El 2 de enero de 1981 falleció en su Lizarra (Estella) natal D. Manuel de Irujo. Hace treinta años se apagó la recia voz de un hombre de quien el sacerdote en la homilía de su funeral dijo: «Hombres como estos justifican toda una generación». Y acertó. Hijo de Daniel Irujo, el abogado defensor de Sabino Arana, estudió en Deusto y se licenció como abogado. Parlamentario foral, diputado, creador de la Caja de Ahorros de Navarra, diputado, ministro de Justicia y sin Cartera de los gobiernos de Largo Caballero y Negrin, Delegado vasco en Londres, presidente del Consejo Nacional Vasco, escritor, músico, historiador, humanista, pero por sobre todo, exiliado. «Cuarenta años de exilio os contemplan» exclamó cuando pisó el aeropuerto de Noain.
D. Manuel de Irujo fue además un gran parlamentario. Si Aguirre era la cara visible de la lucha en Cortes por el primer estatuto de Autonomía, Irujo era quien llevaba el día a día del Grupo parlamentario siendo numerosísimas sus intervenciones. Orador fogoso y cargado de datos, ponía fuego en sus intervenciones y nada de lo vasco, ni de lo humano en general, le era ajeno. Puertos, corralizas, vías férreas, cierres de periódicos, tribunales y grandes debates. En 1935, tras la famosa frase de Calvo Sotelo en el Frontón Urumea de San Sebastián diciendo que más prefería “una España roja que rota”, el siguiente paso del líder de Renovación Española fue pedir la ilegalización del PNV. Y fueron Aguirre, Picavea, Monzón e Irujo quienes protagonizaron un debate sensacional en el que Irujo le llamó a Calvo Sotelo «el último godo». Fueron tiempos muy difíciles, tiempos de aguda parcialización y enfrentamiento que desembocaron en una guerra espantosa que D. Manuel trató de humanizar, visitando en Madrid las morgues, votando siempre en contra de la pena de muerte, tratando de legislar en favor del más débil, regularizando el culto religioso, allí donde pudo, y todo esto en momentos de pasiones desatadas.
Irujo solía decir que él había sido el precio del estatuto de autonomía. Desgarrado por la desafección de su Navarra a causa de un cambio de actas fraudulento, cuando en setiembre de 1936 Largo Caballero quiso un ministro del PNV en su gobierno, el EBB del PNV le dijo que sí, pero antes quería que en el pleno del Congreso se aprobase el Estatuto que ya estaba dictaminado en comisión. El presidente accedió y el 1 de octubre de 1936, Manuel de Irujo, desde el banco azul, aplaudía la votación favorable a aquel articulado cuya tramitación había costado cinco largos años. No es ocioso recordar que en esos mismos momentos, el nuevo ministro, tenía a su madre, su hija, dos hermanas, su hermano menor y una cuñada encarcelados en Pamplona por los militares sublevados. Afortunadamente pudieron ser canjeados.
Autor de numerosos libros que comienzan a reeditarse no sé que hubiera sido hoy con Internet de aquel Irujo que escribió miles y miles de cartas. Los archivos están llenos de ellas. En 1976 nos informó que en Salamanca reposaban cientos de mensajes suyos escritos en su época de ministro. Hoy con Internet hubiera sido el campeón de los blogueros y el número uno de los clientes de Euskaltel porque lo mismo felicitaba un cumpleaños o enviaba un pésame, que escribía un artículo sobre el alcalde de Ojacastro o coordinaba con portugueses, gallegos y catalanes la edición de un libro sobre la «Comunidad Ibérica de Naciones», o daba cuenta de su valiente toma de postura el 18 de julio de 1936 logrando la rendición de los militares sublevados en el cuartel de Loyola.
En 1977 me tocó en nombre del EBB viajar a París para invitarle a regresar del exilio aprovechando la salida del PNV de la clandestinidad y tras la aprobación en asambleas de nuestras ponencias y la renovación de los cargos. La llegada de Irujo a Pamplona constituyó el remate de oro de aquella Asamblea mientras conservábamos el gobierno vasco en el exilio hasta tanto no lográramos aprobar el segundo estatuto. Irujo, cuando le planteé su regreso en un pequeño avioncito, me dijo: «No me parece serio, pero en toda mi vida no he hecho más que obedecer, por lo que procedan como crean conveniente». Y así logramos traerle por aire, con escala en Hondarribia y llegada por los cielos a Noain, donde fue recibido apoteósicamente. Al día siguiente, el alcalde en funciones, Tomás Caballero, le recibió con toda cortesía en el ayuntamiento de Pamplona.
En su cuartito de la rue Singer parisina, en aquella ocasión, me contó lo que en su día había hecho cuando tanto Dionisio Ridruejo, falangista, soldado en la División Azul y uno de los letristas del “Cara al Sol”, así como José María de Areilza, alcalde de Bilbao y embajador franquista en Buenos Aires, Washington y París, tras su abandono del franquismo escribían, se entrevistaban y opinaban sobre como debería ser la transición de la dictadura a la democracia. Y él les dijo con todo respeto que era muy bueno evolucionar, reconocer errores y trabajar por la democracia pero que a los exiliados de fuera y de dentro de España, lecciones, las justas y, los conversos, ¡a la cola!.
Recordé el otro día a Don Manuel cuando vi la rueda de prensa del mundo de Batasuna apostando por un estatuto de autonomía a cuatro, Navarra incluida, cumpliendo a “Rajatabla” como dijeron, la ley de partidos, con su apuesta por las vías civiles y democráticas erigiéndose en líderes de una opción que los demás partidos del arco parlamentario vasco adoptamos hace treinta y tres años. Seguramente D. Manuel les hubiera dicho lo mismo que a Ridruejo y Areilza. Lecciones, las justas y, los conversos, ¡a la cola!.
En el treinta aniversario de la marcha de aquel gigante, el recuerdo cariñoso hacia un hombre que desde el PNV, fue ante todo, un gran humanista, un gran cristiano y un gran político