

No conocí a José Antonio de Agirre, aunque si a su viuda Mari Zabala. Estuve varias veces con ella en su casa de Donibane y  en la de Algorta, detrás del ayuntamiento de Getxo. Cuando Carlos Garaikoetxea fue elegido en 1979 presidente del Consejo General Vasco, como primer acto del nuevo presidente  le acompañé a dos lugares. A la tumba de Juan de Ajuriaguerra en el cementerio de Ibarrekolanda en Deusto y a visitarle a Dña. Mari Zabala Aketxe, viuda del Lehendakari donde pudimos hablar de muchas cosas. En aquellos tiempos se cuidaban más estos detalles.

El recuerdo que tengo de ella es de una señora muy amable, elegante, familiar y muy fumadora. Eran tiempos en los que fumar no era aparentemente peligroso y ella lo hacía, comentando en la , que José Antonio fumaba mucho, y, en los últimos años con boquilla. Nos dijo que habían estado de viaje de novios en Noruega. En ese año, José Antonio era diputado en el Congreso y luchaba en pleno bienio negro para sacar adelante el primer estatuto de autonomía.

El matrimonio tuvo tres hijos, Aintzane, Joseba  e Iñaki y una vida de aventura. En su fuga vía Berlín, Doña María era la Vda. de Guerra, un venezolano de los Andes fallecido, personalidad que le sirvió de tapadera en aquella rocambolesca huida, datos que describe Agirre con humor en su libro “De Gernika a Nueva York, pasando por Berlín” .

La fotografía que ilustra este trabajo es del día en el que en Getxo, en mayo de 1978, se inauguró este recuerdo al lehendakari  donde aparece un perfil de Agirre con el mapa de Euzkadi completo. En el acto estuvo el entonces presidente del EBB, Carlos Garaikoetxea, Aurora  Vda. de Joseba Rezpola, toda la familia, dirigiéndonos unas palabras, además de Garaikoetxea, el presidente de la Junta Municipal de Getxo que era Peru Garate, muy recientemente fallecido. Tras descubrir el monumento un txistulari  y el público entonaron el Himno Nacional Vasco. La Plaza de la Trinidad resultó insuficiente. Para dar cabida a los miles de personas concentradas con muchas ikurriñas, rótulos y estandartes  de las Juntas Municipales del PNV.

La víspera, los actos de homenaje comenzaron con una rueda de prensa en el Carlton, antigua sede de Lehendakaritza, donde el europeista Guy Heraud, que había sido candidato presidencial en Francia, explicó el motivo de su visita.

Había venido expresamente a los actos de homenaje. Por la tarde y tras una misa en San Antón, nos fuimos todos a la Plaza Nueva que se llenó  de bote en bote y puedo decir que estuvo llena pues se había habilitado una especie de tribuna desde uno de los balcones que dan a la Plaza Nueva y me tocó hablar, y desde allí se veía todo a rebosar, junto a Iñigo Agirre, Eneko Caballero  y Guy Heraud.

Previamente, la viuda del Lehendakari saludó desde ese balcón y la plaza se cayó en aplausos. Varios minutos de una ovación tremenda. Por la noche fuimos al Anboto a una cena organizada por la Junta de Begoña que fue la encargada de los actos. Previamente habíamos puesto una placa en la fachada de la casa de la Calle La Cruz, donde Agirre había nacido. La había esculpido el suegro del burukide Rafa Agirre. Esa placa fue destruida por la extrema derecha  y posteriormente restaurada. Es la que hay en la actualidad.

En los postres intervino Carlos Garaikoetxea, Rafa Agirre, Juan Ajuriaguerra, Iñaki Olarra, y el profesor Guy Heraud, haciendo José Antonio Durañona de traductor al profesor. En el cincuentenario del primer Aberri Eguna celebrado en Bilbao.

Al Lehendakari Leizaola le pedimos un mensaje, que gustosamente nos lo hizo llegar desde Paris, donde  nos decía que los vascos estábamos en deuda con Agirre. Don Manuel de Irujo no pudo venir desde Iruña y nos mandó este mensaje, que describe de maravilla y con palabras precisas, la importancia del Lehendakari. No me resisto a dejar de transcribirlas. Esta  fue la nota:

“Siento no hallarme presente el día del homenaje al Lehendakari. José Antonio era un hombre fuera de serie. El sentido humano, cordial, que sabía dar a sus abrazos, era de esos que no se aprenden en los libros, ni se reciben en la taquilla de una institución de crédito.  He conocido a quienes han realizado un largo viaje por el solo placer de escucharle, de oir de sus labios la proyección del futuro, de recibir un abrazo o un apretón de manos suyo. José Antonio era un inestimable capital.

Las circunstancias en las que le tocó vivir no le permitieron aplicarlo a la vida de Euzkadi en la medida en la que pudo desarrollarse en una situación normal.  El robusto trazo de su paso por la Presidencia de Euzkadi, hubiera sido mucho más marcado y trascendental en una vida civil, de paz y de trabajo.”

Pero no acabaron los actos en dicho monumento. Por la tarde, en la plaza San Nicolás de Algorta comenzó el mitin de homenaje donde hablaron Eugene Goyhenetxe, profesor de la Universidad de Pau, Guy Heraud que dejó claro que Euzkadi no era una región sino una nación, el joven Gorka Aurre en euskera, el catalán Josep Lluis Carles de Unió, José Ángel Cuerda, Xabier Arzalluz  y cerró Carlos Garaikoetxea.

Como se ve, en aquellos años, celebrábamos estas cosas por todo lo alto y con gran entusiasmo, algo que hoy se ha perdido. Nos tocó vivir aquello y lo malo es que en la actualidad, las nuevas generaciones no han palpado, ni sentido   este ambiente de continuidad  histórica y de reconocimiento a los demás.

Cuatro años después y en el cincuentenario del primer Aberri Eguna, DEIA  le hizo una entrevista a la viuda del Lehendakari que la traigo como aporte al conocimiento de la figura de Agirre en el sesenta aniversario de su muerte en Paris. Fue  realizada por María Luisa Idoate que re­corre toda una vida plena de vicisitudes, alegrías y amargu­ras; de exilio y esperanzas trasunta de una existencia en la que no había  cabida para el odio.

Es este el motivo por el que hemos elegido este texto para hablar  de su familia.  Nadie mejor que la compañera de toda una vida para hablarnos de la personalidad de un hombre que es historia en nuestro pueblo.

«Recuerda el primer Aberri Eguna como si lo estuviese viendo. La viuda de José Antonio Agirre, con los ojos un poco ensimismados, mira hacia atrás y deja caer lentamente las palabras: «Se celebró en Bilbao en 1932, y como  hoy lo recuer­do, fue magnífico. Nadie pensó que llegase a ser lo que fue; la gente se volcó. Se bajó por el Sagrado Corazón hasta Sabin Etxea. Casi estoy viendo aquellos vaporcitos de Bermeo que también participaron…» Mari Zabala vio en aquella primera vez «algo que se podía realizar», un recuerdo im­borrable que en los tiempos difíciles le hizo repetir: «Ade­lante, hay que seguir adelante».

¿Cómo fueron los preparativos?

Después de haber vivido la dictadura de Primo de Rivera, todos los batzokis empezaron a organizarse. La gente tenía entusiasmo porque era tiempo de cambio y podía manifestarse.

¿Qué hacías tú en aquellos años?

Entonces estaba todavía soltera. Vivía en Algorta, cerca de José Antonio. No me casé hasta el año siguiente, hasta el 33, y recuerdo que viví los preparativos con mucha ilusión.

¿Participabas en las actividades políticas de José Anto­nio?

Seguía los mítines y las actividades de José Antonio pero siempre en un segundo plano.

¿El mejor Aberri Eguna que recuerdas?

El primero, porque entonces me di cuenta que lo vasco estaba vivo y tenía que seguir vivo.

¿Y el más triste?

Hubo un Aberri Eguna tristísimo. Lo pasé en París, en 1960, po­cos días después de morir José Antonio. No asistí a la ce­lebración, claro. También hubo otro muy triste: Separados, él en Berlín y todos nosotros en Bélgica, sin saber qué iba a ocurrir.

¿Qué significaba el Aberri Eguna para José Antonio Agirre?

La fiesta de la esperanza en el día de la Resurrección. Porque esto de la fiesta de la Resurrección hoy ya se nombra poco. Ya lo dice en su libro: la fiesta de la esperanza, pero celebrada desde y en todos los lugares. En la cárcel, en el exi­lio. Porque no todos los Aberri Eguna han sido felices.

¿Cómo os conocisteis? 

En realidad desde siempre, porque vivíamos muy cerca. Yo entonces tenía 15 años. Sus hermanos estaban también en el mismo colegio. Era el típico conocimiento de la gente que vive en un sitio pequeño. Un trato de amigos, con tem­poradas mejores y peores. Figúrate que él era del Athletic y yo del Arenas. El día que había partido nos mirábamos des­de lejos y con cierta simpática tensión, según el resultado. Entonces se estilaban las cuadrillas de chicos y chicas, por separado. Pa­seabas, te encontrabas, cruzabas algunas palabras. No era como ahora, que vais todos juntos y las chicas están en cual­quier parte, igual que los chicos.

¿Cómo era aquella Mari de 15 años?

Era eso, una chica de 15 años. Poco preocupada de las cosas trascendentales. Tengo muy buenos recuerdos del co­legio, de las amigas. Era una vida fácil y normal en una chi­ca de entonces.

¿Y él?

Optimista, muy optimista. Tenía una fe enorme en nuestro país, en nuestro pueblo. Era de carácter fuerte y yo también —¿verdad, Aintzane?—, pero no tan consecuente como él.

La viuda de José Antonio —como prefiere que se la conozca— ya no participa en los Aberri Eguna. Como el cuerpo le pide tranquilidad, dice haber pasado la «an­torcha» a los hijos. Aunque reconoce que se preocupa mucho más que antes por todo lo que sucede, y, como siempre, prefiere permanecer en un segundo plano.

¿Un segundo plano deseado, Mari?

Siempre permanecí en un segundo plano, y creo que así estaba bien. José Antonio tenía mucha personalidad y yo también. Yo mandaba en casa, pero no fuera. Cada uno a lo suyo. Eran otros tiempos.

Pero su actividad política influiría de algún modo en tu vida…

Él nunca hablaba de política en casa. Era familiar, alegre y cariñoso. Sobre todo alegre. Nunca nos enterábamos de sus preocupaciones. Su aspecto de hombre público sólo lo notábamos por la cantidad de visitas.

¿Quieres decir que nunca os hablaba de política?

En casa, de la política no se hablaba nunca, pero se sentía. El era optimista, pero optimista por disciplina, y gra­cias a esto conseguía no comunicar sus preocupaciones a otros. Era lo positivo en todo, con una gran fe. Los hijos se criaron en un ambiente de gran tolerancia. Era muy abierto en todo y esto se comunica. A los chicos les hablaba en euskera, pero no se lo imponía. Estaba tan convencido que simplemente lo transmitía. Tú sabes distinguir a un conven­cido del que no lo es.

Acostumbrada a esta imagen familiar, Mari recuerda que se sorprendió el día que le oyó dar un mitin durante el Estatuto de Estella: «Estuvo muy acertado y aquel día me sorprendió, porque me di cuenta de la capacidad que tenía para arrastrar a la gente. Tenía carisma con la gente, habla­ba mucho y era muy simpático. Pero en casa era ante todo padre y marido».

¿Llegaste a sentir celos de la política?

No, celos nunca, porque sabía que estaba entregado a ella. Pero algunas veces me parecía excesivo que se entregase tanto. ¡Dios mío, lo que trabajó aquel hombre! Sobre todo por las noches, le gustaba trabajar de noche, y eso que se le­vantaba temprano. Siempre leyendo o escribiendo. Le gus­taba mucho escribir y leer. Libros, libros y más libros. A su regreso pensaba entregar su representación  y dedicarse a escribir. Sobre todo temas históricos. Nos decía que no teníamos una historia escrita por los vascos sino por sus enemigos.

¿Y soledad?

Soledad, tampoco. Él viajaba mucho, pero yo sabía el porqué. Me quedaba un poco apenada, pero sabía que era su gran ilusión.

A pesar de todo, Mari, aunque José Antonio se dejase el trabajo en la puerta de casa, aunque no comunicase sus preocupaciones, llegó un momento en que la política te dio de lleno. Hasta el punto de tener que huir con la casa encima y conocer palabras como campos de minas y exilio. En estos tiempos difíciles, ¿apareció también la palabra miedo?

Sí, hubo momentos de miedo. Los que más recuerdo son los de la guerra: aquella inquietud de que se acercaban por momentos. Aquel barco que nos sacó de Estocolmo. Todavía puedo ver cómo atravesamos aquel campo minado. O los momentos en que estuvimos separados, él en Berlín y nosotros en Bélgica.

¿Y momentos de alegría?

¡Uff, tantos! Cuando nacía un hijo, cuando veía que él actuaba bien, cuando le eligieron presidente del primer Go­bierno vasco… Bueno, entonces sentí alegría y preocupa­ción al mismo tiempo.

Mari, ¿te consideras una persona optimista?

No, optimista no. Yo diría más bien realista.

Sin embargo, recuerdas más momentos buenos que ma­los, das la vuelta a lo negativo, sacando lo positivo… ¿No será que a fin de cuentas te contagió aquel optimismo del que hablas?

No, la verdad es que éramos dos polos opuestos, pero nos complementábamos muy bien. Él me enseñó todo lo bueno que me queda. Si no fuera por José Antonio, yo sería completamente distinta. En la vida te pasan tantas cosas que te van formando. Y si tienes a tu lado a una persona como él —y no es por ensalzarlo—, bueno en tantos aspectos, te deja necesariamente mucho de bueno.

Y tú, ¿le influiste de algún modo?

Yo, en lo que más le pude ayudar es en distraerle de algu­na preocupación, en llevar la casa con orden, en contarle las cosas que yo veía y él ,procesaba.

Luego, aunque no comunicaba sus preocupaciones, tú las conocías…

Sí, claro.

Mari Zabala da el «pego». A primera vista, incluso hablando con ella, es lo más parecido a una balsa de aceite: tranquila, de gesto suave y media voz. Cuesta creerle cuando confiesa que es una persona terriblemente nerviosa. Quizá —como ella dice— las cosas que han ocurrido en su vida tengan mucho que ver con esta falsa imagen de calma.

¿Qué hechos marcaron más tu carácter?

La guerra, la novedad del exilio, los cuatro años en Amé­rica. Aprendí bastante de todo esto.

¿Qué supuso la guerra?

Una tristeza terrible, fue algo inesperado. Pero estas si­tuaciones, cuando uno es joven se llevan mejor y esperas que van a acabar pronto.

Termina la guerra, ¿qué piensas entonces?

Que hay que seguir, seguir hacia adelante. A pesar de las amenazas, que las tuvimos, cuando casi nos secuestran .Fueron años de muchísima violencia, sin derechos humanos, con persecución y tratando de llevar siempre una antorcha encendida en aquella inmensa oscuridad. Y lo hizo.

¿En el exilio?

El exilio supuso un cambio de vida radical. No sentí miedo. Simplemente me preguntaba qué iba a ser de no­sotros. José Antonio repetía que se había perdido la guerra en parte, pero que todo se arreglaría, cuando finalizase la guerra mundial. Cuando yo me pregun­taba qué iba a pasar, me contestaba: «Para adelante, hay que seguir adelante». Salimos de aquí las dos familias, con nuestros padres, y vivimos en París hasta la invasión alema­na. Figúrate si fuimos privilegiados que pudimos huir a Es­tados Unidos, después de un viaje de película y lleno de riesgos de todo tipo. Un Lehendakari disfrazado de panamelo, con una Sra. con hijos pequeños, con la Gestapo por detrás, en el Berlín de Hitler y con todos los falangistas tratando de hacerle lo que le hicieron a Companys.

¿Piensas que fuisteis privilegiados huyendo entre obuses y campos de minas?

Sí, hemos sido unos privilegiados. Dicen: ¡Lo que pasas­teis, lo que sufristeis! Y qué, ¿qué pasamos? Sustos, sólo sustos. Se puede decir que fueron sustos. Y eso que no soy optimista. Reconozco que he tenido una vida interesante, como pocos, y en los recuerdos guardo lo mejor. Y sobre todo mucho agradecimiento al pueblo vasco y a tantas gentes buenas que hay por todas partes.

Y luego, América…

Entonces le ayudé bastante, porque yo sabía inglés y él tuvo la fuerza de voluntad de aprenderlo. Yo también aprendí mucho en la vida práctica. Sobre todo en lo que se refiere a la apertura de   americanos para acoger a perso­nas de mentalidades completamente distintas. En el 46, cuando regresamos a París, volvió a nacer la vida. Sentía un gran optimismo por la victoria de los aliados.

Mari dice que la memoria le hace algunas jugarretas, pe­ro lo cierto es que no le bailan los años ni los recuerdos. A lo mejor no recuerda algo que le pasó ayer, pero aún puede ver cómo sudaba su madre de miedo la primera vez que subió a un avión.

¿Qué piensa Mari Zabala del hoy?

Todo ha cambiado mucho, quedamos los viejos y es nor­mal que todo cambie.

¿Y de todo lo que está ocurriendo, de lo que pasa?

¿De lo que pasa? Eso me pregunto yo: ¿Qué pasa? So­mos tan pocos y tan mal avenidos… Si todos pensamos lo mismo, si queremos lo mismo, habría que limar muchas co­sas en la sociedad vasca.

Mari, ¿qué te ilusiona hoy? ¿Sigues repitiendo aquel viejo dicho: «¡Hay que seguir adelante!».

Me ilusiona el seguir adelante, el que haya paz, y todas esas cosas que se van consiguiendo poco a poco y que son muy importantes, aunque a veces no se tengan en cuenta.

¿Y qué te entristece?

La violencia y toda esa intolerancia: Cosas que impactan aún más a la gente mayor.

¿Algún miedo?

Miedo, no, pero sí cierta preocupación ante la sombra de un golpe.

¿Y fuera de la política?

En la vida se tiene miedo a muchas cosas.

Mari Zabala, o, como ella prefiere, la viuda de José An­tonio, vive con los recuerdos en su sitio cálido  y los retratos que les regalaron los amigos al casarse colgados en la pared.

Cuadros que salieron enrolados al exilio. Uno en cada tabi­que: «El de José Antonio tiene una luz muy difícil para las fotos».

Y por cuarta vez repite que ya basta, que con todo lo que nos ha contado «haréis una cosa pequeñita, ¿no? .Que no sea muy grande, de verdad. Y Ángel  Ruiz de Azua  pide una última foto, delante del retrato. Pero no es la última, porque los disparos se repiten. Una más. A ver, otra, sólo otra. Mari protesta: «Pero, ¡qué horror!, otro rollo. Con lo caras que están las fotos». Y en la misma puerta del ascensor: «Cuidado, dale a este botón, que si no bajas hasta la bodega». Repite: «Una cosita corta ¿eh?». Siempre intentando mantener ese segundo plano, ese hueco escondido y ese cada cual a lo suyo.