Venezuela, lo malo y lo peor

Venezuela, qué difícil resulta opinar con un océano real y otro de prejuicios de por medio. Y aun así, no solo lo hacemos, sino que nos permitimos el desahogo de trepar hasta lo más alto de la parra y apuntarnos a una de las banderías, como si esto fuera cuestión de tripas y querencias. Desde este instante les advierto de que las siguientes líneas no van a estar, ¡ay!, libres del mal que acabo de describir. Puede, tampoco se lo niego, que pequen del vicio casi peor de la aparente equidistancia. Ocurre que, por vueltas y vueltas que le da uno a la torrentera de informaciones sesgadas que nos llegan, no acaba de decidirse por el cólera o la peste. Rizando el rizo, se llega a cambiar de antipatía en función de quién toma postura a favor o en contra de los gallos en liza. ¿Cómo estar con Trump o Bolsonaro junto a Guaidó? ¿Cómo estar con Putin o Erdogan al lado de Maduro?

La paradoja, que a la vez explica casi todo el embrollo, es que solo por haber preguntado lo anterior se convierte uno en sostenedor de un tirano o en imperialista del carajo de la vela. Cómo decir, cómo contar, que seguramente a falta de muchos datos, a pesar de tener una opinión difícilmente empeorable de Nicolás Maduro, me cuesta un mundo aceptar la legitimidad de un tío que se proclama mandarín en medio de una plaza a voz en grito. Con todo lo criticable que tenga el cutre poschavismo, sencillamente no son formas. Y si resultara que sí, que hay motivos para que la comunidad internacional se meta a desfacedora de entuertos y justiciera, cabría preguntar si en el ránking planetario de regímenes infectos no hay varios por delante de Venezuela.

DUI con freno y marcha atrás

Qué les voy a decir que no hayan pensado ya ustedes a la vista de la independencia que ha durado apenas un suspiro antes de irse al cajón hasta quién sabe cuándo. Si me tocase escribir argumentarios, me agarraría, claro, al clavo ardiendo de la altura de miras, la enorme generosidad, el sacrificio colosal de tender la mano cuando se roza con los dedos el objetivo por el que se han dejado quintales de sangre, sudor y lágrimas. No digo que no haya algo de eso, pero sí que a la fuerza ahorcan, que para este viaje han sobrado una hueva de alforjas y que, joder, es imposible no tener la sensación de haber vuelto a asistir al parto de los montes, cuyo fruto era finalmente un ratón.

Lo dije ayer. Era DUI o no DUI. Lo que se viene prometiendo desde hace ya tres años —¿no recuerdan el 9 de noviembre de 2014?— o claudicar otra vez. De acuerdo, por un bien superior, porque era peor el remedio que la enfermedad, porque lo otro era el abismo, porque, como cantaba Gardel, contra el destino nadie la talla. Ocurre que todo eso había que haberlo pensado antes. Sin la menor dote de escrutador de vísceras de pollo o politólogo, se veía a leguas que la desconexión encabronaría a la hidra de mil cabezas, y que de poco valía dejarse hostiar a modo. Mal vamos, si la fuente de legitimidad es recibir palos.

No, no diré como los ventajistas del otro lado que esto en una rendición en toda regla. Mejor que se cuiden antes de cantar victoria. Simplemente, anoto la frustración de quienes creyeron que era verdad lo que les decían. Es revelador que con los primeros que va a tener que dialogar Puigdemont sea con muchos de los suyos.

Rajoy prende la mecha

El día de ayer y algunos de los que vendrán serán de esos que, dentro de unos años, contaremos a todo el mundo que nos tocó vivir. No parece esta vez que sea exagerado pensar que el pirómano Erdojoy (¿o era Rajoygán?) ha prendido la mecha de un episodio que quedará en la Historia. También es verdad que es temprano para asegurar el desenlace, pero por de pronto, la mezcla de torpeza y maldad —ya ven que no solo no son defectos incompatibles, sino que combinados tienen efectos demoledores— ha regalado a los independentistas catalanes la épica imprescindible en cualquier proceso revolucionario. Si hasta ahora habíamos visto momentos de gran intensidad emotiva o de enorme plasticidad y simbolismo, las poderosas imágenes de las últimas horas y me temo que las de las próximas suponen la consagración definitiva de un movimiento de resistencia.

Para bien (ojalá) o para mal, ya no hay marcha atrás. Se ha cruzado el Rubicón y se han marchado por el desagüe los debates de la antevíspera. ¿Garantías? Ahora sí que son lo de menos. Si antes de la razzia judicioso-policial sabíamos que no cabía esperarlas, ahora, por razones puramente logísticas, tenemos muy claro que bastante milagro será que el día 1 de octubre haya siquiera urnas. Sin embargo, nadie duda de que habrá centenares de miles de catalanes —y de ellos, un altísimo número de no soberanistas— que se echarán a la calle para manifestar su voluntad de votar. Estaremos entonces en la batalla de la legitimidad, y, especialmente si se mantiene el civismo ejemplar que nos ha maravillado hasta este instante, será prácticamente imposible argumentar en contra.