Antes de las explicaciones de Pedro Sánchez sobre el escándalo del espionaje, teníamos motivos para estar indignados y preocupados. Después de escuchar al presidente español en el Congreso, hemos avanzado mucho. La indignación se ha multiplicado por diez ante la pachorra exhibida, y la preocupación ha mutado en congoja, por no escribir la palabra que ustedes están pensando. Entre las cabriolas dialécticas, las promesas de humo y los sudores de tinta china del atribulado inquilino de Moncloa, no fue difícil sacar varias conclusiones, a cual más espeluznante.
Primero, se diría que para el sujeto lo sucedido no pasa de ser un accidente menor, cuya gravedad no reside en la ignominia de husmear a dirigentes políticos sino en la repercusión para el mantenimiento de su poltrona. Lo terrible no es la intromisión en la intimidad sino que le pueda costar el puesto. Solo el miedo a tal circunstancia le hizo anunciar vagas modificaciones legales sobre el CNI y, echándole un par de narices, comprometerse a toquitear la ley de secretos oficiales cuya reforma volvió a mandar al cajón no hace ni dos meses.
Claro que lo peor de todo fue la sensación de que, como muchos nos temíamos, el jefe del ejecutivo no tiene pajolera idea de en qué andan los miembros de los servicios de inteligencia. Ya escribí aquí mismo que era muy malo que Sánchez estuviera al cabo de la calle del asunto, pero que la posibilidad verdaderamente funesta consistía en que no controlase a los moradores de las cloacas del Estado. Cada vez hay más indicios de que esté siendo así, y eso sí que no hay ley ni reforma que lo remedie.