Derrotas como victorias

A lo mejor son solo las encuestas, que van de mosqueo y sobrecocinadas a beneficio de obra, pero lo que uno infiere aquí y allá es que la anunciada muerte del bipartidismo en el Estado español tardará en llegar un buen rato. Si es que llega, que llevamos desde 1982 con la misma cantinela y todo lo que han visto nuestros ojos crecientemente cansados es la alternancia de rigor. Me quito, te pones, te quitas, me pongo, y vuelta a empezar. Al resto de los jugadores les queda pelearse las pedreas y, en el mejor de los casos, cruzar los dedos para que la mayoría no sea absoluta y puedan ejercer de bisagra, es decir, de bisagrilla. Eso, claro, y el autoengaño, en cuya práctica han alcanzado una maestría que roza la perfección.

Si estas formaciones —cada vez más en número, y de propina, más divididas— fueran capaces de abandonar la fascinación por su ombligo y mirarse desde fuera, comprobarían la amarga insuficiencia de lo que proclaman como grandes logros. Imaginemos, porque no es descabellado, que en las elecciones del 25 de mayo, la correosa candidatura acaudillada por el tertuliano omnipresente obtuviera el único escaño al que aspira. Habría cohetes, guirnaldas y charangas como si se hubiera certificado la toma del Palacio de invierno. Sin embargo, la jodida y terca realidad determinaría que frente a los, pongamos, meritorios 350.000 votos habría unos cuantos millones de papeletas respaldando el pérfido modelo contra el que luchan. Se trataría no ya de una victoria pírrica, sino de una derrota en toda regla. Pero vaya usted a decirles a los felices ganadores que, aunque no quieran verlo, han perdido.

La república que no fue

Será que se me está avinagrando —más aun— el carácter, pero este año he llevado muy mal las conmemoraciones de la segunda república a las que yo mismo me sumaba con gran entusiasmo no hace tanto. Por alguna extraña razón, que puede ser haber leído bastante sobre ese tiempo irrepetible, en lugar de soltar la lagrimita y dejarme arrastrar por la ola emotiva, he ido de berrinche en berrinche al comprobar lo poco que se parece el pastiche naif de algunos fastos seudonostálgicos a lo que pasó en realidad entre el 14 de abril de abril de 1931 y el último parte de guerra. Puedo entender vagamente los motivos de la idealización, pero me niego a aceptar la reescritura de los hechos como si se tratara de un cuento de hadas y brujas al gusto del infantilismo en que ha decidido instalarse esa cierta izquierda de la que no dejo de escribir últimamente. Está fatal la intolerancia a la frustración que provoca el presente, pero extender el vicio del autoengaño al pasado roza la patología.

Como anoté en otro aniversario, yo sigo reivindicando sin rubor la república imperfecta, una época en la que junto a los sentimientos más nobles proliferaron excesos, ingenuidades, atropellos, corrupción, caciquismo, fanatismos y, desde luego, políticos tan canallas o más que algunos de los actuales. ¿Tememos que por reconocerlo estemos justificando a los que se la llevaron por delante? Con ello solo estaríamos demostrando una conciencia culpable y, de propina, desdeñando la oportunidad de aprender de los errores. Y eso nos condena a la eterna añoranza de algo que no fue y que muy probablemente jamás volverá a ser.

Lo del viernes

Lo llamaré ‘lo del viernes’. No porque no se me ocurran formas mejores de etiquetarlo. Simplemente, me quedo con la más neutra y, salvo que ustedes me sorprendan, con la que resulta irrebatible. Todo lo que tenemos de cierto respecto a la cuestión es que ocurrió un viernes. El resto está sujeto a la interpretación y es altamente opinable. A tal punto, que las versiones oscilan entre la releche y la renada. Ese es, de hecho, el fenómeno que inspira estas líneas y donde diría que se esconde la madre del cordero. Que algo tan clamorosamente evidente como lo que sucedió ante nuestros ojos, oídos y entendederas dé lugar a lecturas no ya distintas, sino antagónicas, merece una reflexión. Una que no estamos dispuestos a hacer justamente por el mismo motivo que provoca que sumando dos y dos, a unos les salga cinco y a otros tres.

Sería grave que eso fuera así porque andamos peces con las matemáticas, pero tendría remedio a fuerza de echarle codos. Lo que no hay manera de arreglar es que la diferencia de resultados se explique por la obstinación en ver lo que nos sale de las narices. Ustedes, yo, el de la moto, la del descapotable y cualquiera que prestara una gota de atención somos perfectamente conscientes de que ‘lo del viernes’ sumaba cuatro. Quizá en otras ocasiones cabían dudas o había margen para la discusión de matices, pero en esta, todos y cada uno de los ingredientes hacían imposible la discrepancia. En el salón Imperial del Carlton y en el vídeo emitido por la BBC no había más cera que la que ardía. Sabrá cada quién por qué ha decidido tirar, como de costumbre, por la calle del autoengaño.