Vivencias de Uzturre con el Lehendakari Agirre

Viernes 17 de abril de 2020

El tolosarra Jesús Insausti tomó como seudónimo el nombre del monte de su pueblo “Uzturre”. Periodista, escritor, activista del euskera, sindicalista, encarcelado, presidente del EBB, de la Fundación Sabino Arana, buena  gente. Él nos contaba cosas de Agirre, Rezola, Landaburu y Leizaola. Lamento no haberle grabado en su día más vivencias, aunque tengo estas que expongo a continuación del bueno de  Uzturre con y sobre Agirre.

En Bilbao, en el barrio de Matiko, hay una plaza que lleva su nombre y que el año pasado el ayuntamiento remodeló de arriba abajo quedando un espacio diáfano en un lugar empinado. Un buen trabajo.

Nos contaba Jesús.

“Andaba yo por mis 20 años cuando conocí al que iba a ser el primer Lehendakari  de los vascos. Fue en Tolosa, en mi pueblo. Allá por el año 32. No me imaginaba  entonces ni por lo más remoto lo que José Antonio de Agirre iba a signi­ficar en mi vida.

Fueron los años 30 después de la dictadura del General Primo de Rivera de un intenso renacer de la vida vasca en to­dos los dominios empezando por el del Partido Nacionalista Vasco. Y en aquel renacer de ilusión y de esperanza descolló la figura joven y deportiva de José Antonio de Agirre que se convirtió como por arte de magia en el conductor de un pueblo.

José Antonio iba mucho a Tolosa camino de Amasa.  Aquí, en el caserío-restaurante «Aranzabi» solía reunirse con sus compañeros nacionalistas del Partido en el parla­mento de Madrid y con los miembros de Euzkadi Buru Batzar. Todo un grupo de ilustres tolosarras solían estar también en aquellas reuniones. Aitzol, Pepe Eizagirre, Ló­pez Mendizabal, Doroteo Ziaurritz, Juan Antonio Irazusta…

En «Aranzabi» se fraguó una parte importante de la política del Partido Nacionalista durante aquellos años y se discutieron los temas políticos que luego desarrollaba José Antonio en los deliciosos artículos que llevaban la firma de «Etxenagusia» y también de allí salieron no pocos de los editoriales dominicales en euskera que aparecían en «El Día» de Donostia con la firma de «Jon Andoni» que era el diputado en el Congreso José An­tonio Irazusta.

Uzturre nos comentaba que no sabía como estaba  «Aranzabi

Tampoco quiero saberlo. Me lo imagino siempre tal como me ha acompaña­do su recuerdo en los largos años de cárcel y de exilio: un caserío como tantos otros de nuestro país, que sin dejar de ser caserío, estaba acondicionado para restaurante y cuya cocina era de las mejores del país.

Según me han dicho, los dueños de «Aranzabi» conser­van como un museo la pieza donde José Antonio de Agirre se reunía con sus amigos. ¡Qué gusto daba estar allí cuando cantaba o alborotaba el viento en la chimenea y cuando lle­gaban al interior en invierno los ecos de una tormenta o tam­borileaba la lluvia en los cristales!

Y terminaba Uzturre.

No  sé si volveré a ver «Aranzabi». Poco me importa. Me acompañará siempre su recuerdo tal como era cuando conocí a José Antonio de Agirre en mi primera juventud y cuando ni por asomo podía pensar lo que ésta iba a signifi­car en mi vida.

Era en el año 1947. Acaso en el 1946. Hacía ya más de mes y medio que me encontraba preso en Madrid en los ca­labozos de la Dirección General de Seguridad.

Había caído en las garras de la Brigada Político-Social desde un atardecer en que dos policías, uno de ellos llamado Conesa, me echaron mano a punta de pistola en la madrile­ña calle del Arenal.

En lo militar, una vez procesado, dependía del Coronel Enrique Eymar Fernández, jefe de un tristemente célebre Juzgado Especial de Represión.

Una noche, o una madrugada, una pareja de guardias me llevaron a la oficina que el Coronel Eymar tenía en la Di­rección General de Seguridad. El Coronel me notificó que vista la gravedad de mi asunto el Consejo de Guerra se celebraría dentro de 48 horas allí mismo, en la Dirección Ge­neral de Seguridad.

Se trataba, pues, de que yo designara mi abogado defen­sor en una lista de cuatro o cinco militares que puso ante mis ojos. Cumplido este requisito me condujeron de nuevo a mi calabozo.

Veía cercana la muerte. Al día siguiente, debía ser ya muy de noche, abrieron la puerta de mi calabozo y un guar­dia hizo señas a alguien. Entró un militar, coronel de artille­ría. Nunca he sabido su nombre. Me saludó muy atentamen­te y sin más preámbulo me dijo que podía dormir tranquilo. «Su Consejo de Guerra no se celebrará en el plazo propuesto por el Coronel Eymar y esto quiere decir que ya ha salvado Vd. su cabeza».

Quedé boquiabierto, asombrado. ¿ de parte de quien me visita Vd.?, le pregunté. No se preocupe Vd., me respondió. «Los buenos amigos que tiene Vd. en el extran­jero están removiendo cielo y tierra», añadió.

Me felicitó dejándome cuatro pitillos y algunas cerillas. No podía ser más generoso, me dijo, pues dentro de una ho­ra se cambiaría la guardia. Y el coronel de artillería salió del calabozo después de estrecharme afectuosamente la mano.

Cuando el guardia echó el cerrojo y empecé a saborear el deseado pitillo daba gracias a Dios.

El hombre que estaba removiendo cielos y tierra en París para ayudarme era el Lehendakari. Velaba por mi vida como velaba por la de todos aquellos que en Euzkadi y en España estábamos metidos en la lucha de la causa del pueblo vasco al servicio del Gobierno Vasco en el exilio.

Así era José Antonio de Agirre. Así era el Lehendakari.

Nada tiene de extraño que yo venere la memoria del que fue el primer Lehendakari  de los vascos. Esta veneración es compartida por mi  Pruden que guarda como oro en paño una carta de él procedente de París que recibió en Bilbao.

Esta carta, por los caminos secretos que llevan a todas las prisiones del mundo, entró y salió de la cárcel de Guadalajara donde cumplía condena con otros patriotas vascos.

¿Por qué no confesar que al leerla lloré como un niño? Lloré de alegría.

La carta, en euskera, de fecha 5 de julio 1950, dice así en castellano:

Sra. Prudencia Ibargüen Sra. y compatriota:

Me entero con emoción de la fortaleza y el tesón con que lleva Vd. la pena y los pesares que le ocasiona el encarcela­miento de su marido. Tampoco me olvido de la desgracia de su marido como tampoco olvidaré lo que hizo y sigue ha­ciendo por la patria. Quiero expresarle a Vd. mi profundo agradecimiento. Sin duda que no tardará en llegar para Vd. el día de la felicidad. Es lo que deseo de todo corazón. Al­gún día la patria les pagará con creces las penalidades de hoy.

Reciba Vd. mi saludo más cariñoso.

Firmado: Agirre’tar Joseba Andoni

En efecto, bastante tiempo más tarde nos llegó a mi mu­jer y a mí la felicidad que nos deseaba el Lehendakari. El día 19 de mayo de 1951 me fugaba de la prisión donde cumplía condena y un mes más tarde me encontraba en París. El 31 de agosto del mismo año abrazaba a mi mujer. La organiza­ción vasca trabajó a tope. Nada más pasar la «muga» por la montaña recibí por teléfono desde París la felicitación de José Antonio Agirre.

Así era el lehendakari

Era en los años 50 en Francia. El 52 ó el 53. Me en­contraba en Toulouse a donde fui a visitar a Paulino Gó­mez, Consejero del Gobierno Vasco en el exilio, en nombre del Lehendakari. En la «place Richelieu» me di de narices con un tolosarra.

Normalmente no nos hubiéramos mirado a la cara. Él era comunista y yo nacionalista. Nos abrazamos como viejos amigos. Es verdad que la desgracia hermana y acorta las distancias.

Fuimos a un café. Al fin y al cabo, a pesar de todas las diferencias, estábamos todos en el mismo barco, habíamos ido a la misma escuela y habíamos hecho las mis­mas travesuras en nuestra vieja Tolosa.

Refrescamos viejos recuerdos. Pero a mí me parecía que mi paisano era presa de alguna preocupación. Le encontra­ba terriblemente nervioso.

Era normal. Se hallaba en una situación delicada en extremo. Como que estaba a punto de ingresar en la cárcel.

Es el caso que mi paisano y ya amigo había sido una de las grandes figuras en la resistencia contra los nazis alemanes durante la Segunda Guerra Mundial en la zona del Midi de Francia. Cuando los guerrilleros se desembarazaron de los alemanes, mi paisano fue durante no pocos días el jefe de plaza de Toulouse, y como tal hizo requisas de calzado y vestimenta para los guerrilleros firmando a cambio numero­sos recibos o vales.

Pasó el tiempo y un buen día se le reclamó el pago de los vales que había firmado. Todavía estaban los comunistas franceses en el Gobierno del General De Gaulle. Mi paisano no prestó gran importancia a la reclamación.

La cosa siguió su curso pero otro buen día la referida reclamación le llegó por vía judicial. Planteó el asunto a Santiago Carrillo y juntos subieron a París, donde si no re­suelta la reclamación quedó en suspenso.

Pero he aquí que pasado algún tiempo mi paisano se en­cuentra en el seno del Partido Comunista de España en una situación más que delicada. Por razones que no viene a cuento y que además hoy en día parecerían increíbles se pro­duce una ruptura entre él y el Partido.

En aquellos días en que reinaba el stalinismo más cerra­do, una ruptura con cualquier Partido Comunista era cosa muy seria y muy grave. Mi paisano fue objeto de burdas campañas de difamación y de la noche a la mañana se en­contró al margen del Partido, y en la mayor soledad, vili­pendiado por los comunistas y mal visto por los que no lo eran. Toulouse se convirtió para él en un infierno.

Se produjo otra cosa aún más grave, y es que al mismo tiempo que la ruptura con el Partido, como por encanto, sa­lió a relucir el asunto de la reclamación judicial que se cifra­ba en muchísimos miles de francos. Tenía un plazo límite para efectuar el pago o su perspectiva inmediata era la pri­sión. Y era casado. Y tenía dos hijos. Un drama humano al margen de todas las otras consideraciones.

Me contó su historia con todo detalle. Traté de animarle. Aquella misma noche iría a París y al día siguiente a primera hora hablaría con el Lehendakari  para ver si se podía hacer al­go práctico en su favor.

«No vale la pena», me respondió. «Cuando el Partido se propone hundir a uno todo lo que se haga es inútil».

Al día siguiente a primera hora me encontraba con el Lehendakari en París. Le puse en antecedentes de lo que le ocurría a nuestro amigo de Toulouse.

El lema de José Antonio de Agirre, uno de sus lemas fundamentales, era el de «vasco ayuda al vasco». También en este caso procedió con arreglo a este lema. Para él se tra­taba de ayudar a un vasco y nada más. Se puso al habla por teléfono con su gran amigo Georges Bidault, entonces Mi­nistro de Relaciones Exteriores del Gobierno francés. Este preparó una entrevista con Robert Schumann, Ministro de Hacienda.

Y cuando mi amigo se veía ya en la cárcel, recibió por vía judicial la notificación de que su asunto quedaba en suspen­so y un mes aproximadamente más tarde se produjo  la para él fantásti­ca noticia del sobreseimiento de su causa.

Así era el lehendakari Agirre. Pasó la vida haciendo el bien, poniendo en ejecución su lema de «vasco ayuda al vasco».

Era también en los años 50. En París. ¿1955? ¿1956? Po­co importa.

Yo tenía problemas con una rama de la policía francesa y en cierto momento estos problemas se agudizaron.

Sólo un exiliado político es capaz de comprender lo que supone tener problemas con la policía del país de acogida. Se siente uno tan desamparado, tan poca cosa. Yo no era una excepción.

Vivía entre la inquietud y la zozobra, entre el desaliento y la impotencia. Me parecía como si se me estuviera envol­viendo en una tela de araña, como si existiera una confabu­lación de policías para perderme.

El Lendakari tenía conocimiento de lo que me ocurría y comprendía y compartía mi preocupación. Como hombre de arranque que era decidió coger el toro por los cuernos. Así lo hizo. Solicitó una audiencia al gran jefe de la rama policial que me amargaba la vida.

Concedida inmediatamente la audiencia el Lehendakari fue directo al grano tras la exposición de rigor referente a mi persona.

– «¿Desconfían Vds. de mí?», preguntó a su interlocu­tor.

«¿Cómo puede Vd. hacerme una tal pregunta, Sr. Presi­dente?».

La respuesta del Lehendakari no pudo ser más directa:

«Pues si desconfiaran de Insausti es como si descon­fiaran de mí».

Desde aquel día terminaron mis problemas con la policía francesa.

Así era el Lehendakari Agirre. Todo corazón. Amigo de sus amigos hasta las últimas consecuencias.

El Lehendakari  Agirre era un hombre de arraigadas con­vicciones cristianas. A ellas ajustó su vida. Creía en lo que decía y hacia lo que decía. Por eso arrastraba. Hoy conti­núan siendo un ejemplo y una esperanza las palabras de nuestro primer Lehendakari.

¿Cómo era en sus convicciones cristianas?

Recordaba el Lendakari aquel caso que cuenta Montalambert, según el cual, estando él en París, vio una iglesia en que las condecoraciones, las espuelas y el brillo de los sables reñían con la humildad y la austeridad que debía tener la ce­remonia religiosa que en ella se celebraba, y decía: He aquí una iglesia rica, pero he aquí un pueblo pobre en fe.

Montalambert fue a Irlanda y allí topó con una ermita humilde, humildísima, donde un sacerdote celebraba el sacrificio de la misa ante una magnífica multitud de hijos de la heroica Irlanda, y dijo: He aquí una iglesia pobre, pero he aquí un pueblo rico en fe.

La conclusión del Lehendakari era la siguiente: Nosotros, entre esa iglesia pobre de Irlanda y aquella rica de París, re­luciente de cascos, espadas y espuelas, nos quedamos con la humilde iglesia de Irlanda, porque entendemos que así servi­mos mejor a nuestros espíritus cristianos y es garantía de li­bertad al mismo tiempo que de la verdadera fraternidad».

Quedaron ancladas en nosotros aquellas palabras del Lendakari Agirre: «¿Por qué vino Cristo a este mundo? ¿Vino Cristo a la tierra para ayudar al poderoso o para le­vantar y consolar al humilde? Nosotros, entre el poderoso y el humilde, estamos con el pueblo, porque de él venimos, nacimos para el pueblo y estamos luchando por él».

¿De dónde sacaba el Lehendakari Agirre esas concepciones tan reales y tan audaces?, se preguntaba Xabier de Landaburu. Nada más y nada menos que de su propia concepción del cristianismo, que veía en su fe cristiana el imperativo de un deber progresista que en lo social no tenía fronteras y que en lo político sólo estaba limitado por la supervivencia de la libertad.

Las palabras, cuando no son expresión de una conducta las lleva el viento. Las que nos dejó el Lehendakari Agirre tienen la solidez de la roca para nosotros. Sus palabras eran su conducta. Lo eran para aquella juventud que hizo la guerra, que conoció las cárceles y los pelotones de ejecu­ción, que recorrió los caminos del exilio, y que hoy, enveje­cida, la que queda, sigue recordando con pasión al hombre que fue su esperanza.

Si el Lehendakari electrizaba, era porque los que lo oían se daban cuenta de que él creía firmemente en lo que estaba di­ciendo. «Nosotros no predicamos la bayoneta, la bomba, el explosivo, para la conquista de ideas y corazones, sino el amor, el amor que es prédica de paz”.

En los últimos años de su vida he visto más de una vez salir de su despacho de la rué Singer, de París, a jóvenes pro­cedentes de Euzkadi que iban a verle y exponerle sus in­quietudes y preocupaciones y a expresarle también sus quejas, y que me decían con entusiasmo al salir de su des­pacho.

«Puede uno estar en acuerdo o en desacuerdo con este hombre, pero hay que reconocer que cree en lo que dice».

Es que además el Lehendakari sabía estar horas escuchan­do. Su interlocutor se daba cuenta de ello. Y aunque no es­tuviera de acuerdo con él, terminaba siéndole simpático aquel hombre que miraba fijamente a los ojos y era todo oídos.

Así era el Lehendakari Agirre!            

¿Cómo era José Antonio de Agirre en lo social?

Cuando yo tenía 20 años y cantaba todas las ilusiones, los jóvenes cantábamos una esperanza.

  No queremos a Gil Robles

ni tampoco a Valladares

   Queremos a José Antonio

    ¡Agirre!

   Con sus doctrinas sociales

En efecto, José Antonio de Agirre cantaba en nuestros corazones un himno a la esperanza en una patria libre en la justicia social. La libertad en la fraternidad vasca. Así de sencillo. Una democracia económica y social, una democra­cia de participación.

Lo social aparece siempre como la gran preocupación del Lehendakari Agirre antes y después de serlo.

En medio de la guerra, en medio de las peores contra­riedades y traiciones, jamás le abandonó la visión de una profunda renovación social para su pueblo. Entre la libertad y la revolución le animó el servicio de la verdad y el pro­vecho y reivindicación de su patria y de inmutables ideales patrióticos y sociales.

El Lehendakari Agirre no se cansó de repetirnos que era peligroso buscar la afirmación de la individualidad vasca en actividades y posturas hostiles, sino que había que buscarla en el contenido positivo de nuestra historia, en un esfuerzo constante para el perfeccionamiento social, en la lucha por el progreso de toda la humanidad, en concepciones tanto nacionales como internacionales.

La solución de la cuestión social, debía ser, según el pun­to de vista del Lehendakari Agirre, la realización del ideal del renacimiento nacional vasco, ideal nacional y social.

La cuestión social era para él una cuestión que interesa a todos los hombres. Nunca la consideró desde el punto de vista de una sola clase, sino desde el punto de vista de la co­munidad vasca en un marco de justicia. Para el Lehendakari Agirre la cuestión social interesaba a todos y debía tener una solución en su conjunto, significando ésto que es deber de todos apoyar las reivindicaciones de los que estaban oprimi­dos y explotados económicamente, significando también que era obligación general ayudarles en su lucha de clase pa­ra la desaparición de la iniquidad de clase.

Tal es el punto de vista social de José Antonio de Agirre apoyado en la historia de su propia nación. De ahí le venía su cariño y la fe que tenía puesta en el sindicato nacional vasco, ELA. Esta organización sindical debía ser según el punto de vista del Lehendakari Agirre el motor del renacimien­to vasco en lo social, la punta de lanza en la búsqueda de una sociedad vasca más justa y más humana.

No vale afirmar —solía decir— que lo que el comunismo persigue es falso, que todo cuanto el socialismo ansia es fal­so. El Lehendakari Agirre era anticomunista por su concepción totalitaria y por su dictadura , pero solía decir que existen dos clases de anticomunistas, uno negativo que fabrica comunistas, y otro positivo que abre vías de conci­liación. El estaba en el anticomunismo que tanto como posi­tivo lo llamaba constructivo. «¿Es que acaso esas muche­dumbres se mueven todas ellas por utopías o encadenadas en todo a la falsedad?».

El no a esta pregunta que solía hacerse a sí mismo tenía rotundidad. «No; en nuestro movimiento (nosotros con nuestro pensamiento cristiano lo vislumbramos) hay un fon­do innegable de justicia, un clamor de muchedumbres que piden una renovación de esta sociedad hipócrita y podrida, donde se quema aquello que hace falta a los que se mueren de hambre».

El Lehendakari Agirre nos decía creyendo en lo que decía que a nosotros, a través de nuestro pensamiento cristiano, el avance social ni nos asusta ni lo tememos, que un pensa­miento cristiano puede iluminar un programa de profundo y renovador sentido social.

Es natural. El Lehendakari Agirre, idealista y renovador social de inspiración cristiana, adoptó un punto de vista crítico respecto del marxismo, y ante todo de su base filosó­fica, el materialismo histórico. La cuestión social no fue pa­ra él una cuestión puramente económica, sino ante todo de renovación y de convicción moral.

Para él, cualquiera que sea la manera como se de­sarrollen los acontecimientos, son los hombres los que hacen la historia; la historia es el resultado de tendencias múltiples y diversas de voluntades y de la acción de cada uno en el mundo exterior. Lo que se precisa saber —decía el Lendaka­ri Agirre— es qué es lo que quieren esas multitudes de indivi­duos.

El Lehendakari Agirre no creía como creen los marxistas que la iniquidad social se puede abolir por simples reformas económicas. Hacían falta previamente reformas de hábitos e ideas.

La sociedad vasca del futuro que veía José Antonio de Agirre, debía tener un amplio sentido de la justicia, una re­lación de sinceridad con el hombre: de aquí vendrían y se mantendrían unas reformas sociales y culturales más en ar­monía y más conformes con la justicia.

Por eso que ya en mi juventud anterior al desastre de nuestra guerra cantábamos a voz en grito aquello de

Queremos a José Antoni

                            ¡Agirre!

                            con sus doctrinas sociales

                            Así era el Lehendakari Agirre”.

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