De la víctima de la violación grupal que se juzga en Iruña me sobran casi todos los detalles. No necesito saber cuántos años tiene ni de dónde es. Mucho menos qué estudia, cuáles son sus aficiones o con qué tipo de gente anda o deja de andar. Y, por encima de todo, no tengo la menor curiosidad por conocer su aspecto. Es más que suficiente la dolorosa certidumbre de que esta mujer ha pasado por una experiencia demoledora para la que no hay reparación. A partir de ahí, únicamente espero un juicio justo con el castigo proporcional para sus agresores, a los que en estas líneas no me queda más remedio que citar como presuntos.
Aunque la mayoría de lo que expreso depende de las instancias judiciales, hay una parte no pequeña que está en otras manos. En las de mis compañeras y compañeros de oficio, por citar lo que me toca más de cerca. No pondré en duda que estamos ante una cuestión de indudable interés. Procede, pues, concederle un espacio de relieve en el relato de la actualidad. Pero procede más aun extremar el celo para evitar que los aspectos morbosos prevalezcan sobre lo puramente informativo.
De eso van o deberían ir la responsabilidad, la ética y la deontología sobre las que un día —en mi caso, ya bastante lejano— nos contaron no sé qué en la facultad. Y sí, por desgracia, es verdad que vivimos tiempos de lucha sin cuartel por la audiencia. A mi, sin embargo, jamás me ha valido como excusa. Lejos de la intención de imponer lecciones, animo a cada colega a darle una vuelta. Quizá consigamos que la justificada atención mediática no se convierta esta vez en circo. Ojalá no seamos la otra manada.