Agirre. Su sentido cristiano de autoridad

Domingo 26 de abril de 2020

Siempre he tenido curiosidad por saber cómo era de verdad José Antonio de Agirre más allá del tópico o  de ese cliché a veces amilbarado que tenemos. De ahí la importancia en recabar testimonios de gente que le conoció personalmente. Es el caso del P. Iñaki Azpiazu, un sacerdote de Azpeitia que llegó a estar en el juicio de Eichman en Israel y ser el capellán de las prisiones argentinas. Escribía muy bien, era muy valiente y daba gusto leer sus denuncias y escritos.

Y es que era hombre de gran experiencia. Siendo de Azpeitia escribió un libro muy esclarecedor “Siete Meses y Siete días en la España de Franco”. En su día contacté con Eusebio Larrañaga, del Gobierno Vasco que reeditó el libro.

Salido al exilio estuvo en campos de concentración y fue capellán de la Brigada Vasca. Secretario del Obispo Auxilar de Buenos Aires, se movía como pez en el agua en todos los ámbitos.

Y nos dejó esta buena semblanza del Lehendakari:

Conocí personalmente a D. José Antonio de Agirre, en una visita que le hice en Bilbao, en su oficina, a primeros de Julio de 1933. Me acompañaba un ondarrés, a quien se le conocía con el pseudónimo de Artibai. Era un activista, mi­litante del PNV, muy conocido dentro del abertzalismo por su participación en la movida historia de las acciones del Partido, que tuvo por escenario a Bergara.

La acogida de Agirre fue muy cordial. Tenía la voz bas­tante apagada, la garganta irritada, pero fumaba sin cesar. A los dos nos preocupaba el futuro de la juventud obrera y habíamos cruzado ya alguna correspondencia a este respec­to.

El orientador sacerdotal de este tema, que empezábamos a proyectar en el campo de las realizaciones, era mi amigo D. Martín Lekuona, a la sazón párroco de Musitu, Alava.

En la Semana Santa de ese año de 1933, yo había acom­pañado a Lekuona en el desarrollo de las ceremonias reli­giosas, como predicador y confesor en el culto de Musitu. Ambos empezábamos a dar a nuestro ministerio una línea de acción obrera y en él había germinado ya la idea de crear en la diócesis un movimiento jocista. Durante los días de convivencia en Musitu, en torno a ese tema giraron nuestras conversaciones y formamos algunos proyectos concretos.

Uno de éstos consistía en tomar contacto con algunos laicos de vocación social conocida y ver de formar un equipo de trabajo. De regreso al Seminario el Domingo de Re­surrección, pasé nuestras inquietudes en Vitoria al joven y brillante escritor D. Javier Landaburu, quien se prestó a in­teresar en el asunto a D. José Antonio Agirre.

Continuación de estas relaciones fue la entrevista con Agirre en Bilbao, mi primera toma de contacto personal con el Lendakari.

A Agirre le entusiasmaba la idea. Hombre de acción y dado a crear rápidamente cuadros de organización, me expresó la conveniencia de situar la JOC(Junta de Obreros Católicos) en un ambiente ne­tamente vasco, pero no dependiente del PNV, en una rela­ción de escuela proveedora de vocaciones adultas bien pre­paradas para entrar luego en Solidaridad, pero cuidando la independencia frente a esta organización sindical.

La entrevista fue seguida de otras, principalmente de una que tuvo lugar en Deva. De ésta y por caminos insospecha­dos, abiertos por la Providencia, partieron en direcciones geográficamente distanciadoras las vidas de Lekuona y mía. La de él fue dirigida a Rentería y la mía a Salinas de Anana, una de las zonas obreras más interesantes de Álava. Por la parte de los laicos, fueron creciendo los equipos y prestó a la idea jocista apoyo eficaz la prensa abertzale desde Bilbao y de Solidaridad desde San Sebastián. Mis relaciones con Agirre fueron haciéndose cada vez más frecuentes, durante mi permanencia en Salinas de Añana, a partir del verano de 1933

Era hondamente vitalista su vocación social, propensa a la acción, diáfana en los procedimientos, sobre todo muy respetuosa de la distinción de los campos espiritual y tempo­ral en las cuestiones, que estudiábamos y en los trabajos que realizábamos. Esto afianzaba nuestra amistad, pues tam­bién nosotros en el Seminario de Vitoria, dijeran lo que dije­ran sus detractores, éramos partidarios de usar las fuerzas internas del Evangelio en el apostolado y no atar el destino de la Iglesia a la suerte ziz-zagueante de los caros políticos. En Salinas de Añana me fue fácil hacer los primeros ensa­yos, con la colaboración de quienes nos aportaban su serio sentido cristiano de la acción social y su importante expe­riencia en la conducción de los movimientos.

Tras estos prólogos de mi relación con el Lendakari Agirre, vino la guerra. Durante ella, no estuve cerca de él, hasta que el 26 de abril de 1937, justamente en el día del bombardeo de Gernika, seguido de cerca por los «cruzados» pude trasponer el Bidasoa e iniciar mi larga vi­da de exilio.

Me encontré con él en Villa Endara de Anglet, en una mesa común con el imponderable Doroteo Ciaurriz, el mi­lagroso Eliodoro de la Torre, que con su método de «Urtantea» mantuvo fértil y fecundo el exilio más difícil de la his­toria. Era el tiempo del «alto» en Santoña, donde se esta­ban jugando el forro los Ajuriaguerra, los Azkue, los Markiegi, los burukides de heroica responsabilidad. Agirre ocu­paba el centro, apenas comió, fumó mucho y habló más. Su gran preocupación era organizar cuanto antes el destierro de los millares de vascos, ante los que se abrían las más duras perspectivas. De su corazón saltaban a su imaginación y a su palabra los proyectos más audaces. Tomando notas, le es­cuchaba Eliodoro de la Torre, dispuesto a traducir en hechos los propósitos del Lendakari.

De Endara, centro de acción del PNV salieron así las ide­as motrices de la organización del exilio, que alcanzaron a crear colonias de niños, reagrupamientos de familias, asis­tencia social y promoción laboral para los concentrados en los campos cerrados de Francia, el mundo de relaciones diplomáticas adecuadas a las necesidades políticas, que la guerra mundial hizo más urgentes y complicadas.

Dentro de ese mundo, inquieto y turbulento, vi moverse a Agirre con inagotable sensibilidad para percibir el dolor ajeno, siempre optimista, nunca soñador ingenuo, muy consciente de «ser» el Lendakari, no para beneficiarse con la autoridad, sino para jugarse con ella al servicio del pueblo.

Recoger en anécdotas tan vasta actividad, sería sin duda útil y edificante; pero también difícil y también imposible dar exhaustivo cumplimiento a tal deseo.

Por lo que a mí hace, quiero principalmente adentrarme en la intimidad de Agirre y describir sus reacciones ante de­terminados problemas propios de la autoridad civil con sen­tido cristiano de su ejercicio.

Agirre tenía profundas convicciones cristianas. No le de­bió ser fácil mantenerlas, mostrarlas, defenderlas, transmi­tirlas en las extraordinarias circunstancias, que le tocó vivir.

Tengo delante una larga carta, que me escribió con fecha 6 de mayo de 1940. Se aproximaba el estadillo de la ofensiva alemana. Agirre me escribió a Bayona, desde donde extendía mi apostolado hacia los lugares de trabajo, que pa­ra nuestros obreros habíamos logrado encontrar y organi­zar. Era éste quizás el sector del exilio, que más preocupaba al Lendakari.

«He de hablar a Vd. —me decía— con la convicción de quien siente íntimamente el futuro espiritual de nuestro pueblo y está seguro de encontrar en su espíritu un eco basa­do en idénticas preocupaciones y desvelos».

En Agirre era vieja esta inquietud por el porvenir espiri­tual de su pueblo; lo había expresado en multitud de oca­siones, en las concentraciones populares, en los discursos pronunciados en el Congreso; pero cuando ocupó el primer puesto de la autoridad civil de Euzkadi dedicó mucho tiem­po a buscar soluciones en un análisis profundo de esa in­quietud.

«Tengo sabido y ello no me extraña, que la formación espiritual de nuestros trabajadores —y hoy lo son todos nuestros emigrados— deja bastante que desear. Como le di­go, no me extraña el hecho, aún cuando en mi conciencia y espíritu cristianos me duele extraordinariamente. Ha sufrido mucho nuestro pueblo. La contradicción de ideas funda­mentales con actos y conductas reñidos en absoluto con lo predicado; el exilio; el trato con personas, de fé religiosa no tan firme y en muchísimos casos sin ninguna preocupación de índole religiosa; la dureza misma de la vida; la situación de los familiares en desgracia, cuando no la pérdida de algu­nos de ellos, etc. etc. son motivos que humanamente hacen comprender que la fe de nuestras juventudes ha tenido que sufrir rudo golpe».

Pero no era Agirre hombre que cediera al pesimismo, ni dejaba de ver su obligación de rodear de posibilidades de re­cuperación cristiana a la población sometida al riesgo de perder su fe.

«Ustedes como sacerdotes y yo como gobernante católi­co tenemos el deber de reaccionar contra todo esto, dotando a nuestra juventud de todos aquellos elementos que, levan­tándoles la vista del dolor y del desengaño, les haga caminar de nuevo por la ruta de la fe, no solamente porque es tradi­cional en nuestro pueblo, que éste es argumento de circuns­tancias, sino porque debe ser la guía y la norma de los actos públicos y privados de cada uno de los vascos».

El Lendakari veía en esta situación anímica de nuestra juventud algo «circunstancial y pasajero», porque «a mi juicio puede más la educación de tantos siglos, que no la irri­tación que alcanzará a nuestra juventud en esta época corta al lado de aquella. Es fenómeno éste que se repite en todas las latitudes y en todos los pueblos que han sufrido por ser precisamente cristianos y conducirse como cristianos y que se ven condenados y atacados por aquellos, que han invo­lucrado el nombre de Cristo en la más odiosa e inhumana de las agresiones».

Para esta obra de reconstrucción espiritual, Agirre sabía cual era el medio eficiente y legítimo.

«Si sabemos nosotros conservar la fe en la juventud, el cristianismo en sus costumbres, predicándolo por supuesto nosotros, los de arriba, con el ejemplo, y sublimando al mismo tiempo el sacrificio de nuestro pueblo con miras a cosas más altas, yo estoy seguro que del destierro llevaremos a la Patria un plantel de hombres, desde los universitarios hasta el más humilde trabajador, con una formación recia, capaz de modelar todo un pueblo».

En el momento de escribirme esta carta el Lendakari se hallaba en circunstancias harto inquietantes, en días inme­diatamente anteriores a la invasión  alemana en Francia, se­parado de su familia refugiada en Bélgica, es decir, en mo­mentos en que surgían dentro de él y en su rededor graves problemas. Sin embargo, en la jerarquización moral de sus deberes, Agirre no vacilaba en decir lo siguiente:

«Quiero descargar en esta carta mi preocupación de jefe de un pueblo cristiano, puesto en circunstancias difíciles y por lo tanto de extraordinaria y terrible responsabilidad pa­ra el futuro».

Descendiendo al campo de los consejos eficientes, Agirre no vacilaba en despertar vocaciones sacerdotales, para que trabajaran allá donde hubiera trabajadores vascos desterra­dos, en Burdeos, Toulouse, Tarbes, Lannemezan.

«No se puede permitir de ninguna manera que haya en estos momentos sacerdotes vascos si no inactivos, por lo me­nos ausentes de la necesidad espiritual urgentísima de sus compatriotas. No vayamos a predicar la fe a los franceses, dejando de hacerlo con nuestros propios compatriotas. Y terminaba Agirre su carta con esta frase, que sintetiza la armonía que debe presidir la conducta de la autoridad civil ante los problemas espirituales de su pueblo:

«Esta carta tiene todo el clamor de urgencia y de ruego en el orden espiritual y si en el patriótico pudiera algo, en un terreno en el que el espíritu debe predominar, cada una de sus letras contendría un mandato imperioso».

Estaba yo en New York, cuando Agirre me escribió, que, al pasar hacia Roma, me detuviera en París: «Erroma’ra juan baño lenago, ona izango zaigu Paris’en alkarrekin itz egitea. Laixter arte, bada, emen alkar ikusi arte». Llegué a París al día siguiente de su muerte. Desde allí vine a solas con su cadáver hasta San Juan de Luz. En el largo y doloroso camino agradecí a Dios haber conocido tan de cerca a quien supo armonizar sus deberes de Lendakari cristiano, en el ejercicio difícil de su autoridad.

2 comentarios en «Agirre. Su sentido cristiano de autoridad»

  1. Chocaba con el sentido cristiano de autoridad de Franco, bajo Palio y sepultado durante 45 años en una «basílica».

    Cuantas guerras se hubiesen evitado y se evitarían a día de hoy si no hubiera religiones.

    Digamos que fue una buena persona en unos tiempos muy difíciles haciendo lo que podía por su pueblo.

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