Me dicen, bien es cierto que cariñosamente, que no jorobe con la Universidad, y yo comprendo el sentimiento que mueve a mis interlocutores. Como los aprecio y respeto una barbaridad, les paso por alto su incapacidad instintiva para la autocrítica en esta materia concreta. O, como ya anoté en la anterior columna, la distorsión mental que les hace ver en su amada institución apenas tres o cuatro gajes del oficio o alguna que otra menudencia que no va a ninguna parte. Lo gracioso es que son estas mismas personas las que, en otros contextos, despotrican y no paran sobre los mil y un males de la Enseñanza Superior. Los achacables a los pérfidos gobiernos, por supuesto, pero también los debidos a su fauna diversa, igual docentes que educandos, personal administrativo, o moradores circunstanciales de los Campus.
Cuando no se están quejando de la burocracia que acompaña (y frustra) cada mínimo intento por hacer algo, echan pestes del casi nulo interés de los alumnos por cualquier iniciativa que trascienda la consecución de la nota requerida. Y, en confianza, hablan de esa tesis que es una chufa pero que saldrá airosa gracias a los padrinos y/o las madrinas de rigor. O de ese seminario de amiguetes para amiguetes. O quizá de no sé qué postgrado esotérico —de Homeopatía, sin ir más lejos—, de la cátedra que le cae a una ágrafa que no hace la o con un canuto y no a un peso pesado de la investigación (Edurne Uriarte versus Pako Letamendia), de los patéticos librúsculos cuyos desvergonzados autores obligan a comprar a los pobres diablos matriculados en su asignatura… Quisiera saber si me he inventado algo.