Espectáculo bien poco edificante. Una manga de garrulos, policías municipales de profesión, le montan un tiberio a su responsable político porque les ha quitado el juguetito que sirve para dar hostias a mansalva y sin necesidad de justificación, oséase, las Unidades de Antidisturbios. Es el clásico “Te vas a cagar, civil mingafría” que hemos visto tantas veces —y algunas, muy cerca—, en versión corregida y aumentada. Unas capuchitas por aquí, unas rojigualdas por allá, algún brazo viril que se pone tieso con la Viagra de la épica, el consabido guantazo al móvil de una periodista acompañado de un exabrupto machirulo, y lindezas como “puto gordo” o “rojo de mierda” proferidas al destinatario de la gresca, Javier Barbero, a la sazón, concejal de Seguridad de la (noble) Villa de Madrid. Como atinadamente apuntó el atribulado edil, la escena se corresponde en forma y fondo con cualquier acto de extorsión fascista. Y sí, puede estar gastada la palabra, pero aquí no cabe otra, así que la silabeo: fas-cis-ta.
Ahora bien, anotado lo anterior, creo que sin dejar lugar a la menor sospecha de tibieza, también les cuento que no pude evitar descuajeringarme de la risa al contemplar cómo llegaba al rescate del munícipe en apuros… ¡su coche oficial! No me digan que ahí no hay una paradoja, una parajoda, una moraleja, una moralina, o como poco, materia para una chirigota, dos milongas y tres ditirambos. Item más, cuando una vez a salvo pero aún con las rodillas temblonas, el gachó se ciscaba en las muelas de la Policía Nacional por no haber entrado a saco contra la pitufada levantisca. Carajo con los conversos.
Así es, sin medias tintas; fascismo puro y duro que en aquellos famosos «escraches» se justificaban en base a llamar la atención sobre problemas sociales. Pero llamar la atención sobre un problema, más o menos real, no puede implicar que se violente uno de los derechos fundamentales del individuo cual es el respeto a su propia intimidad y la de sus familiares. El acoso vergonzante a Gallardón y sus hijos o a Soraya SM a la puerta de su hogar por grupos vociferantes liderados por ese «revolucionario» que es Vestringe fue el culmen del «cambio» propugnado por fantoches que en su incapacidad solo buscan una cámara y un plató para seguir parloteando.
En aquellos casos no actuó la sociedad, término genérico, en expresar su repulsa quizá por que al principio parecía divertido alfiletear a quienes en el imaginario común se considera responsables de todos los males y acabó por ensalmo en cuanto los farsantes dulcificaron sus objetivos y su teatral modo de actuar.