JUAN CELAYA. NUESTRA ENTREVISTA EN CEGASA Y EN OÑATI

Jueves 11 de agosto de 2016

Juan CelayaJuan Celaya era todo un personaje. Y una personalidad original y poliédrica, por lo que Erkoreka, Beloki y yo lo escogimos para el libro que editamos “Somos Vascos”.

He visto que lo de” enfermizamente vasco” nos lo dijo a nosotros y esa ha sido una de las expresiones que lo han definido en su adiós.

Pero lo mejor es saber que opinaba de tantas cosas.

Esto fue lo que nos contó:

El lector encontrará en esta entrevista pruebas sobradas, y elocuentes, de la incorrección política que predica y practica Juan Celaya. «Soy enfermizamente vasco», comenzó declarando; una frase que tiene mucho de desafío heterodoxo y de réplica displicente a quienes durante los últimos años tanto empeño han puesto en situar las afirmaciones de identidad vasquista en el terreno de la patología. Y con arreglo a ese tenor, fue contestando, con idéntica franqueza y contundencia, a cuantas preguntas quisimos formularle. No mostró, ni siquiera una vez, intención alguna de ser o de aparecer políticamente correcto. Más bien todo lo contrario. Celaya se regocija al poner en práctica la heterodoxia de quien, consciente de la atalaya personal en la que se encuentra, se siente libre de ata­duras para expresar con total franqueza lo que siente y piensa.

La bruja Mari de Anboto: ésa es, de siempre -nos confesó-, su fuente de inspiración más profunda. «Cuando tengo algún problema y nece­sito inspiración para resolverlo, llamo a Mari y ésta acude de inmediato, sin fallar.» Previamente, nos había aclarado que también en el terreno de las creencias tiene un perfil muy personal: «Soy totalmente, absolutamente socrático. No obedezco a religiones. No soy ateo porque lo encuentro igual de absurdo que ser creyente; es una cosa que está muy lejos de mí. No dudo de que hay algo que yo no puedo alcanzar, de forma que no pierdo un segundo en eso. Me siento cristiano porque creo que Cristo es la figura que ha generado el hombre blanco, el hombre europeo, diría yo, a partir del monoteísmo; es la esencia del hombre, el ejemplo a imitar. Por lo tanto, me siento cristiano, pero no me siento católico en absoluto. Porque la historia del catolicismo es política, es anticristo para mí”.

Nos recibió en su despacho, amplio y noble, de la empresa Cegasa Internacional, en Vitoria-Gasteiz. «A mi edad —nos había dicho en el momento de concertar la entrevista-, me permito la licencia de no venir a la empresa a las ocho de la mañana, sino algo más tarde.» Pero los genes son los genes, y estaba esperándonos ya cuando llegamos. Eran las once de la mañana, exactamente la hora convenida. Sin dilaciones, nos sentamos en torno a la mesa. Su estilo es el de un empresario metódico y resuelto, que no pierde el tiempo en exordios y protocolos. Sin preámbulos, arrancamos a hablar. Lo hicimos en euskera. Hasta que recapacitamos. «La entrevista va a ser publicada en castellano», comentamos. «Entonces, si queréis, lo hacemos en castellano», nos contestó. Y pusimos la grabadora en marcha.

Cuando, hace unos meses, Juan Celaya recibía la Medalla de honor de Guipúzcoa, vino a decir: «vasco, eso soy. Y lo pregono ante quien quiera escucharme…»

[No nos dio tiempo siquiera a terminar de formular la pregunta]. En efecto, soy y me siento vasco. No soy otra cosa. Ése es un hecho que me diferencia de otros. Soy, incluso, si se quiere, enfermizamente vasco. Y es a partir de ese sentimiento básico desde donde pretendo ser racional. Como pretendo, también, ser liberal.

¿A qué tipo de necesidad responde esta afirmación tan clara y rotunda de ser vasco? ¿Al simple hecho de serlo o, también, a que siente que alguien le niega la posibilidad de serlo?

También a esto último. Yo he nacido vasco y toda la vida he tenido conciencia de serlo. Pero cuando, de joven, con quince años, me tocó vivir la guerra y pude conocer el tratamiento que el Estado daba al hecho vasco, me sentí reforzado en mi sentimiento. Y en ésas seguimos. Porque ahora mismo parece que todo el mundo pretende volver a poner en cuestión el hecho vasco y el derecho a sentirse como tal. Oigo, incluso a antropólogos, decir cosas como que «todos los hombres somos iguales»; una afirmación que tiene un valor evidente en el plano de la dignidad, pero que constituye un auténtico disparate desde otros muchos puntos de vista. Y observo a la gente sumándose a la negación de la existencia de hechos diferenciales como el nuestro. Y digo yo: ¿cómo que no existen hechos diferenciales como el vasco? ¿Y por qué, por ese mismo razonamiento, no terminan afirmando que, no ya todos los hombres, sino incluso todos los animales somos primos hermanos? Porque, para los que creemos en la evolución de las especies, todo depende de la época a la que se remonte uno. Es evidente que la vida humana, según dicen los expertos, aparece sobre la tierra en una época determinada y que de ahí arranca la específica historia del ser humano. Las diferencias entre los hombres son posteriores, es cierto. Pero no por ello son menos reales. Podemos remontarnos a 10.000/15.000 años para fijar en el tiempo el origen de tales diferencias. Y lo que yo tengo claro es que aquí, sobre esta tierra, ha existido, desde tiempo inmemorial, prácticamente como en ningún otro sitio en el mundo, un grupo humano, el vasco, que ha perdurado hasta hoy. De forma que me hacen mucha gracia aquellos, incluidos los sedicentes científicos, que dicen eso de que no hay diferencias entre los hombres. Repito: ni con las serpientes, según la época a la que usted se remonte. Pero de determinado momento histórico hacia aquí, nadie puede negar que las haya.

Y decía usted que para grupo diferencial humano, si alguno, el vasco. ¿En qué se basa para decir eso?

En lo que he señalado: en la perdurabilidad de un grupo humano propio en esta zona desde tiempo inmemorial. Y no es que lo diga Juan C Celaya. Les cuento una anécdota vivida por mí mismo que ilustra muy gráficamente lo que quiero expresar. En cierta ocasión, el conocido antropólogo vasco don José Miguel de Barandiarán, con quien yo, por cierto, en aquel momento no tenía mucho trato, me preguntó si podía llevarle a una reunión que iba a tener lugar durante tres días en la localidad de Sara (Iparralde).* Hay que tener en cuenta que, por aquel entonces, no éramos muchos los que disponíamos de coche propio. De ahí su solicitud.

¿Quién más iba a acudir a aquella reunión?

Los directores generales de investigaciones antropológicas de Francia y de Alemania, entre otros. Era un encuentro entre los que, a la sazón, pasaban por ser las máximas autoridades en la materia, incluido, por supuesto, el propio Barandiarán. Como podréis imaginar, accedí a la petición encantado. La verdad es que fue para mí algo así como el encargo más feliz que he recibido en mi vida. Pues bien, tras concluir el encuentro, ya en la despedida, me atreví a plantear a algunos de los más eminentes participantes de aquel encuentro: «¿Podrían ustedes, que tanto saben sobre la antigüedad del hombre, decirme a mí, como desconocedor del tema, qué conclusión han extraído de lo tratado durante estos tres días?» Ellos sonrieron y me respondieron: «Que si un día desaparece la vida humana de este mundo por cualquier eclosión y vuelve a aparecer al cabo de miles y miles de años, los científicos, si desean saber qué pasó en el mundo antiguo, tendrán que venir aquí, donde hemos estado estos días visitando cuevas y analizando sus contenidos, a Sara y a sus alrededores, antes que a ninguna otra parte del inundo, porque es el único sitio donde se da la continuidad de un grupo humano, desde que tenemos conocimiento de la existencia del ser humano hasta el momento actual. Ello no quiere decir que no haya restos humanos de otras civilizaciones en otras partes del mundo; los hay. Pero donde se da, por las razones que sea, la más clara continuidad de un grupo humano en un emplazamiento determinado es justamente aquí.» Pues bien, yo pertenezco a ese grupo humano, el de los vascos.

¿A eso le llama usted ser enfermizamente vasco?

Digo lo de enfermizamente por una razón: porque así no tengo que dar más explicaciones ni aclaraciones a nadie. Me anticipo al hipotético interlocutor -últimamente tan habitual- que entiende que este sentir mío sólo puede obedecer a alguna enfermedad, y le adelanto sin ambages que soy y me siento vasco. Y le avanzo, además, que si es de los que piensa que mi actitud es expresión de algún tipo de patología, me reconozco, sin problemas, enfermizamente vasco. Así de terminante y claro. Y me es exactamente igual lo que piense al respecto. Porque, a la postre, tanto o más enfermos que yo están los que son y se sienten españoles, franceses o…

¿En qué sentido?

En el de que, al menos en mi caso, ese ser enfermizamente vasco al que aludo va unido a lo que anteriormente os señalaba: la determinación de ser, al mismo tiempo, racional; algo que parece más bien imposible para otros. Hay mucha gente en España, y no digamos en Francia, que constituye el arquetipo de esta imposibilidad de vivir la propia identidad en términos racionales; gente que cree desde lo más profundo de su ser que España y Francia están creadas directamente por Dios y que, por tanto, son esencialmente intocables. Esa es cualquier cosa menos una actitud racional, como pretendo que sea la mía en relación a mi ser vasco. Para esa gente, el que un grupo como el nuestro, el de los vascos, al que ellos consideran español -o francés, según el caso-, pretenda vivir con su personalidad propia resulta sencillamente incomprensible. «¿Pero cómo puede ser que esos bárbaros no quieran pertenecer a lo que constituye un elemento de la naturaleza hecho por el mismo Dios?», parecen preguntarse, atónitos, a sí mismos. Esta idea está fuertemente incrustada en sus mentes. Y ahí andamos, a vueltas con esa historia.

Es evidente que ni España, ni Francia, ni ningún Estado son obra de Dios. Se trata de obras históricas de los seres humanos.

En efecto, se trata de construcciones históricas que responden al ejercicio, en muchos casos, del bestialismo más total. Ésa es, y no otra cosa, la historia de la humanidad desde que tenemos constancia del ser huma­no: guerras, esclavitud, dominio de unos seres sobre otros… De forma que el empleo de la fuerza bárbara para conquistar a otros pueblos se ha considerado en la historia -y todavía hoy, con más o menos cinismo, se sigue considerando— como un simple hecho natural.

¿Se refiere a lo ocurrido con el pueblo vasco?

No sólo. Es la historia de la humanidad en su totalidad. Las estructuras políticas que se han ido creando, no sólo desde los tiempos modernos, sino desde siempre, se han basado, en mayor o menor medida, en la fuerza bruta. Y ahí siguen ancladas y resistentes. Esas estructuras son, por ejemplo, las que hoy mismo constituyen una enorme rémora para la construcción europea.

¿Quiere decir que son los Estados los que se resisten a la construcción de Europa?

Sí, al menos a la construcción de la Europa que muchos, y desde luego, sus propios fundadores, imaginaron y pusieron en marcha. Europa surge, en efecto, como una propuesta reactiva, orientada a evitar, de una vez y para siempre, la aparición de ese bestialismo tan atroz que en el pasado siglo dio lugar a dos guerras mundiales. «Evitemos, para siempre, una nueva manifestación de un bestialismo como el que acabamos de vivir en este siglo», se dijeron una serie de prohombres tras la Segunda Guerra Mundial, y se pusieron manos a la obra. El obsesivo empeño de los Estados por reafirmarse, sesenta años después, como las instancias que siguen siendo decisivas en la construcción de Europa, acaba poniendo en cuestión el proyecto original, que apuntaba, precisamente, hacia la superación de los egocentrismos estatales.

El nacionalismo vasco, sin embargo, se mostró, desde el inicio mismo, muy favorable y partidario de esta construcción.

No es de extrañar. A los vascos, que no tenemos Estado propio, nos es fácil apuntarnos a Europa, como se apuntaron José Antonio Aguirre y los nacionalistas vascos de la época. Yo mismo, como vasco, me siento europeo y comprometido con Europa sin necesidad de violentarme lo más mínimo; casi por razones naturales, diría yo. Y además, por una doble razón complementaria. Por un lado, porque es evidente que la única forma que tenemos quienes vivimos en Europa de hacer frente a los desafíos de toda índole que nos plantea el mundo actual, en proceso de cambio tan profundo, es compartiendo una región que, como mínimo, debe tener la extensión y el peso de Europa. Y por otro, por­que, al mismo tiempo, para un vasco que no ha tenido nunca un Estado propio es muy fácil compaginar lo de ser vasco y europeo. Al revés de lo que ocurre con los franceses, los españoles y otros, que se encuentran tan fuertemente atados a sus rémoras históricas, sus querencias míticas y sus estructuras estatales, que les resulta prácticamente imposible zafarse de ellas para dar vida a un nuevo espacio público e institucional.

¿Constituyen los Estados la principal rémora de la construcción de Europa?

Los Estados constituyen no la única, pero sí una gran rémora para la construcción europea. Del futuro de Europa habría que hablar mucho, y habría que hacerlo, además, al revés de lo que se hace, con un lenguaje no políticamente correcto. Porque es evidente que ahora mismo, por poner un ejemplo, en Francia, a similitud de lo que ocurre en España, vuelve a ganar terreno la idea de que es el mismísimo Dios -cualquiera que sea la manera en la que se conciba éste, como fuente de la naturaleza y de las esencias— quien ha creado y dado forma al Estado. Y así es muy difícil construir la Europa que se requiere para hacer frente a los retos de la sociedad actual. Es evidente que hay países y países, Estados y Estados. La vanguardia en el chauvinismo es Francia. Para los franceses, primero es Francia, luego es Francia y después vuelve a ser Francia. España va a su rueda. En cambio, el caso de Alemania y de la Europa central es, en general, muy distinto. Allí existe una tradición más relativista y pragmática que se ha forjado a base de ir aglutinando pueblos independientes, lo que facilita mucho su adecuación a una cierta concepción federal de Europa.

¿Es usted pesimista sobre el futuro de Europa?

Creo, como os decía, que la resistencia de los Estados a construir la Europa que necesitamos es fuerte. Pero no es, ni mucho menos, mi única preocupación.

¿Cuál o cuáles otras preocupaciones le asaltan?

Las que se refieren a nuestra capacidad de hacer frente, a tiempo y en la debida forma, a los retos que ya tenemos encima y que podemos agrupar bajo la denominación genérica de globalización.

¿No existe tal capacidad?

Lo que ocurre, más bien —y eso es lo más grave-, es que Europa no se da cuenta, o no quiere darse cuenta, de que tiene graves, gravísimos problemas para hacer frente a ese desafío. Al revés de lo que ocurre en Norteamérica, donde actúan con agilidad y decisión en este tema.

¿En qué tema, por ejemplo?

Por ejemplo, en lo que representa ya, y va a representar cada vez más, como desafío, la realidad de China. Recuerdo la conversación que, no hace mucho tiempo, tuve aquí, en esta misma mesa, con unos industriales chinos. Yo les decía: «Nosotros celebramos sinceramente el hecho de que ustedes vayan bien. Lo deseamos y nos alegramos por ello con total franqueza. Pero entiendo que, en la medida en que ustedes prosperen económicamente, la demanda de su gente por mejorar su calidad de vida irá también subiendo, de manera que, antes o después, nos acabaremos igualando.» Me contestaron: «Sí, señor Celaya, tiene usted mucha razón. Pero el plazo en el que eso vaya a ocurrir va a ser muy largo. Hoy en China tenemos todavía mil cien millones de habitantes que no llegan al cazo de arroz diario. Con dos cazos de arroz pueden estar viviendo trescientos millones. Llegar a situaciones comparables a la suya nos va a llevar inevitablemente muchos años.» Esa es la verdad. Y yo pregunto: ¿entretanto, qué?

¿Qué?

Que… ¡ojo con no tomar nota de esa tremenda realidad que es China! Ayer mismo hablaba yo con uno de nuestros empleados que vive en China. «¿Qué tal aquello?», le pregunté. «En gran evolución», me res­pondió. Y me dio el siguiente dato, que refleja muy gráficamente la intensidad que ha llegado a alcanzar esa evolución: en China tendrán como cuatro universidades con un nivel similar a la de Harvard, el MIT o cualquier otra universidad puntera del mundo. Además, se estima que hay unos 700.000 chinos que han pasado un mínimo de cinco años en el mundo occidental, en una universidad, en la industria o en un centro de investigación, y que se han reincorporado a su país, dispuestos a poner en práctica el conocimiento adquirido en el extranjero. ¿Se pueden ustedes imaginar los efectos que eso puede tener de cara al futuro? El potencial de aquel país es inmenso. De esa realidad, compleja y diversa, que el fenómeno de la globalización nos ha puesto, no ya ante los ojos, sino en el centro mismo de nuestras vidas, es de la que tenemos que sacar cuentas. Y cuanto antes lo hagamos, mejor.

¿No lo estamos haciendo?

Muy poco o nada entre nosotros. Algo más en países como Francia y Alemania. Pero, en general, vivimos en una cierta locura en Europa. Como dando la espalda a esta realidad. Como no queriendo oír ni ver lo que no queremos oír ni ver. No hace mucho tiempo, hablaban los chinos de que, en cinco años, esperan lanzar una ciudad espacial por su cuenta. Y lo harán. Ello les exigirá afrontar y solventar un millón de problemas de todo tipo, pero acabarán consiguiéndolo. ¿Y Europa qué?, es la pregunta.

¿Qué?

Que nos hemos hecho funcionarios. Especialmente en España. Y, no menos, en Euzkadi. Lo único que falta aquí -y seguramente pronto llegará— es que los partidos políticos o los poderes públicos digan que por ley se exige que todo ser que nazca tiene que tener garantizadas, por el mero hecho de nacer, salud, educación y calidad de vida por cien años. Y gratis, a poder ser. Cualquier día veremos una disposición así, firmada por el rey o por el presidente del Consejo de ministros. Es lo único que nos falta. Pregunto yo: ¿quién va a ir en contra de que la educación sea buena y de balde? ¿Quién se va a oponer a que la sanidad sea muy buena y gratuita? ¿Quién se va a resistir a dar satisfacción a estas aspiraciones tan humanas? Pero la cuestión es: ¿se puede o no se puede? ¿Es eso viable, o no lo es? Algo que parece que nadie se pregunta.

En resumen, que no ve usted a Europa a la altura de los tiempos y de los problemas.

No, no la veo. La veo como si entendiera que los cambios tan profundos que se han producido en el mundo durante los últimos veinticinco o treinta años no le fueran a afectar a ella.

¿Y eso mismo pasa aquí, en Euzkadi, entre nosotros?

Veo síntomas preocupantes. Hablo con la gente de mi entorno y la veo reaccionar como si los cambios que se están produciendo en nuestro alrededor no fueran a tener que ver con su sistema de vida. Veo, desde esta perspectiva, claros síntomas de degradación.

¿Por ejemplo?

El índice de natalidad, por ejemplo. El vasco es uno de los más bajos del mundo. Algo a lo que parece que nadie da importancia. Y digo yo: si cuando cualquier especie, sea animal o vegetal, no se reproduce decimos que está en trance de desaparición, ¿no cabrá aplicar esto mismo al género humano y sus grupos? Si se tratase de pájaros, o de castaños, estaríamos, sin duda, tomando medidas para evitar la desaparición de la especie. Y sin embargo… Y también: el índice de viajes de turismo del País Vasco. Dicen, no sé si será cierto, que, en proporción, los vascos somos los que más viajamos en el mundo en concepto de turismo. No sé si será exactamente así. Pero si lo fuera, sería ciertamente preocupante, porque no creo, sinceramente, que nos corresponda tal nivel. Ni tampoco el índice de tabernas, restaurantes y lugares de ocio que tenemos. En esto, si se planeara una competición, incluso a nivel mundial, seríamos los primeros, los adelantados, los ganadores. Para mí son índices de degradación. Fenómenos análogos se han dado ya en otros países y en otras épocas. Y así les fue. A los romanos, por ejemplo. Aquí estamos, también, con este tipo de síntomas de decadencia, perfectamente comprobables y medibles. Graves, muy graves síntomas.

Quizás andamos con otras preocupaciones…

Quizás. Pero no deberíamos olvidar que las primeras deberían ser éstas de las que estamos hablando ahora.

¿Diría usted que los veinticinco años de autonomía han acelerado aquí, entre nosotros, en el País Vasco, el proceso de funcionarización al que usted se ha referido anteriormente?

No diría que sea necesariamente por esa causa. Pero está claro que vamos aceleradamente por ese camino. A veces parece que, incluso hacia los máximos índices del mundo. Pero insisto, no diría que la causa sea la autonomía que hemos tenido, por cierto, más bien poca. Yo no mezclaría ambas cosas. Se pueden compaginar la independencia total de Euzkadi y la no funcionarización de la sociedad. Una cosa es una cosa, y otra, otra.

¿Se refería usted a estas ideas cuando, en el arranque de la entrevista, se definía como liberal, además de enfermizamente vasco y con voluntad de ser racional?

Sí me siento liberal, en el sentido de que profeso un pensamiento liberal. No neoliberal, expresión que me molesta cuando la oigo v leo prác­ticamente todos los días en la prensa. Porque para mí es una expresión que no tiene sentido: o uno es liberal o simplemente es fascista. Cuando a uno, por ejemplo, le niegan el derecho a ser lo que quiere ser. Eso sólo se puede hacer eso desde el fascismo, sea cual sea el ropaje, más o menos cínico, con el que se encubra.

¿Cómo ve Juan Celaya en el contexto de la globalización mundial el futuro de este pueblo, el pueblo vasco que, como usted mismo indicaba, lleva tantos años asentado en este territorio?

El pueblo vaco, al igual que todos los pueblos pequeños, lo tiene complicado. Porque la globalización hace que los intercambios y las interrelaciones entre los distintos pueblos y sus gentes sean cada vez más fáciles y fluidas. La mezcla es mayor cada día. Esto, evidentemente, no quiere decir que sea imposible seguir subsistiendo como pueblo, aun siendo éste pequeño. Pero está claro que dificulta el empeño. Yo personalmente, no pierdo la esperanza y confío en que el pueblo vasco pueda seguir siéndolo en el futuro.

Deberá acomodarse a las nuevas circunstancias.

Por supuesto. No se trata de hacer perdurar ninguna esencia primigenia, pero tampoco de que debamos perder nuestras características, que a estas alturas, las tenemos bien definidas.

La globalización, se dice, estimula las identidades muy marcadas. Eso parece ocurrir, por ejemplo, en la sociedad americana, donde se vive el cosmopolitismo, pero, al mismo tiempo, se refuerzan los orígenes identitarios de cada cual…

Estoy totalmente de acuerdo con esa visión, y espero, por ello, que sigamos con nuestra identidad. Pero, insisto, lo tenemos difícil. La tendencia que ustedes apuntan constituye un indicado positivo, al que yo personalmente me aferro muy fuertemente, pero no debemos olvidar que en la globalización existen otras muchísimas circunstancias que llevan más bien en dirección contraria.

Se aferra al futuro, si entendemos bien, con temor.

Con mucho temor y con mucha racionalidad a la vez, porque, como les decía, dentro de mi enfermedad de ser vasco quiero ser racional. Sin racionalidad no hay nada que hacer.

¿Proviene su temor exclusivamente del hecho «exterior» de la globalización o, también, del hecho «interior» de que no observa en el pueblo vasco la fuerza suficiente para afrontar los retos del futuro?

De los dos, evidentemente. Que se están produciendo y van a seguir produciéndose hechos que nos van a situar en un nuevo contexto complicado, es obvio. Pero mi temor proviene, no menos, del hecho de que en casa miremos para otro lado ante esos problemas. Dicen que para el ser humano la solución de un problema consiste, principalmente, en conocerlo, en ser capaz de formularlo con claridad y precisión. Si lo ignoramos o desconocemos, entonces es evidente que no hay solución. Tenemos que ser muy conscientes de que el mundo está cambiando. Y tenemos que tomar posturas sobre cómo continuar en este mundo tan cambiante. Me temo que no lo estamos haciendo siempre debidamente, como antes he señalado.

Todo menos aislarse, si le entendemos bien.

Evidentemente. La pertenencia al mundo es un hecho y una condición para sobrevivir. Si no, desapareces. Lo que hace falta es adecuarse a ese mundo y a sus cambios, que, por lo demás, son constantes. Para quienes, como yo, nacimos en los años veinte y nos ha tocado vivir lo que nos ha tocado vivir, el proceso de internacionalización actual no deja de tener su gracia. Como quien dice, toda la vida nos ha tocado oír cantar, puño en alto, el himno de la Internacional. Y resulta que la sociedad internacional ha venido de cualquier otro sitio menos de donde pronosticaban y postulaban aquel himno y quienes lo cantaban. Como tampoco ha venido de la teología, ni de la filosofía, ni de los políticos, que tanto han teorizado sobre ella. El proceso de internacionalización real está siendo desarrollado por los centros de investigación y los laboratorios, que hacen posible que uno pueda hablar con el último pueblo de China o de la Antártida o con la cúspide del Everest exactamente igual que con la secretaria que está en la sala de al lado. Basta apretar un botón. De modo que hoy podemos dar la vuelta al mundo en veinticuatro horas, y en doce, situarnos en el extremo opuesto. La pregunta es: ¿qué hago yo quedando fuera del acontecer del mundo? Y la res­puesta es sólo una: nada. No puedo pensar que el mundo vaya a cambiar hacia donde estoy yo. Soy yo el que tengo que cambiar y adaptarme. De buen grado o no. Y conviene no olvidar que esto es válido en todos los órdenes de la vida: en el personal, en el económico, en el social, y también en el político… donde, por cierto, muy poco se ha hecho, como puede apreciarse en esos Estados que, como Francia, España, etc., siguen ensimismados en sus pretendidas esencias eternas.

Los vascos, al menos hasta hoy, parece que hemos sido capaces de ir adecuándonos al mundo cambiante, de forma destacada, en el ámbito económico-industrial. Ello se suele atribuir, a menudo, a la capacidad emprendedora que hemos manifestado en la historia. ¿Cómo valora Juan Celaya la capacidad empresarial existente hoy en el País Vasco?

La valoro bien, positivamente. Pero es cada vez más débil. Las leyes que rigen hoy la humanidad son cada vez más universales, más globales. Muy especialmente, las leyes laborales. Y eso tiene incidencia en noso­tros, una gran incidencia. Es ahí donde yo soy crítico, no sólo con respecto a nuestro país, sino a toda Europa. La situación de Europa es grave, muy grave a mi entender, como he señalado anteriormente.

¿Tiene usted, tras su larga experiencia empresarial, una idea hecha sobre si se valora y, en su caso, cómo se valora lo vasco en el mundo económico?

Yo no me atrevería a afirmar que la valoración de lo vasco en el mundo económico internacional sea ésta o aquélla. Sería demasiado pretencioso. Debemos tener claro cuáles son los límites del pueblo vasco, y hasta dónde dan y hasta dónde no. Ahora bien, me atrevo a decir que nuestra valoración tiende, en general, a ser positiva. Yo he tenido experiencias en ese sentido. Me acuerdo, por ejemplo, cómo, habiendo pugnado por un contrato con gente italiana, nos manifestaban que «prefiero con los vascos que con los italianos». Creo que, en general, lo vasco se aprecia en el mundo. Un poco por todas partes, allá donde se conoce. Incluso me atrevería a decir que, en la historia, allí donde ha estado el pueblo vasco, que es en todo el mundo, más o menos, ha sido respetado, en términos generales, por su forma de actuar ante la vida. Se le ha identificado con rasgos de honradez, de trabajo, de credibilidad. Y creo que eso no se ha perdido todavía. Hace poco, en Argentina, preguntaba al núcleo vasco si eso que se ha solido decir de «palabra de vasco» persiste.

¿Qué le contestaron?

Me dijeron: «Todavía sí. Aminorado, pero persiste. Hoy, todavía, decir que uno es vasco tiene una respetabilidad.» Hay una cosa que para mí es evidente, y que constituye una muestra, una especie de indicio, de este aprecio, especialmente en nuestro alrededor. Se trata del hecho de que si un hombre tiene el segundo apellido vasco, normalmente sabremos cuál es ese segundo apellido, porque se dará a conocer por él. Siempre o casi siempre. Si el segundo apellido es español, las cosas cambian, por regla general. Y eso ocurre, por cierto, con los mismos que nos ponen a parir, que nos tratan de enfermos mentales. No dejan de exhibir, al mismo tiempo, su segundo apellido vasco, si lo tienen, como si quisieran mostrar su voluntad de pertenecer a este pueblo.

Habrá escuchado, en todo caso, aquí, en nuestro entorno, e incluso en casa, que una excesiva valoración de lo vasco va a ir en contra de nuestro desarrollo económico. Como si el progreso no pudiera compaginarse con ser «muy» vasco. Incluso, muy al contrario, como si lo vasco se identificara con lo aldeano.

Es lo que quieren hacer de nosotros. Cada uno hace su juego para eliminar un grupo humano y sus características. No hay nada de verdad en eso.

De vez en cuando se escuchan comentarios sobre el coste económico que conllevaría para Euskadi ser independiente. ¿Qué opina de tales cálculos?

¡Qué carajo! Es una mandanga. Es puro cinismo que no obedece a nada real. Con esa gente, mejor ni hablar, por muy catedráticos que sean.

¿Y en el mundo empresarial? Seguro que no todo el mundo coincide con sus ideas y sus planteamientos. ¿Ha Mentido Juan Celaya algún tipo de rechazo por tal causa en ese mundo?

En el mundo propiamente empresarial, no. Pero una cosa son los empresarios y otra, muy distinta, las direcciones de las organizaciones empresariales. Éstas suelen estar dirigidas por gente que juega políticamente. O, cuando menos, corren ese riesgo. Pero a mí no me han preocupado en exceso las carreras políticas de algunos. Con los empresarios, propiamente hablando, es muy distinto. Con ellos se puede hablar, uno a uno, con tranquilidad y con franqueza. Podrán no estar de acuerdo, pero eso tampoco significa más que eso. Hay respeto. Y uno tiene sus argumentos.

Políticamente hablando, los cuatro últimos años de Aznar han sido duros, broncos. ¿Y empresarialmente? Y al respecto: ¿se ha notado algo la llegada de un nuevo Gobierno y su talante?

Habíamos llegado a una situación —hablo como empresario, que es lo que soy— de «temor, temor, temor a todo». A nivel económico, veíamos tomar disposiciones de todo tipo que a algunos nos hacían temer lo peor. Lo vivido el 11-M es una prueba de ello. Con las elecciones ha vuelto una cierta tranquilidad. Estoy feliz con el hecho de que hayan ganado los socialistas. No porque me haga ilusiones vanas, porque soy consciente de que los problemas persisten y de que las posturas de fondo son parecidas, si no iguales. Pero, en todo caso, me encuentro mucho más tranquilo. Y no se trata de mi percepción en exclusiva, ya que en el mundo empresarial es bastante generalizada. Hay mucha mayor tranquilidad. Y tengo la percepción de que se trata de una sensación que va a extenderse, incluso entre quienes, en los últimos cuatro años, estuvieron fomentando la contraria. Es como si hubieran tomado nota de que con el bestialismo de la época anterior no vamos a ningún sitio.

Como usted mismo indicaba, en todo caso seguimos sin resolver el problema.

De acuerdo. Pero desde el punto de vista empresarial la situación es más tranquila. Y por ahí hay que arrancar.

¿Tiene esperanza de que esos cambios acaben en algún sitio?

Yo, sí. Pero también tengo el temor de que pueda suceder algo que ocurre siempre y en todas partes, no sólo en la política: que si ellos perciben debilidad en nosotros, entonces tratarán de ir hasta el fondo. Y si perciben firmeza, al revés. Es lo que ocurre también en todo conflicto laboral. Si creen que el patrono está débil, la otra parte se envalentona. Si te ven firme, al revés. Lo mismo pasa en una sociedad empresarial: si tienes cuatro o cinco socios, y alguien pretende hacer maniobras por su lado, si ve al conjunto firme, ahí se acaba. Si cree que puede maniobrar, no para.

¿Qué ve en la sociedad vasca actual: firmeza o debilidad?

En ocasiones veo debilidad. A veces veo a la gente -os veo también a vosotros, parlamentarios del PNV- como demasiado suaves, como defendiéndoos de que os acusen de haberos echado al monte, o algo por el estilo. Pero para mí, este tiempo, si sirve para algo, es para hablar claro. Es tiempo para decirles claramente a algunos que, a la vista del modo en el que reaccionan, uno no sólo desearía ser independiente, sino, además, estar a quince mil kilómetros de ellos.

Se suele decir que el dinero no tiene patria. ¡Quién lo diría escuchando a Juan Celaya!

El dinero, como tal, no debe tener patria. Eso no quiere decir que una persona, acogiéndose a este dicho, que es real, pueda hacer lo que le dé la gana, como si no tuviera patria.

¿Tienen los empresarios patria?

Cuidado, cuidado, cuidado… Al empresario, en efecto, se le ha de con­siderar como tal, en el desempeño de su actividad. Pero el hombre es anterior y está por encima de esta o aquella actividad; es algo más que el ser o no ser empresario. Y la primera respuesta tiene que darla el hombre. No cabe escudarse en la actividad que se ejerce para hacer cualquier cosa y salvar la responsabilidad personal en nombre de aquélla. Yo, ante todo, tengo que ser hombre y tengo que responder ante el mundo como cualquier otro. Exactamente igual que si fuera boxeador, futbolista o tuviera cualquier otro oficio. Por ello me hace mucha gracia el hecho de que, cuando se habla de empresarios, algunos saquen a relucir de inmediato el tópico de que «ésos no piensan más que en economía. Y la vida no sólo es economía». Frente a quienes hacen esas afirmaciones, yo respondo: «Claro que la vida no sólo es economía, pero que quede claro: a Juan Celaya no le cuesta nada, ni una milésima de segundo, pasar a ser humanista en los términos en los que algunos cultivan el humanismo, que consiste en repartir en proyectos culturales el dinero que otro les da. Eso lo sé hacer yo mejor que nadie.» También yo puedo ser humanista así es decir con la condición de que alguien me dé el dinero con el que se van a estimular los valores humanísticos. ¿No? Porque el que pone el dinero, ¿acaso no comparte también esos valores?

Para ir cerrando esta entrevista: es evidente que Juan Celaya no practica, no ha practicado hoy al menos, el lenguaje que llamamos políticamente correcto.

A mí me importa un carajo lo que es políticamente correcto. Y me molesta, incluso, el que otros lo utilicen. Es igual en el mundo empre­sarial que en el mundo político o que en cualquier otro. ¿Por qué, por ejemplo, hoy no se puede hablar de razas? Si uno se pone hablar en esos términos, en seguida hay alguien que dice cosas como: «¿De qué está hablando este majadero?» Si hablásemos de razas para defender el derecho de unas a someter a las otras, podría entender la objeción. Pero no es el caso, evidentemente. Y digo yo que, como toda la vida, se podrá seguir distinguiendo entre razas y grupos humanos, ¿no? ¿A qué viene, entonces, ponerse nervioso con esas cosas? Y ocurre lo propio en el mundo empresarial, donde, al parecer, como se me ha dicho en alguna ocasión, plantear algunas cosas no es políticamente correcto. Así nos va luego. ¿Y qué decir de la política propiamente hablando? ¿Por qué hay que andar con un lenguaje políticamente correcto sabiendo que, a menudo, esa corrección encierra unas increíbles dosis de cinismo? Ésta es la razón por la que me declaro oficialmente enfermo. Así no tengo que dar explicaciones a nadie. Prefiero estar enfermo a ser políticamente correcto.

 

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