Diario del covid-19 (52)

Después de varios días de mareo de perdiz, o sea, del personal, desde hoy mismo es obligatorio el uso de mascarilla en aquellos lugares donde no sea posible mantener la distancia de seguridad. Eso quiere decir que prácticamente en todos, pues tal como se ha puesto el ansia paseatoria de la peña, hasta en los ascensos a los montes se las ve uno y se las desea para no rozar a un congénere o no ser rozado por él. No les cuento la cantidad de runners sudorosos que me han rociado estos días con sus felipilllos renqueantes u otros fluidos.

Puesto que, en el fondo, no dejo de ser un miembro disciplinado del cuerpo social, seré el primero en acatar la medida, así me hostie treinta veces por el jodido vaho que, por más vídeos reenviados por guasap que mire, sigue empañando mis gafas. De hecho, antes de la entrada en vigor de la medida, ya iba con el tapabocas en mis temerosas y cívicas salidas por la rúa. Lo que no voy a dejar de hacer, sin embargo, es mostrar mi perplejidad ante los mil y un zigzags que se han marcado las autoridades públicas antes de decretar el uso impepinable del dichoso trocito de tela con filtro. Recuerdo en particular a un muy molesto Fernando Simón adoctrinando a un periodista sobre la inutilidad absoluta de las mascarillas frente a este coronavirus concreto. Pues ya ven.

Diario del covid-19 (34)

Hubo un tiempo nada lejano en que yo también solo veía virtudes infinitas en Fernando Simón. Mil veces lo puse como ejemplo de comunicación en la gestión de crisis peliagudas. Me parecía sinceramente un tipo que sabía transmitir confianza y calma en situaciones de zozobra, cuando el común de los mortales, o sea, servidor, empezaba a acongojarse ante lo que ya se iba dibujando como un episodio de alta gravedad. Y por ahí empezaré el desmontaje del mito. Hoy es el día en que está documentado que, en el caso más favorable para él, no sabía tanto como aparentaba. En los archivos está su declaración categórica, el 23 de febrero pasado, de que el virus no había entrado en el Estado español, cuando para esas fechas, según el informe del Instituto Carlos III, ya campaba a sus anchas en, por lo menos, una quincena de focos.

Nadie venga con la soplagaitez del Capitán A Posteriori, que ya en esos días había voces —y no únicamente de tertulieros fachuzos— alertando de la posibilidad que Simón negó no solo con contundencia sino con displicencia. Y así, en un sinfin de ocasiones en estas semanas tremendas en las que hemos podido comprobar que en numerosas ocasiones no son los datos técnicos y científicos los que basan las decisiones políticas, sino al revés. La ciencia sirve de coartada a la política.