Diario del covid-19 (37)

Trato de imaginarme mi primer vermú extradomiciliario en las circunstancias descritas por el birlibirloquero Sánchez anteayer y se me pone el cuerpo raro. Sé de entrada que deberá ser en el treinta por ciento de la terraza de un local hostelero. Puesto que seguirá imperando la distancia social de dos metros, si quedo con otra persona para la libación, deberemos ocupar, como poco, dos mesas, y sentarnos en diagonal. Ahí se me descoyuntan las matemáticas. Con dos o tres parejas quedaría completado el aforo que se le permitiría a la mayor parte de los bares que conozco. ¿Cómo deberían hacer cola los clientes que aspirasen a su consumición? ¿Cuánto espacio urbano podrían ocupar, teniendo en cuenta que en muchas calles las tabernas se suceden sin solución de continuidad? Todo eso, claro, sin plantear si a los propietarios les resultará rentable abrir, con todos los gastos que ello implica, para dar servicio a tan limitada clientela.

También es verdad, lo confieso, que mi reparo mayor es psicológico. Si coger una lata de atún en el súper me provoca taquicardia al barruntar lo que pueda llevarme a casa, me declaro incapaz de imaginarme posando mis labios en un vaso que ha sido utilizado vaya usted a saber por quién y por cuántos. Incluso sabiendo que lo han lavado a 80 grados. Maldita nueva normalidad.

Un mes sin fumar… en los bares

Algunos se maliciaban que el fin del permiso para ahumar al prójimo iba a acabar como lo de Túnez o Egipto. Habría tenido su gracia que lo que no ha conseguido la seguidilla de recortes sociales -más los que vendrán- hubiera sido posible por la ley seca del fumeque en establecimientos públicos que estrenamos con el año. Pero no. Nuestras calles siguen, para lo bueno y para lo regular, igual de amodarradas. Como mucho, medio diapasón más vivas gracias a las pequeñas e inofensivas asambleas de portadores de pitillos que se dan al vicio de puertas afuera con alegre resignación. Ya ni siquiera es la prohibición y sus consecuencias el asunto principal de conversación en esos cociliábulos. Con absoluta naturalidad, incluso en medio de los rigores meteorológicos que invitarían a mantener la boca cerrada y el espíritu ennegrecido, se habla entre bocanada y bocanada de las mismas cuitas de siempre. La charla del interior se traslada al exterior sin echarle más drama. Una mesa con un cenicero bajo un toldo protector (a veces, una simple repisa) es toda la logística necesaria para que la vida siga.

Dentro

Y al abrigo de la barra tampoco ha habido ninguna gran revolución. Yo mismo esperaba ver caras de urgencia. manos nerviosas, o cuerpos en estado de máxima tensión. Supongo que en algunos casos la procesión irá por dentro, pero nada me ha hecho pensar en estos treinta días de abstinencia hostelera que me hallara en un polvorín a punto de explotar. Al principio se hacía novedosa la ausencia de la neblina característica y de las sempiternas colillas pisadas en el suelo, y según en qué locales, se percibía más penetrante el olor de la surtida barra. A la tercera o cuarta visita los parroquianos dejan de reparar en todo eso y siguen a lo suyo, que es darse un respiro, avituallarse o compartir un rato con sus semejantes. Para eso servían los bares antes y para eso seguirán sirviendo durante muchos años. Queda en entredicho que el tabaco fuera un elemento imprescindible de su magia y de su servicio.

Sólo hace falta que se convenzan de ello los que están aprovechando el río revuelto para subirnos la dosis de titulares exagerados o imágenes con su puntito de morbo. Como tantas de nuestro tiempo, esta también está siendo un guerra mediática. Demasiado ruido para tan poca nuez. Leyendo algunas informaciones o viendo ciertos reportajes, cualquiera diría que las tascas y tabernas son reproducciones a escala de la zona cero de Bagdad. Basta llegarse a cualquiera para comprobar que no es así.