Como el burro amarrado a la puerta del baile de la canción de El último de la fila, aguardo la llamada o el mensaje para vacunarme. Ya no puede tardar mucho. En apenas tres semanas he visto el fluido descenso de la escalera de edades. 63, 62, 61, 60, 59… Familiares, amigos y conocidos de esas quintas han ido celebrando su primera dosis y, por supuesto, narrando la experiencia con todo lujo de detalles. Los del baby boom —yo prefiero decir “los de la cosecha del 67”— estamos a punto de caramelo. Tampoco es que me consuma la ansiedad. Por fortuna, cada siete días, un test me ha ido confirmando que todo iba bien. Si me he parado a hacer esta reflexión es porque al final resulta que el asunto está avanzando mucho más rápido de lo que creíamos.
Desconozco si se cumplirá el vaticinio de alcanzar la inmunidad de grupo a mediados del verano, pero ya no me parece una quimera. No hace tanto que circulaban agoreros cálculos que cifraban en hasta dos y tres años la fecha en la que recibiríamos el primer pinchazo. Hemos resultado hombres y mujeres de poca fe. Creo que es justo y necesario reconocerlo con la misma firmeza que hemos criticado y seguiremos criticando, por poner el ejemplo más claro, la tremebunda ceremonia de la confusión respecto a la segunda dosis para los menores de 60 años a los que se administró AstraZeneca. Sin duda, las diversas autoridades sanitarias han cometido errores por acción u omisión, pero si vamos al minuto de juego y resultado, nos encontramos con motivos para estar razonablemente satisfechos respecto al proceso de vacunación. Mucho si, como hemos comprobado, sus efectos ya se notan.