Euskaltel nació en Genova 13 y en euskera

Miércoles 17 de febrero de 2021

El título suena a exageración pero cuando hoy son noticia que el PP abandona su sede de Genova 13 y que Euskaltel Euskadi vuelve a correr con su camiseta naranja, la conjunción de ambas noticias, me da este recuerdo.

Era 1996. El PP de Aznar había ganado las elecciones. La campaña, como el pasado había sido muy bronco, pero Aznar necesitaba de CIU, Coalición Canaria y el PNV. Y teníamos dos posibilidades, o negociábamos e íbamos día a día fortaleciendo Euzkadi o nos poníamos exquisitos y decíamos que no negociábamos con fachas, que suele ser lo habitual. Pero el PNV no va de complejos. El PNV va de vencer resistencias y barrer para casa.

Al frente del PNV estaba Xabier Arzalluz que tras analizar la cuestión en el EBB y en su Asamblea, decidió negociar y como consecuencia de esto se acordó apoyar un pacto de investidura. No se logró un pacto de legislatura pues los sindicatos pusieron sobre la mesa que si se negociaba el régimen económico de la Seguridad Social, ellos recibían a Aznar con una huelga  general pues  se rompía el tótem de la Caja Única y que por eso no pasaban. Les importaba un pito que el estatuto de Gernika fuera una ley orgánica de obligado cumplimiento.

Nosotros logramos avances en la consolidación del Concierto y acuerdos importantes, uno de ellos la creación de Euskaltel. Una telefonía propia que posteriormente con su equipo ciclista entusiasmó a los aficionados vascos y proyectó su imagen por todo el mundo.

Tras el acuerdo, muy trabajado por el vicelehendakari Juan José Ibarretxe, me llamó Mayor Oreja. Estaba feliz. Quería que viniera todo el PP a Bilbao como habían hecho con los ca­talanes. Le dije que preferíamos ir nosotros a Madrid. «¿En qué hotel?», me preguntó. «No. En vuestra sede», le dije. No se lo terminaba de creer porque toda la obsesión de CiU había consis­tido en que el PP fuera a Barcelona, poco menos que a inclinar la cerviz, al hotel Majestic. Sin embargo, el montaraz PNV lo quería hacer nada menos que en la sede del PP. «Yo por ir a la sede del PP no voy a dejar de ser nacionalista vasco. No tengo complejo alguno», le contesté.

El martes 30 de abril salíamos Arzalluz y yo hacia Madrid rumbo a la sede del PP. La expectación era inusitada. Subimos al despacho de Aznar. Allí estaba con Rato, Rajoy y Mayor Oreja. Hablamos del acuerdo y de sus partes. Había una cláusula secreta a petición de Aznar. Habíamos llegado al acuerdo sobre el segun­do operador de telefonía, Euskaltel, y el PP no quería que esto se supiera porque CiU les iba a pedir a ellos lo mismo. Y allí estaba. Pero Arzalluz quería que Aznar firmara el documento. Éste le pre­guntó si no se fiaba de él. «Sí, pero me fío más si firmas», le contestó Arzalluz. «Pero bueno, ¿vosotros no habláis siempre de la palabra de vasco?», y diciendo esto puso su mano sobre la carpetilla verde. Con ese gesto daba por firmado el documento.

En aquel séptimo piso los dirigentes del PP nos comentaron lo complicado de nuestra organización, los mítines de los fines de semana, la labor diaria. Ellos nos decían que por haber tenido un partido con listas abiertas casi se quedan sin organización en 1986. «Es terrible cuando la gente hace propaganda en la prensa para lograr un cargo interno».

Y con las mismas fuimos a la planta baja, a una rueda de prensa que estaba de bote en bote, con las gaviotas del PP detrás. Un pe­riodista le preguntó a Arzalluz si sabía dónde estaba. «Por supuesto. Esto de aquí detrás son las gaviotas del PP y este edificio la sede del PP en la calle de Génova, 13. ¿No es así? ¿Usted cree que yo no sé con quién estoy pactando?». Trece cámaras de televisión y una rue­da de prensa de una hora. Arzalluz utilizó su contrastada capacidad didáctica para explicar el acuerdo. Dijo que había tenido especial interés en que se hiciera público. Al final el PP accedió. «No hay nada mejor que la transparencia, que la gente lo sepa por si alguien lo incumple». Al no haber firma, la prensa actuaría como BOE.

Contestó asimismo en euskera. Seguramente sería aquella la primera vez y quizá la última que en aquella sala resonara el eus­kera. La imagen era increíble y, hoy, impensable. Los dos en la sede del PP. Arzalluz hablando en euskera de acuerdos con Aznar en su propia casa. Impactante e insólito.

Subimos de nuevo al despacho de Aznar. Firmaba cartas. Nos enseñó la sede. Es todo un edificio, aunque es mucho mejor Sabin Etxea. «Seguro que cuando veas Sabin Etxea y degustes nuestras exquisiteces —le dijo Arzalluz a Aznar— te gustará más el nuestro y comenzarás a entender un poco mejor al PNV».

Hoy es noticia que  vuelve el equipo ciclista y que la sede de Genova 13 desaparece. El lastre de la corrupción se la ha llevado. No estoy muy seguro si van a lograr cambiar de imagen por eso. Convergencia en Catalunya cambió de sede y de nombre. Han desaparecido. La gente puede asociar una sede a la corrupción, pero la mayoría lo hace a los éxitos y los 23 años de Pujol que hoy denigran, están en el imaginario colectivo para bien. Lo peor es pues marear al personal.

Termino. Recuerdo con agrado aquella rueda de prensa y el euskera utilizado por Xabier hablando de todo menos de Euskaltel que había nacido en el piso de arriba pero no había que dar cuenta de ello para que CIU no pidiera lo mismo.

Como diría Clinton en 1993. ”Es la política, imbécil”.

El mensaje del silencio

Martes 16 de febrero de 2021

Reproduzco un interesante análisis electoral en Catalunya publicado este martes en La Vanguardia por Carles Castro

El mensaje del silencio: el cansancio, el alto nivel de abstención, la resignación de una parte creciente de la población de Catalunya, un reflejo de la “calidad” y credibilidad de la oferta política.

Ante esto el objetivo del PNV debe ser mantener alta la participación. Evitar la fragmentación y las ofertas binarias de Bildu y Vox. Definir el framework (marco de referencia), definir los temas, liderarlos  y no caer ni seguir los argumentos de la izquierda abertzale, independentista o comunista. Tener discurso propio y no estar a la defensiva.

Dice lo siguiente:

ELECCIONES CATALANAS

La tasa récord de abstención revela el agotamiento de la sociedad catalana ante el falso dilema entre ruptura o inmovilismo

Tres miembros de una mesa electoral en Sant Cugat del Valles a las 7pm cuando se colocaron los EPIs en la jornada electoral del 14F

 “Para qué vamos a cambiar nada si las cosas ya no pueden ir peor”. Esta frase tan representativa del cinismo político podría explicar la conducta de muchos de los electores que el domingo acudieron a las urnas, pero también de buena parte de los que optaron deliberadamente por quedarse en su casa. Las comparaciones pueden ser odiosas y además absurdas. Por eso, la caída en la participación no puede verse solo a la luz de los resultados excepcionales de los comicios del 2017.

Ahora bien, la deserción de más de un millón y medio de electores tampoco puede despacharse como una consecuencia exclusiva de la pandemia y, mucho menos aún, como un cierto retorno a los registros habituales de unas autonómicas. Sobre todo porque el 53,5% de participación que se produjo el 14-F supone un récord abstencionista que solo encuentra parangón en el registrado en una coyuntura diametralmente opuesta a la actual: los comicios del 92 (54,9%), celebrados en un momento de optimismo olímpico y razonable cohesión social.

Las cifras reales del 14-F

En realidad, ese millón y medio de electores ausentes configuran el anunciado “partido de la abstención”, un espectro que se ha convertido en el mejor reflejo del cansancio que afecta a la sociedad catalana. Catalunya lleva casi una década partida en dos, enfrentada a un falso e insoluble dilema dramático de carácter existencial: seguir o no formando parte de España y, en consecuencia, también de Europa.

Por eso, las elecciones del domingo apenas tienen ganadores. El independentismo esgrime como un éxito que justificaría nuevos intentos de “saltar la pared” el 51,3% de los sufragios que lograron reunir el 14-F las fuerzas formalmente secesionistas (incluidas las más exóticas, con cómputos en torno a 5.000 papeletas). Pero ese sector político no puede ignorar que cedió más de 600.000 sufragios con respecto a su cosecha del 2017. Es decir, 626.086 antiguos votantes independentistas decidieron olvidarse de la “legitimidad del 1 de octubre” y de la persistencia de los “presos y exiliados”. De hecho se olvidaron incluso de que habían ido a votar en aquel referéndum unilateral. Y eso, en el mejor caso, se llama fatiga.

Pero, además, la supuesta hegemonía independentista se reduce prácticamente a cenizas si se la sitúa en el contexto de una participación tan baja. ¿Más del 51% de los sufragios? Cuidado con las fantasías. Como recurso de política ficción puede funcionar, pero la realidad se escribe con otras cifras: los votantes independentistas suponen ahora el 27% del censo, diez puntos menos que hace tres años. En otras palabras: solo uno de cada cuatro catalanes expresó el domingo un impreciso deseo de continuar la aventura soberanista como si nada hubiese pasado. Ese es el “gran salto adelante” que pueden esgrimir los escurridizos sherpas de la independencia.

El problema de las elecciones del domingo es que tampoco acudieron a la cita muchos de los que en el 2017 se volcaron en las urnas para expresar el rechazo a la ruptura con España. En este caso, casi 900.000 desertores. Una desmovilización realmente asimétrica que se explica por la distribución territorial de la abstención: en torno al 45% en la Catalunya profunda, pero hasta diez puntos más en la metropolitana. Y esa fuga dejó el contingente de quienes rechazan o simplemente no apoyan la independencia en torno a 1.400.000 votantes. O sea, algo más del 48% de los sufragios si se excluyen los nulos y que, expresado en cifras reales, supuso un 26% del censo; es decir, más de 15 puntos menos que en diciembre del 2017. Otra muestra de fatiga bien visible.

La evolución electoral del nacionalismo y el independentismo

Claro que, a la vista de esa asimetría, pueden formularse algunas preguntas incómodas: ¿Les afectó más a este sector de los votantes el temor a contagiarse mientras depositaban un sobre con una papeleta en una urna? ¿O bien la “victoria” en votos pero la “derrota” en escaños de hace tres años les ha llevado a abandonar toda esperanza de impulsar la alternancia en Catalunya? En fin, quizás hayan llegado a la terrible conclusión de que las instituciones del Estado ya se ocuparán de “poner en su sitio” a los dirigentes independentistas si, como no dejan de proclamar, “ho tornaran a fer”.

Es verdad que la victoria del socialista Salvador Illa es un resultado meritorio en un contexto tan difícil como el actual. Y los más de 46.000 sufragios que ha añadido el PSC a su resultado del 2017 tienen un gran valor en medio de la formidable caída de la participación. Todo ello sin olvidar que la hegemonía socialista en el bloque opuesto a la independencia implica que, a ese lado de la trinchera, domina una formación partidaria del diálogo y el pacto.

Pero más allá del éxito de un partido político que, sin embargo, no contará con el apoyo parlamentario suficiente para aspirar a gobernar Catalunya, el resto del panorama que se extiende ante las fuerzas de proyección estatal no puede ser más desolador. El derrumbe de Ciudadanos alcanza unas dimensiones tan catastróficas que solo se explican por su incapacidad para dibujar una alternativa al nacionalismo que no pasase por el simple rechazo frontal de sus postulados.

Esa intransigencia ante un conflicto territorial que exige bastante sutileza explica también los desastrosos resultados de los populares, peores que hace tres años y al borde de la marginalidad. Pero ese discurso tan aparentemente productivo en el conjunto de España, y que consiste en describir como una tragedia lo que con frecuencia no va más allá de una farsa, tampoco sirvió a Rivera y Casado para ganar las elecciones generales. Y lo que es peor: la exageración de la magnitud del conflicto catalán ha alimentado la creación de un monstruo que amenaza con devorar al PP y a Cs: Vox. Los ultras son ahora la segunda fuerza de oposición al nacionalismo en Catalunya, con casi 220.000 votos que no contribuirán precisamente a apaciguar los ánimos ni a buscar soluciones sofisticadas.

Una década de cambios en el Parlament de Catalunya

Claro que en la eclosión de Vox, el papel catalizador del aventurerismo independentista ha sido también clave. Y de ahí que, si se hace abstracción del resultado global, una visión miope solo percibiría lo mucho que crecen los extremos: en total más de 400.000 electores entre los antisistema de la CUP, que duplican representación, y los antisistema de la ultraderecha españolista. Pero aún son solo 400.000 sobre un censo total cercano a los cinco millones y medio de catalanes.

A partir de ahí, si las fuerzas centrales no son capaces de encontrar una solución aceptable al callejón sin salida del proceso soberanista, de modo que la desafección –y con ella la abstención– sigan creciendo, las únicas voces que acabarán oyéndose serán las de los dos extremos. Y si unos prometen suprimir la autonomía, los otros parecen dispuestos a responder a pedradas. Ese es el mensaje silencioso de estas elecciones: el vital entendimiento entre las principales fuerzas. Algunos lo llamarían “la hora de los traidores”.