Lunes 13 de octubre de 2014
Hace dos semanas recibí la llamada de José Manuel Aizpurua. Le conozco del colegio y en tiempos del primer Aznar fue autoridad portuaria de Pasaia cuatro años. Y me dijo «Iñaki, estamos tratando de reunirnos los que hace cincuenta años empezamos en el Colegio Marianistas. No lo hemos hecho nunca. Yo me ocupo de llamar a los de la letra A y Juan de los Mozos a los de la B y otro a los de la C. Y hemos organizado una visita al Colegio, una misa, fotos en el patio y comida en Gaztelubide. ¿Vienes?». «Sí», le contesté. Volver a la infancia siempre es bueno, aunque desanimante. Pero Donosti siempre vale la pena. Lo malo es pasar de un equipo de chavalitos con una vida por delante, todos con sus corbatas, algunas estirable, y cara de buenos, a una reunión de sesentones, calvos, resabiados, hablando de enfermedades y nietos, con una remesa de bajas de treinta fallecidos y con una vida hecha. Y es que, como dice mi suegro, «no hay peor óxido que el tiempo». Pero la amistad y los recuerdos se imponen. Y en aquel curso había gente que luego voló alto. Fernando Fernández Savater, compañero de pupitre, el sociólogo Echeverria, Joaquín Arango director del CIS, Abascal médico patólogo en Zaragoza, Berraondo profesor de ética, Aristi, Director de Feve, Bustamante en Turismo Muñoz Baroja en Cultura y muchos más. Cada uno en lo suyo.
Y fui este sábado 11 a Donosti.
Lo hice en el autobús Pesa.11,75 ida y 11,75 vuelta y hora y cuarto de viaje. Un trayecto cómodo. Y de Termibús a la parada del Hotel Astoria en la Plaza Pío XII.
Hacía décadas no pisaba esas calles. Enfilé por la Avenida Sancho el Sabio. Vi el lugar donde había estado el Cine Astoria. Me acordé de la última película que vi allí con mi aita y hermanos. Fue El Álamo. Y me suena todavía su nostálgica música. Y pasé por delante de un edificio que había sustituido a otro que se había derrumbado por la poca calidad de los materiales. Y me acordé del portal donde vivía Jose Joaquín Azurza, un donostiarra, ingeniero electrónico que fue el alma técnica de la clandestina Radio Euzkadi. Y vi el lugar donde estuvo el cine Rex Avenida, cerca de la casa donde viví con mi ama y hermanos antes de ir a Bilbao. Sancho El Sabio 16, 7º número 2. Éramos vecinos de los Carrera. Ramón y Alberto, compañeros de colegio. Alberto ha debido ser un crack en hockey. La siguiente manzana era donde vivían los militares al comienzo de una Amara que conocí casi despoblada.
Pasar frente al parque me recordó la pista de patines que había y que ya no existe. Hoy es un parque muy arbolado y completo para niños y jubilados con bancos ingleses, de esa madera de tejo dura e impudrible, y en un recodo la estatua en homenaje de la Reina Regente, María Cristina de Habsburgo y Lorena que apostó por convertir Donosti en lugar de las vacaciones de la Familia Real. Era austriaca y le llamaban Doña Virtudes. Nada que ver con los Borbones aunque tuvo que aguantar a su marido Alfonso XII. Tiene una estatua blanca allí, en la plaza del Centenario y otra en Ondarreta. Y vi que le habían cambiado el nombre al Paseo de los Fueros por Paseo del Árbol de Gernika. No sé quien lo hizo pero andaba algo despistado.
Y llegué a la confluencia de la calle Prim con la calle Urbieta. En el número 59, en el piso primero centro, viví cuatro años con mis aitonas frente al Bellas Artes y encima del garaje Arcos. Hoy es una juguetería y en el piso donde vivíamos hay un estudio de arquitectura. Me dieron ganas de tocar el timbre y pedirles me dejaran ver aquella casa en forma de T con un teléfono en el pasillo, el 16905, una terraza que daba al Paseo de los Fueros, ventanas con balcones a la calle Pedro Egaña llena de geranios de mi amona, donde enfrente había una ikastola y el piso donde estuve con mi hermana recibiendo clases de euskera.
Vi al Bellas Artes enjaulado. Sería un crimen lo derruyeran. Es la estética y el paisaje de la ciudad. Y recuerdo haber visto decenas de películas en sesión continua, una de ellas, «El Puente sobre el Río Kwai» e Historias de la Radio. Y no me desvié, por falta de tiempo, para ir a los Carmelitas. Mi amona era feligresa de esta iglesia y del Niño Jesús de Praga que me enteré existía en Praga. Y el cura que andaba con todas las señoras era el Padre Elías. Mis hermanos fueron monaguillos y les pagaban cinco pesetas por ayudar a misa. Había un local donde proyectaban películas autorizadas. No existían los rombos sino una clasificación que impedía a los menores de 18 años ir a las películas 3R.
Y enfilé la calle Urbieta. Todos los comercios han cambiado de destino. La droguería, la tienda de ultramarinos, un pequeño bazar Carrasquedo donde compraba figuritas para el portal de Belén, la tienda Martínez donde comprábamos el vino, la sastrería Arrieta donde me hicieron un traje con pantalones cortos. Y ya no estaba el letrero de la Academia Edwards donde mi aita me llevó a aprender inglés. Tenían unos compartimentos con audífonos. Lo más de la época.
Hice un quiebro y me metí por la calle Reyes Católicos que tiene ahora su nombre en euskera. Y vi que continuaba la tienda de festejos, máscaras y bromas. Antes se llamaba Krinda. Y seguía la librería donde comprábamos Pumby y Hazañas Bélicas.
Poco a poco llegué a la calle San Bartolomé. Ya no estaba la joyería donde, tras la Primera Comunión, me compraron un reloj Festina por 790 pesetas. Ni la pequeña tienda de Chuches Trini donde ésta hacía unas tortas a peseta que eran una delicia.
Y ante mí, la cuesta de Aldapeta. Seis años subiéndola y bajándola. Pero ya no estaban las cesteras, señoras que te vendía regaliz, matigocho, dulces, bombas y chicles.
Y fui subiendo. Y le recuerdo a Benegas bajar de Ayete donde vivía para ir al colegio de los jesuitas. Y en mitad de la cuesta, una casa donde vivían los Estornés, de los pocos nacionalistas militantes de la época. Uno de los hijos, hermano de Idoia, Garikoitz fue compañero de clase. Le decían en el colegio que no era nombre admitido. Y eso que hay un santo en Bheterrabe que se llama así. A mí me cambiaron Iñaki Mirena por Ignacio María. Protestamos. Yo había sido registrado y bautizado como Iñaki Mirena. No hubo forma. Era la violencia del régimen. Lo vasco preterido aunque el colegio abrió algo la mano cuando nos puso clases de euskera, después del horario lectivo. Le recuerdo a Don Nemesio Etxaniz enseñándonos a cantar El Puente sobre el Río Kwai en euskera.
Y llegué a la puerta del Colegio. A la izquierda ya no está el Cuartel de la Policía. Varios policías, de los grises, venían a darnos clases de gimnasia y de Formación del Espíritu Nacional. Mi aita logró, a través de la embajada de Venezuela, que cuando entrara el profesor yo me saliera de la clase a deambular por los patios, a cuenta de que era extranjero. No sé cómo me lo permitieron porque el nacional catolicismo lo impregnaba todo.
Y vi que está en marcha todo un obrón en donde estuvo el colegio de San Bartolomé. No sé si van a respetar la Iglesia. Pero van a dejar irreconocible todo ese entorno.
La entrada del colegio está ahora muy abierta. Antes había una puerta con verjas. Y siempre estaba el prefecto de disciplina, Don Jacinto al que le llamaban «El Chaquetas». Si llegabas tarde, te castigaban. Los horarios eran duros. De nueve a 1,15 y de 3,15 a 6,15.Y ahora se quejan los chavales. Los sábados por la tarde fiesta y luego lo fue también el jueves. Pocas salidas de excursión.
No vi en la entrada el viejo autobús de película norteamericana que llamábamos «La Cafetera», ni tampoco las miles de botellas que en su día hubo a cuenta de una Operación Botella, que luego se reciclaban y nos daban un dinero para alguna obra de caridad. También salíamos con huchas de porcelana de chinitos, indios y negritos el día del Domund, 12 de octubre, a recoger ayudas para las obras misioneras, piso por piso. Y, en el pasillo del Colegio, había termómetros con luces donde se producía una rivalidad entre clases. Aliciente para conseguir más dinero. En la clase C debía haber algún padre con posibles que siempre les hacía ganar.
Hoy el colegio tiene 2.200 alumnos y es mixto, algo inconcebible en aquella época. Han debido unir Marianistas, Villa Belén de chicas y San Bartolomé. Nosotros éramos unos mil doscientos y al pagar la mensualidad Don Lucio nos daba una piruleta y un regaliz. Y nos parecía el no va más.
Y llego a la puerta. En la entrada de maestro de ceremonias José Manuel Aizpurua, alma de esta movida del reencuentro y que tiene en su cabeza nombres y datos de casi todos.

