La sentencia, el viernes o el lunes, nos decían. Salvo que estén equivocados todos los calendarios o nos encontremos ya viviendo en universos paralelos, queda claro que va a ser mañana. Por lo menos, la impresa en los folios oficiales, porque también es verdad que ayer y anteayer tuvieron la gentileza de hacernos un adelanto en papel prensa y en los cibermedios amigos. Uno, que pertenece al gremio plumífero, lo celebraría como gran logro del periodismo de investigación, si no supiera que la presunta primicia había sido convenientemente deslizada por los autores del fallo a sus postes repetidores de confianza para que el personal fuera preparando el alma y el cuerpo. Y aquí quizá merezca la pena detenerse un segundo a reflexionar por qué nos parece normal algo tan extremedamente grave como la filtración del fallo del que, junto con el del 23-F, es el proceso judicial de más calado que se haya llevado a cabo en España durante el último medio siglo.
Esa brutal anomalía aparte, podemos convenir que lo avanzado por El País el viernes y El Mundo ayer cuadra bastante con los últimos usos y costumbres de la Justicia española. No es muy diferente de lo que acabamos de ver con el caso Altsasu. Primero se generan las expectativas de condenas durísimas para reducirlas levemente en el dictamen final, de modo que parecería que hay que alabar la generosidad de sus señorías y hacerle la ola al Estado de Derecho. Creo que es lo que nos disponemos a ver también este caso. Habrá apariencia de rebaja, probablemente notable en el caso de algunos de los juzgados. Otra cosa es que cuele. Por pequeñas que sean las condenas, seguirán siendo injustas. Ninguno de los procesados debió pasar un solo día en la cárcel.
Buscando argumentos para formarme una opinión y no una presunción, leo en el código penal que «sedición» es «alzarse pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales».
Pues bien, la misma razón para que no haya existido rebelión, que requiere el uso de la fuerza para intentar quebrar el orden constitucional, igualmente existe ese requisito de la fuerza para el delito de sedición, refiriéndose éste más al orden público y administrativo que al constitucional.
Que se sepa, los encausados en ningún momento han usado ni arengado a usar de la fuerza para lograr el hecho declarado como ilegal (votar en una urna), por lo que el tal grado de sedición tampoco sería aplicable. La sentencia, debería por tanto demostrar que sí la hubo.
Al final, la clave de la aplicación de justicia está, como en otros casos vistos (Altsasua, manada), en la interpretación, no de la ley, sino de la realidad, de los hechos juzgados. La calificación de estos es lo que trasforma la verdad en verdad jurídica, que es la que importa, parece ser.
Los jueces van convirtiéndose en intérpretes de lo que debemos creer, en los hacedores de la realidad, siendo por ello los decisores de nuestros merecimientos, de nuestros premios o castigos, según lo que ellos dicen que es lo que ha acontecido.
Me recuerda demasiado, en vestimentas, jerarquías, posición social y poder detentado, al orden sacerdotal. Siempre hay un personaje vestido de negro que determina lo bueno y lo malo. Nuestra nueva religión es la verdad judicial, interpretada por sus representantes, con toga, en la Tierra de los mortales.
Después del fallo de las sentencias de Altsasu y Procés donde se ha visto el odio que reina en las instituciones politizadas hispanistanis contra todo lo que respire a libertad, si ya nos las sudaba a algunos sus elecciones del 10N, ahora han acabado de confirmar que las urnas en el país del sur no son capaces de arreglar nada que sea contrario al chiringuito que tienen montado desde los Trastamara.