Después de lo de echarse a cara o cruz la segunda dosis de AstraZeneca, parecía difícil batir el récord de esperpentos vacunatorios, pero en eso llegaron las autoridades sanitarias del Estado francés y pulverizaron la marca. Para que luego digan de las chapuzas y la improvisación celtibéricas, a alguien de las altas instancias médicas galas se le ocurrió que podía ser una buena idea convertirse en la gran meca de la inmunización de toda la Unión Europea. Desconozco si fue una cuestión de chauvinismo o, simplemente, el enésimo infierno alicatado hasta el techo de buenas intenciones. La cosa es que, sin encomendarse ni a Dios, ni al diablo, ni a los responsable de la salud pública de los países vecinos, en el Hexágono se puso en marcha un sistema de reservas de vacunación abierto literalmente a todo quisque. Bastaba apuntarse y presentarse con el carné de identidad en el punto más cercano, que en nuestro caso era el vacunódromo de Biarritz. Y ahí que se fueron nutridos grupos de gipuzkoanos y navarros, principalmente adolescentes y jóvenes, de procesión inmunizatoria. No es difícil imaginarse la sorpresa y el cabreo de las autoridades sanitarias locales ante el inmenso desvarío de repartir viales de suero como si fueran botellines de agua. Gracias a los medios de comunicación, que hemos dado cuenta de la noticia con gran escándalo, se ha cerrado el grifo al otro lado de la muga. Y no deja de llamar la atención que haya sido con el mayúsculo enfado de quienes sienten que se les birla un derecho inalienable porque consideran que una vacuna es un bien de consumo exactamente igual que unas zapatillas deportivas o un frasco de colonia.
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Diario de la segunda ola (4)
Menudo papelón, el del presidente Sánchez, el ministro Illa y el bienquerido e intocable doctor Simón. El lunes prometían a todo trapo que para diciembre llegarían a Hispanistán tres millones de dosis de la vacuna de Oxford, y ni 24 horas después, los responsables de la investigación anunciaban la suspensión temporal de los trabajos ante un serio contratiempo: uno de los voluntarios había desarrollado una grave enfermedad que los científicos no sabían explicar. En ese punto, los titulares de aluvión proclamaban con estruendo la catástrofe y los mismos todólogos que el día anterior celebraron con vítores en mil y una tertulias el anuncio de los temerarios mandarines españoles corrieron a pontificar el tremendo desastre.
Por fortuna, no tardaron en aparecer quienes de verdad distinguen una probeta de una pastilla de Starlux para contarnos que lo ocurrido no era ningún drama. De hecho, según añadían la mayoría de los auténticos expertos, lo que podía resultar mosqueante es que hasta la fecha todo pareciera ir tan maravillosamente bien. Lo habitual en este tipo de investigaciones es que el camino esté trufado de adversidades, cuya paciente resolución será la garantía del funcionamiento deseado del producto final. La lección es bien sencilla: sobran las prisas y las ganas de colgarse medallas.
Diario del covid-19 (47)
Asisto con una ceja enarcada al debate sobre la vuelta a las aulas el próximo lunes de parte del alumnado de la demarcación autonómica. Como padre de uno de los chavales a los que les toca el regreso presencial, soy el primero no ya en comprender el recelo, sino en compartirlo. Por lo mismo, pero también porque tiendo a escuchar todos los argumentos antes de apostarme en la trinchera y disparar, me hago cargo de los muchos y diversos motivos por los que se considera inoportuna la medida. Hablo, insisto, de razonamientos, no de consignillas de a duro como esa letanía estomagante que ha hecho correr —con fortuna, reconozcámoslo— el equipo paramédico habitual: “Esto es para poder justificar las elecciones en julio, raca, raca, raca”.
Dejo para otro rato extenderme sobre esa mandanga que sirve para rotos y descosidos, y retomando la cuestión, anoto aquí lo que parece, más que una paradoja, una enorme contradicción o, incluso, una colosal muestra de hipocresía. Cualquiera que haya salido a la calle estos días en las franjas permitidas habrá sido testigo de la presencia masiva de cuadrillas de adolescentes de cuatro, seis, ocho y hasta quince integrantes haciendo exactamente lo mismo que antes de la pandemia. Y por tanto, arriesgándose a lo mismo por lo que no queremos que vuelvan a clase. ¿Entonces?
Imprudencia asesina
Causas aún desconocidas. Causas que se están investigando. Traduzcan en nueve de cada diez de los casos que realmente hay bastante poco que conocer o que investigar. Vamos, que dos y dos tienden a ser cuatro y, con sus excepciones, las cosas son lo que cabe imaginar. La navaja de Ockham, creo que le dicen en fino. Otro asunto es que por no cargar las tintas con las víctimas de una desgracia, incluso aunque haya sido autoprovocada, tiremos respetuosamente de la muletilla como quien corre un tupido velo.
Hablo de varias de las dolorosas noticias de los últimos días, y por no hacerme demasiado daño con las más cercanas, me centro en la que tuvo lugar el pasado sábado a 600 kilómetros. A la hora de escribir estas líneas, siete muertos —entre ellos, dos menores de edad— y quince heridos al ser arrollados por un coche que participaba en el rally de A Coruña. Espanta más que sorprende la brutal tozudez de quienes siguen sosteniendo a machamartillo y contra la macabra evidencia que era imposible que sucediera lo que sucedió. Y no es únicamente que nieguen la realidad.
Cualquiera que trate de argumentar echando mano de esquelas y partes médicos, será tildado de cuñado y de metete. Solo tienen derecho a opinar los doctos en motores, y si ellos dicen que la curva de una carretera de asfalto manifiestamente mejorable por donde pasan coches a toda leche es un sitio absolutamente seguro para ver la competición, el resto de los mortales asentimos sin rechistar. Pues no será mi caso. Estas siete vidas perdidas no debemos cargárselas a la fatalidad sino a la estúpida, prepotente y reiterada imprudencia.