Es difícil escoger entre la pereza infinita y la rabia de la misma talla. Por una parte está la asfixiante sensación de haber sido tragados por un socavón del suelo ético para amanecer una mañana de hace diez, doce, quince años, cuando desayunábamos a diario operaciones policiales de aluvión y el cocidito madrileño repicaba en la buhardilla a todo gas y a pleno pulmón. Justo al lado crece el ascazo, la náusea irreprimible al comprobar que, como sospechábamos, si ETA no existiera, no faltarían quienes la inventaran… y no serían precisamente los que durante medio siglo jalearon o disculparon sus acciones. Qué va, el ejército de nostálgicos se nutre de los que a lo largo de ese mismo tiempo fungieron de héroes y campeones mundiales de la dignidad, mientras hacían carrera, pasta y se forraban de votos literalmente pescados entre la sangre. En un lado de la balanza, los muertos, las amenazas, el miedo; en el otro, todo lo demás. ¿Compensa? Por tremendo y despreciable que suene, según las cuentas de algunos, vaya que si compensa.
Contra ETA vivían mejor. Y quieren seguir haciéndolo. Por eso no dudan en mandar a sus jueces y policías pertrechados con el balón de oxígeno y el equipo completo de reanimación. Al cabo, la metáfora se demuestra reversible. La del aliento a la serpiente y la otra archifamosa: ¿Quién agita ahora el árbol y quién recoge las nueces? Quiero decir que quiénes lo intentan, porque como escribí en mi última columna dirigiéndome a la grada contraria, lo bueno es que este pozo de la abundancia se ha agotado junto a la capacidad de atención del respetable. La vistosa y telegénica redada contra Herrira, que hace una década hubiera sido el recopón informativo, Ebro abajo se ha quedado en, como mucho, tercera noticia, tras el birlibirloque de las pensiones o, qué bochorno, la recaída de la prima de riesgo española contagiada por el virus italiano. Ciertas cosas ya no cuelan.