Rusos, ¿para qué?

Risas con los rusos. Aunque se comprende que parece como puesto a huevo, no sé yo si las haría. ¿Nadie recuerda ya el descojono con el Comando Dixán? Pues luego vino el 11-M, y de ahí en adelante, la oleada de matanzas en nombre del Islam en el infiel Occidente. Vamos, que dicen en la tierra de mi padre que haberlas, haylas. Por lo demás, con una docena de lecturas no necesariamente de ficción sabríamos cómo las gastan las huestes putinescas. ¿Teoría de la conspiración? Como para fiarse y no correr. Nadie mejor para contarlo, si quisiera, que el avezado catalanista Julian Assange.

Otra cosa, de acuerdo, es que en la tragicomedia del nordeste estén de más los mercenarios profesionales de la manipulación. Nos bastamos y nos sobramos con los amateurs, igual en Independilandia que en Hispanistán o en la inmensa Babia intermedia de los equidistantes, los ni carne ni pescado, los que pretendemos no hacernos trampas al solitario y, en general, cualquiera no dado a las adhesiones inquebrantables.

Ahí iba yo. ¿Quién necesita que le lave el cerebro un ruso cuando se lleva de serie inmaculado a la medida exacta de la causa en que se milite? El descaro llega a tal extremo, que se miente utilizando la verdad. Ahí tienen, por ejemplo, a los que están confesando en fila india que se declaró la República cuando no estaba ni a medio hacer, e inmediatamente después aseguran que no han dicho lo que han dicho, pero vuelven a repetirlo ante la siguiente alcachofa que les ponen. Lo tremebundo es que las teóricas víctimas del trile no se revuelven contra quienes se la han pegado sino contra quienes constatamos el engaño.

La gente, no las siglas

Conforme a lo milimétricamente previsto, en lugar de la reflexión sincera que pedía, mi columna de ayer provocó la reiterada colección de pretextos. Cada uno de los que cité, y el que con toda la intención obvié, sabiendo que es el clavo ardiendo reglamentario desde, como poco, 1977. Claro, cómo iba a ser de otro modo. La culpa de la gelidez social vasca para reclamar el derecho a decidir es del PNV. Por pactista, por joderrollos y por tener a la peña engañufada con las cuatro chuches del Concierto. Nótese cómo el argumento, si es que lo es, incurre en flagrante incoherencia, por no decir directamente que en vergonzoso insulto a la sociedad en cuyo nombre y por cuyo bien se proclama actuar. En pocas palabras, se viene a decir que el pretendido pueblo soberano es imbécil porque no sabe querer lo que tiene que querer. O en la versión más suave, no seamos faxistas, lo que le conviene querer. Y por eso se empeña en otorgar elección tras elección la condición de primer partido (con el segundo a varias traineras) a uno que sistemáticamente lo arrastra por el camino equivocado.

Supongo que es vano tratar de explicar que el cuento funciona exactamente al revés. No son las siglas las que llevan a la gente, sino la gente la que lleva a las siglas. Entre lo poquísimo que, en general, me gusta de cómo se ha ido desenvolviendo el procés, me quedo, justamente, con el hecho de que el primer acuerdo fue el social. A partir de ahí —dejo los matices para cuando tenga más espacio—, a los partidos no les quedó otra que aparcar sus mil y una guerras y tratar de ponerse al frente de la ola antes de que se los llevara por delante.

Que me corten la cabeza

Bueno, no voy a ser menos que Gabilondo, que ayer proclamaba sin rubor que se había equivocado en su vaticinio de un viernes de ira tras la declaración de la DUI y la consiguiente —más bien, subsiguiente— aplicación del 155. Con la honestidad que puede permitirse alguien que hace tiempo juega en otra liga, Iñaki reconocía que había sobrevalorado al independentismo y minusvalorado a Rajoy. Como moraleja y aprendizaje, concluía el comunicador de comunicadores que en lo sucesivo trataría de no ponderar de más ni de menos a estos ni a aquellos.

En mi caso, infinitamente más modesto y pedestre, la imperdonable gamba por la que me dispongo a fustigarme ante los amables lectores es el descreimiento que manifesté en la última columna. Sí, como en los tiempos del padrecito Stalin, que veo que aún no han pasado del todo, vengo a hacerme la autocrítica. Una mezcla de osadía de viejo resabiado y debilidad pusilánime me hizo dudar en falso de la pertinencia y precisión quirúrgica de cada paso del procés. ¡Oh, qué ceguera la de este insignificante garrapateador de menundencias, no ser capaz de recibir en mi holgazana pituitaria el aroma de la victoria que impregna el aire! La independencia es mañana, como fue hace 36 meses, y hace 24, y hace 18, y hace 12, conforme fue anunciada del modo en que consta en las hemerotecas. Pero, por lo visto, también los archivos mienten por recoger una realidad que no es la que se deseó y se desea. Puñetera manía de la verdad de entrometerse en todo. Menos mal que ahí están los millones de clones de la Reina de corazones para sentenciar a los flojos. ¡Que nos corten la cabeza!

No querer ver

No hay novedad, señora baronesa. Solo pasó que un rayo cayó anoche y del palacio hizo un solar. Por lo demás, no hay novedad. Cuánto parecido entre la cancioneta de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado y cada uno de los informes que nos despacha regularmente el autotitulado Observatorio Vasco de la Inmigración, Ikuspegi. La última entrega, que hace ya la docena, bate su propio récord, no se sabe si de templanza de gaitas, de silbidos a la vía, de esas buenas intenciones que alicatan hasta el techo el infierno o, directamente, de negación de la realidad. Ni entro en la posible tomadura de pelo a los paganos últimos de los estudios —los y las contribuyentes de la CAV—, que son, de propina, los mismos sujetos de evaluación.

Pero tranquilos todos, que progresamos adecuadamente. “La actitud de la sociedad vasca hacia la inmigración mantiene su tendencia a la mejoría”, se albriciaban, matiz arriba o abajo, los titulares sobre el asunto. Luego, en la letra un poco menor se dejaba caer que en realidad se apreciaba un deterioro respecto al barómetro anterior. Y a modo de edulcorante, se mentaba una entelequia llamada Índice de Tolerancia a la Inmigración —cuñao el que ponga en duda que puede medirse tal cosa, apuéstense algo— que nos situaba en 58,48 sobre 100. Para redondear el placebo demoscópico, se añadía que solo un 2,4 por ciento de los preguntados mencionan espontáneamente la cuestión como primer problema.

Dejaré de lado lo que delata la alusión al problema por parte de los observadores, y preguntaré al aire o a quien corresponda qué sentido tiene engañarse en el diagnóstico de algo tan serio.

¿Cuántos somos?

25 por ciento de participación en las consultas sobre el derecho a decidir organizadas por Gure Esku Dago el pasado domingo. Hablamos de 35 municipios con una sociología claramente proclive a la cuestión, como se ha venido demostrando en incontables citas electorales. No parece que sea un secreto, de hecho, que igual que en las tandas anteriores, se ha escogido estas localidades porque se pensaba que podían ejercer como locomotora. ¿Reconocemos de una vez que los números no se parecen ni de lejos a lo inicialmente esperado o seguimos despejando a córner con las manidas excusas, interpretaciones o acusaciones cruzadas de culpa?

Por lo que veo, impera nuevamente la segunda opción. Que si tampoco está tan mal. Que, oye, ya mejorará cuando sea de verdad. Que no ayudó el tiempo soleado (con lluvia, ídem de lienzo). Que lo importante es crear cultura democrática. Que en realidad no se planteaba ningún objetivo. Que no hay que cegarse por las cifras. Que qué quieres, si el PNV anda pactando con el PP los presupuestos y eso desanima mucho. Que si no vas a ayudar, no molestes a los que lo están intentando…

Como me sé encuadrable en uno o varios de los enunciados anteriores, antes de hacer mutis, me limitaré a evocar la imagen del lehendakari Ibarretxe en el reciente acto del Kursaal junto a Artur Mas invitando a los asistentes a corear la canción Zenbat Gera? Hay que empezar por ahí, por contarnos. Una vez más, sin pretextos, evitando la tentación de hacernos trampas en el solitario. Ojalá estuviéramos dispuestos a afrontarlo, pero me temo que resulta más sencillo dejarse arrastrar por la cómoda inercia.

30 por ciento

La plataforma Gure Esku Dago se declara muy satisfecha con el resultado de las consultas sobre la soberanía del domingo pasado en 32 municipios de Gipuzkoa, uno de Araba y otro de Bizkaia. Asegura que la participación del 30 por ciento es un paso importantísimo hacia la consecución del objetivo que se persigue. Valora aún mejor que casi el 100 por ciento de los votantes apoyara la independencia. Ante la multitud de ojos como platos que causaba tal reacción, un titular de prensa acudía al rescate: decía que los números eran mejores, dónde va a parar, que los cosechados por la Constitución española en el referéndum de 1978. Pulpo… ya saben.

Quizá es que sea un aguafiestas, que las ruedas de molino para comulgar me resultan indigestas o que me adorna la mala costumbre de ser incapaz de dejar de ver lo clamoroso. No se descarta, ya puestos, que me haya convertido en un españolazo del copón de la baraja. El caso es que me debato entre el estupor, la tristeza y un punto de bochorno por semejante reacción triunfalista cuando canta a traineras que esas cifras son muy modestas. Y ninguna prueba mejor que la nula incomodidad que han causado en la acera unionista, por no hablar del regocijo sin tapujos con que determinados medios, ya imaginan cuáles, dieron la noticia. Casi es de agradecer el histrionismo histérico ¿o es histerismo histriónico?) de Carlos Urquijo, que debe de ser el único que se toma en serio la cosa.

Comprendo que no se pueda ni se deba hablar abiertamente de fracaso, pero opino humildemente que urge una reflexión sincera sobre lo que salta a la vista que no ha sido un gran resultado.

Autocríticas o así

Después de cada baño de urnas, a los partidos les conviene pararse a pensar por qué las cosas han ido como han ido. Y no solo en caso de derrota. También cuando la cosecha de votos ha sido generosa, resulta un ejercicio de provecho hacer inventario de cómos y por qués. Siempre que se haga, claro, desde la sinceridad y no desde el subidón soberbio de trazo grueso que tiende a parir explicaciones como que se es el puto amo y/o que el pueblo esta vez ha sido muy listo y ha sabido escoger. Errores de diagnóstico de ese pelo suelen engendrar futuros y no lejanos batacazos. Vuelvo a escribir como ayer que cuatro años son un visto y no visto. Ahí tienen empacando sus efectos personales en este o aquel despacho a los que hace casi nada no había quien tosiera.

Centrémonos en estos y en los muchos otros que, llevando en el machito varios quinquenios, acaban de descubrir que su culo también es desalojable de una patada popular. Son excepción ínfima los que son capaces de reconocer que la han pifiado pero bien. Lo más que llegan a admitir, provocando una pereza infinita, es que “quizá no hemos sabido comunicar nuestro mensaje”, o en una formulación directamente insultante, que “tal vez la gente no ha sabido entendernos”. Y luego están los que cierran los ojos a su monumental trompazo y rebuscan en acera de enfrente algo que dé apariencia de triunfo a su fracaso. Casi me caigo de la silla el domingo por la noche, cuando miembros de unas siglas abofeteadas por el escrutinio retuiteaban aleluyas por la pérdida de la mayoría absoluta de un partido que les había triplicado largamente en votos y representación.