Lunes 23 de diciembre de 2024
Un reportaje de Iban Gorriti
La nacionalista bilbaina Aurelia Hernani coincidió en un barco de exilio que encalló en América con el calcutense nobel de Literatura Rabindranath Tagore
Aurelia siempre guardó con cariño esta fotografía con su hermano, tomada en la plaza Elíptica de Bilbao. | FOTOS: ARCHIVO FAMILIAR Un reportaje de Iban Gorriti
La Navidad en casa de Aurelia Hernani Larrañaga olía a peras al vino. Era un clásico de esta familia de Bilbao, eso sí, cuando era posible celebrar las fiestas de fin de año en paz porque por delante tuvieron años de Guerra Civil, exilio en La Pampa argentina, la Segunda Guerra Mundial, persecuciones, pérdida de la empresa familiar con patrimonio incautado por los franquistas…
Aquella “señorita” que siempre conservó con cariño una fotografía en la plaza Elíptica de Bilbao fue profesora de gimnasia sueca y de francés. Bautizada como María Aurelia Josefina Concepción Hernani Larrañaga nació de octubre de 1885 y murió el 11 de julio de 1977. Ambas efemérides en la capital de Bizkaia.
Sus cuitas de idas y venidas, huidas del fascismo, alcanzan para un libro. De marcado seno nacionalista vasco, evocaba con orgullo que había acudido el 25 de noviembre de 1903 al funeral de Sabino Arana, fundador del PNV. Más adelante, conoció al premio nobel Rabindranath Tagore, poeta que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1913, convirtiéndose así en el primer laureado no europeo en obtener este reconocimiento. Coincidieron en un barco que tenía como destino final Argentina. La vizcaina siempre contó a sus familiares que la compañía naviera encalló el viejo barco de guerra Yangtsé a propósito porque el seguro no quería renovar la póliza y de ese modo poder cobrarlo. Valdrían los versos del propio Tagore como metáfora: “Mi día ha terminado, soy como un barco varado en la playa al anochecer, en brazos de la danza de las mareas”. Aurelia contaba que cuando encallaron veía en el horizonte “las luces de Río de Janeiro”, ciudad brasileña.
Previamente, Aurelia había contraído matrimonio a los 21 años con José Antonio Anasagasti Armendariz, a quien había conocido en Portugalete, y tuvieron diez hijos: José Luis, Carmen, Miren, Libe, José Mari, Kepa, Imanol, Maitena, Paci y Loli. “Fue una mujer de porte, usaba gargantilla y vestía de negro, como la gente mayor de su época. En sus años jóvenes usaba sombrero, y le gustaba el color gris perla y lila”, detalla la familia que da a conocer a DEIA por primera vez su testimonio y vida. “Tenía –apostillan- gran personalidad y un carácter tranquilo y bondadoso. Nunca gritaba a los niños y se interesaba por saber cómo le iba a los demás”.
Para entonces había estudiado Magisterio y había impartido docencia durante un corto espacio de tiempo en la escuela de Tívoli. Aurelia y Manuel se mudaron a vivir al caserío familiar de la familia Hernani conocido como Trauko Zar y allí dio a luz sus primeros hijos, José Luis, Maitena –falleció recién nacida- y Carmen.
En tiempos de la república era una estirpe muy conocida en el batzoki de Matiko. Cuando estalló la mal denominada Guerra Civil tras un Golpe de Estado fallido en julio de 1936, unos escaparon, otro acabó en un campo de concentración… Aurelia y los suyos migraron hacia Guriezo, provincia entonces de Santander y hoy Cantabria. Ella daba testimonio en una grabación familiar a la que ha podido acceder este diario: “Un amigo nos dijo: yo les voy a llevar a un sitio, como tienen que admitir a los refugiados, todas las casas tienen que acoger a gente, pues yo le voy a llevar allí. Es un americano que tiene un chalé allí y el padre está en la cárcel y el hijo también, los dos estaban en Santander, en la cárcel. Y nos llevó por la costa y entonces estaba el barco franquista Cervera barriendo toda la carretera tirándonos obuses”.
También sobrevivieron en Catalunya, aún tierra republicana. Residieron en Centelles, provincia de Barcelona. Acabarían en Lapurdi, en Kanbo donde, entre otros refugiados, coincidió con el obispo Mateo Mugika que “se estaba quedando ciego”.
Aurelia hablaba mucho sobre su vida en Argentina, país al que primero viajó su marido y a continuación ella junto a su hija Carmen. Según daba testimonio, al principio le costó hacerse a la vida de La Pampa. “Me costó bastante, claro, a la fuerza. Qué remedio e incluso hice frente yo a un ladrón. Un italiano que se le habían escapado los caballos o los habían echado al campo nuestro, o yo no sé lo que pasó, la cuestión es que les cogimos los caballos y los encerramos en uno de los prados que había allí y vino, había ido al pueblo, aita, y vino a sacar los caballos y le dicen: tiene usted que pagar primero pues se cobraba por el pastoreo y tiene usted que pagar. Dijo, yo saco los caballos y no le pago nada. Ni usted saca los caballos y sino usted se verá entonces con mi revólver. Y yo con más miedo que vergüenza. Desde dentro de uno de los departamentos desde la parte del jardín. Sí, estuvimos discutiendo, yo con el revólver en la mano, y por fin se dio media vuelta y se marchó”.
También tuvieron que hacer frente a un huracán. “Se puso el cielo de un color indefinido, no se sabía de qué color era. Hablábamos de si era morado o si era rojo, o si era amarillo o lo que sea y un ruido ruuuuu. Allí estábamos agarrando las puertas y las ventanas, apretando y cerrando por dentro, haciendo todo lo posible… Terrible, terrible. Por eso cuando te dicen de los huracanes y eso, ¡Dios mío!”.
Aurelia evocaba con cara aún de preocupación cómo aquellos vientos arrastraban un vagón y el ganado en los campos contra las alambradas. “Los llevaba por los aires, allí unos encima de otros se morían. Fue terrible, terrible”.
Hicieron un total de diez años en el país andino y regresaron por desavenencias con un familiar. La vuelta en barco también fue razón de recuerdo. Sus hijos enfermaron de tosferina y al asentarse en Barcelona, la familia se contagió de sarna que “ahora se quita fácil, pero antes… Había que tomar muchos baños sulfurosos. Así acabé con la nariz…”. Para rematar el viaje, en el arribo a Cádiz, se perdió José en el mercado antes de retomar viaje a Catalunya.
La familia retornaría con el tiempo a Bilbao. Para entonces, los franquistas les habían requisado sus vehículos de la empresa de transportes familiar. Aurelia abandonó el caserío de Trauko Zar y se fue a vivir al Campo de Volantín. Vendieron la casa por tres millones de pesetas de la época. “Una ganga y compraron el piso del Campo de Volantín donde vivieron hasta su fallecimiento en 1977”, concluyen dejando para la historia el paso por la vida de aquella señorita de Bilbao.