Para no olvidar (2)

Miren, no escribí la última columna porque me apeteciera ir de enfant terrible, de retorcedor de argumentos para epatar, ni mucho menos de defensor de Azkuna, a quien respeto pero no creo que llegara a votar jamás. Tampoco lo hice con las manos vacías. Llevo en la mochila vital y profesional centenares de entrevistas, reportajes o programas especiales sobre la recuperación de la memoria histórica. No diré que soy la hostia en bicicleta ni que me inventé el género, pero puedo presumir de haber dado la tabarra con la cuestión cuando era inimaginable que se convirtiera en una moda que hizo de oro a mucho vivillo. Gentes de buena, mala y regular intención se me descojonaban a la cara por la obcecación en dar voz a los perdedores de una guerra que les sonaba a pleistoceno. “¿A qué momia nos desentierras mañana?”, me han preguntado más de una vez.

Vamos, que conozco lo suficiente el paño como para diferenciar entre quienes actúan guiados por la honestidad y quienes chapotean en este barro del pasado porque son unos guays, unos jetas, unos indocumentados o, lo más común, intrépidos medialeches que se atreven a meter el pie con la seguridad de que no hay cocodrilos. Hasta las mismísimas de antifranquistas retrospectivos, así se lo digo. No acaba de entender uno que con tanto héroe, el bajito de Ferrol la diñara en la cama. Más aun, se me escapa que con la tremenda cantidad de partisanos que disfrutamos, este régimen, heredero del anterior, no haya echado rodilla a tierra. Será —empiezo a atar cabos— porque las batallas se libran contra cuadros de malnacidos que crían malvas desde hace buen rato.

Amnistía, amnesia

La palabra amnistía tiene el mismo origen etimológico que amnesia. Conviene señalarlo, porque para unas afrentas nos subimos sin dudar a la parra de la memoria y para otras, reclamamos el olvido tan ricamente.

—Ya, pero en 1977 hubo una.

En efecto, manifiestamente mejorable, promulgada a regañadientes. Y lo fundamental: no se trataba de echar tierra sobre unos delitos que en muy buena parte no eran tales sino, en curiosa paradoja, de perdonar las fechorías que quienes habían detenido, torturado y encarcelado a los que recuperaron una libertad que no debieron haber perdido nunca. La cosa es que a los verdaderos delincuentes les salió bien la jugada. Aunque no se llamó así, esa ley fue de punto final y de pelillos a la mar para la dictadura, según han podido comprobar todos los que han intentado que se investiguen judicialmente los crímenes del franquismo.

—Tal vez, tal vez… Sin embargo, unos años después se dejó ir sin gran escándalo a los polimilis

Escándalo, lo hubo y considerable, con ruido de sables y todo. Ahí están las hemerotecas. Otra cosa es que se haya impuesto la versión oficial edulcorada en sucesivas reescrituras. Por lo demás, no hay demasiados puntos de comparación con la situación actual. Ojalá los hubiera y pudiéramos ver una escena como aquella de las capuchas que daban paso a los rostros descubiertos de hombres y mujeres que habían decidido que hasta ahí habían llegado. Y no digo nada ya sobre lo que sería una declaración basada en una reflexión personal y colectiva que no buscara refugio en los ambages ni resultara sospechosa de tactismo o de haber sido arrancada a empellones. Con la dignidad precisa para que no sonara a humillación pero en el tono exacto que no diera a entender ni por asomo que matar estuvo bien o, en su caso, que fue un mal necesario.

—¿Y si algo parecido volviera a ocurrir?

No lo puedo aventurar, pero amnistía seguiría siendo sinónimo de amnesia.

Dependientes

Me han dicho que mi columna de ayer era muy dura. Hay incluso quien no pudo terminar de leerla. Aunque no escribo con la intención de remover estómagos —ni siquiera conciencias—, debo decir que me alegro de haber provocado esa incomodidad que, por lo demás, fue seguramente pasajera. Ahí está el problema: hemos desarrollado anticuerpos para borrar de nuestra mente lo que no nos gusta. En cuanto los radares detectan cualquier trozo de la realidad que nos puede hacer daño, activamos las defensas. Pero al cambiar de página, de acera o de canal, además de no solucionar nada, nos convertimos en colaboradores necesarios de una injusticia.

Es lo que ocurre no sólo con el Alzheimer, del que hablaba en el áspero segundo párrafo de hace 24 horas, sino con todas las cabronas enfermedades que se ceban con quienes están en tiempo de descuento. ¿La tercera edad? No, ese es un eufemismo sacaroso que sólo incluye a los que, respetados por la biología y medianamente por la cartera, están en disposición física de ser pastoreados a Benidorm o los destinos más exóticos que últimamente oferta el catálogo de Adineko o el Imserso. Me refiero a los que son pura y crudamente viejos o viejas, como tal vez nosotros mismos el día menos pensado, y ya no pueden hacer prácticamente nada por sus propios medios. En nuestra manía de buscar etiquetas que no arañen, los llamamos “dependientes”.

Una vez bautizados así, apenas son un epígrafe, generalmente con presupuesto simbólico o nulo, en el papel mojado de las políticas sociales. A los responsables de administrar esos escuálidos dineros públicos no les dan ninguna guerra. No andan por ahí navaja en mano, ni están ya para cortar el tráfico u ocupar una residencia con una patada en la puerta. Para colmo —esto sí que me pudre— no resultan una causa nada fotogénica, nada chachi, nada guay, para los solidarios de pitiminí. Sólo les queda aguardar la muerte. Y no llega.