Por fin, la ley que ha de permitir el buen morir. Es motivo de celebración, lo sé, pero no puedo evitar pensar en lo tarde que llega para centenares de personas a las que se condenó a la extinción más indecorosa. No se lo perdono a alguna fuerza pretendidamente progresista que, según le convino, provocó el retraso de una norma que no es más que un signo de humanidad entreverado de sentido común. Se retratan los que ladran que en adelante se podrá dar matarile a los viejos que molesten. Por un lado, son el ladrón —en este caso, el asesino— que piensa que todos son de su condición. Por otro, exhiben una crueldad de proporciones siderales. Se la bufa un kilo y medio que haya mujeres u hombres reducidos a la condición de vegetal en nombre de una superstición fanática que, en realidad, no es más que un barniz reaccionario.
Por lo demás, a ver si lo capta el ultramonte, no se trata de una imposición. Solo quienes lo hayan decidido libre y voluntariamente podrán acogerse a la ley. Y aun así, deberán pasar por numerosos filtros antes de que pueda llevarse a efecto su determinación. Si de algo peca esta ley —y no seré yo quien lo critique— es de garantismo. La vida es demasiado preciosa como para perderla por un mal momento, pero también como para vivirla por imperativo cuando simplemente ya no da más de sí.