Ética

Quítenle la tilde al título y les quedará “etica”, es decir, un diminutivo de ETA, las tres letras que encierran las obsesiones y perversiones de una legión de salidos intelectualoides con balcón al kiosco. Ahora que están tan de moda los equipos multidisciplinares, se debería crear uno integrado por psiquiatras, veterinarios y exorcistas que traten de desentrañar lo que se esconde tras la compulsiva búsqueda de la triada alfabética allá donde miren. ¿Salivarán como el chucho pavloviano cuando ven u oyen pronunciar las palabras biciclETA, ETAnol o mETAcarpo? Me apuesto mi improbable futura pensión a que sí.

Y si se trata de hallar el grial en vocablos de la fabla diabólica de los vascones, a la avenida de jugos gástricos le sigue un movimiento de colita histérico. Es lo que ocurrió en el episodio que les vengo a contar. Confieso que no es una exclusiva ni nada parecido. Lleva un par de días de rule por el ciberespacio y doy por hecho que ocho de cada diez de ustedes están al cabo de la calle. Sea, pues, por los otros dos y, sobre todo, porque en estas cuestiones no hay que temer la repetición.

Nos remontamos al sábado, 27 de agosto. La víspera, día grande la Aste Nagusia de Bilbao, se había celebrado en la capital vizcaína una manifestación para reivindicar, según la convocatoria, “que la palabra de nuestro pueblo sea respetada”. El Mundo ilustró la noticia en su primera página con la fotografía de unas personas que sujetaban una pancarta en la que se leía “ETA”. Para hacerlo más siniestro, la nota al pie rezaba: “Los abertzales toman Bilbao”. En el resto de los medios pudimos ver el trile. El lema completo era “Inposaketarik ez”. Pero al ojo de águila avituallado por Pedro Jota Ramírez le sobraron letras. Se ganó el azucarillo. Descubierto el fraude, el de los tirantes, encantado de haberse conocido, galleó: “Es una foto de Pulitzer”. En Twitter nació un trending topic: #pedrojETA.

11-S más dos

Una vez, otra y otra… ¡y otra más! Acabé perdiendo la cuenta de las ocasiones en que durante el pasado fin de semana mi retina se enfrentó al topetazo de los aviones, la llamarada y finalmente, el derrumbe de las torres gemelas. Dio igual que me hubiera propuesto conscientemente huir del más que previsible bombardeo audiovisual que lleva adosado una efeméride así. Era levantar la vista hacia cualquier pantalla, aunque fuera para ponerle Phineas y Ferb a mi hijo o consultar el tiempo en internet, y encontrarme de morros con las imágenes que pretendía evitar. Y no sólo con ellas. Era mucho peor lo que las acompañaba, ese desparrame de solemnidad, emotividad o potitos ideológicos de todo signo colados de matute.

Eso sí, cada pieza se presentaba como si fuera la última, definitiva e irrefutable versión de los hechos. Sólo por pura estadística es probable que alguno de los documentales, reportajes o refritos contuviera datos o claves valiosas. El problema era distinguir en semejante torrentera qué era grano y qué era paja. Está escrito y además comprobado que la sobredosis de información es una de las formas más efectivas de desinformación que hay. Muchos de los que sostienen tal idea se suelen adornar atribuyendo el exceso a pérfidos y oscuros poderes. En este y en tantos otros casos me temo, sin embargo, que si ha habido orquestadores de maniobras, se podían haber evitado el trabajo. Con o sin consigna, el resultado habría sido el mismo. Los medios tenemos una querencia natural por la demasía.

Sería un simple defectillo menor, si no fuera porque en la borrachera hiperbólica a algunos les da por creerse la FOX o la CNN y se pulen la pasta que lloran no tener en viajes transoceánicos, hoteles, dietas y transmisiones vía satélite que cuestan un ojo de la cara. Luego, claro, a la consejera no le salen las cuentas y tiene que pedir a unos peritos en tijeras que le hagan un informe.

Volver

Ya adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno. No son, como en el caso de Gardel, las mismas que alumbraron hondas horas de dolor, sino, más prosaicamente, las que dejé encendidas antes de embutirme en las bermudas y calzarme las chanclas reglamentarias de veraneante. “Te has perdido un agosto intensísimo”, me dio la bienvenida el lunes alguien que se había quedado de retén atornillado al teletipo mientras este arribafirmante holgaba a 96 kilómetros de Babia, esa Ítaca de los que durante once meses nos empapuzamos de actualidad sin tiempo para retirar la cáscara ni el hueso. Había cierta convicción en el tono de mi bienintencionado interlocutor pero, por supuesto, no tragué.

La gran cura de humildad de las vacaciones de un periodista es constatar que uno mismo es capaz de pasar treinta días de espaldas a lo que durante el resto del año cuenta con los pulsos acelerados como si fuera una revelación definitiva. Rebajada la adrenalina por un termómetro que marca treinta grados y un vermú acompañado de una tapa, las noticias de las que no te va a tocar dar cuenta empequeñecen hasta parecer intrascendentes. La duda que uno no llega a plantearse hasta el momento de vuelta a la noria -o sea, tal que este preciso instante- es si eso no ocurrirá porque, efectivamente, cuatro quintas partes del material que servimos a nuestra clientela es perfectamente prescindible. Y a veces, más.

Ni se molesten en reflexionar sobre ello. Les va a dar lo mismo. Una vez recuperada la aceleración, hasta quienes en momentos de debilidad proponemos estas filosofías vanas, volveremos a disfrazar cada información con ropajes de acabose y no va más. Pasada por nuestra túrmix, la más insignificante declaración o el dato con menos sustancia lucirán cual si nadie pudiera seguir respirando sin estar al corriente de ellos. Hagan el favor de no contárselo a nadie o se descuajeringa el invento.

Las razones del asesino

Sugerencia, petición o trampa saducea vía Facebook, Twitter y hasta por correo electrónico: “¿No vas a escribir nada sobre el asesino de Oslo?” En primera instancia, el ego del columnista se siente confortado. Cree ver reconocida esa soledad del teclado, tan jodida ella, que te hace dudar de cada línea escrita. A fin de cuentas, debe de ser verdad que hay alguien al otro lado. Aunque uno se haya vasectomizado los tímpanos para que todo elogio que caiga en ellos no procree un enorme narciso, siempre quedan cuatro gotitas de vanidad irredentas. Y, venga, va, todo sea por tu público. Te pones a tratar de cumplir el mandado… hasta que descubres con horror que no estás a la altura de tal tarea.

Tan crudo como lo confieso. Nada de lo que se me pueda ocurrir sobre el tal Anders Behring Breivik vale más que cualquier gañanada que se haya soltado estos días con el codo apoyado en la barra de un tasco. O, si es el caso, que las pontificaciones que hayan dejado en el éter, en internet o en los periódicos de papel cualquiera de mis cofrades del juicio a toda costa y sobre lo que sea. Qué envidia, no tener las cosas tan claras.

Decía el filósofo Mel Gibson en ese clásico de arte y ensayo titulado Arma Letal que las opiniones son como los culos; todo el mundo tiene una. Pues servidor, por lo menos en este asunto, debe de ser la excepción. Palabra que con este tipo a lo más que llego es al enunciado de la evidencia: es un asesino múltiple. A partir de ahí, me pierdo en el clásico del huevo y la gallina. ¿Nació con el instinto criminal bajo el brazo y encontró la forma de darle gusto en un ideario pseudopolítico? ¿Fueron esas lecturas las que envenenaron al hombre bueno por naturaleza que, según Rosseau, todos traemos de fábrica? A lo peor, simplemente, se juntaron el hambre y las ganas de comer. Me consta, eso sí puedo sostenerlo con cierta convicción, que ocurre con demasiada frecuencia.

Prensa amarilla cañí

Una vez más, lo de la paja o la viga según en qué ojo. Los dignísimos periódicos españoles del ultramonte diestro se hacen los escandalizados ante el tiberio indecente de las escuchas ilegales promovidas por una publicación británica que ha pagado con el cierre su vergonzoso pecado. Como si tuvieran el armario y el escaparate limpio de cadáveres, columneros y editorialistas de esa prensa de choque que tan bien conocemos por aquí arriba están secando el diccionario de sinónimos -intolerable, abominable, repulsivo, execrable- para calificar el comportamiento del libelo ya difunto.

En el mismo ataque de decencia de cartón-piedra, caen con quinquenios de retraso en la cuenta de que el dueño del invento, Rupert Murdoch, es un tipo carente de escrúpulos que ha construido un imperio mediático a fuerza de juego sucio. Ni media palabra, por supuesto, sobre el ilustrativo hecho de que uno de sus asalariados -a razón de 150.000 euros anuales- sea el paladín de la pureza e icono de la caverna patria, José María Aznar.

Eso, mejor callarlo, no sea que atemos cabos. Y mejor también pasar por alto que News Of The World, la cabecera que se ha ido al desguace, era solamente una versión una gota más audaz y con mayor éxito popular del tipo de periodismo (de alguna forma habrá que llamarlo) que perpetran los que ahora se mesan las rotativas con mohínes de beata.

Si por estos pagos no se pinchan teléfonos con la misma asiduidad que en las islas, es simplemente porque sale bastante más barato inventarse directamente los titulares. Quince años de espeleología en esas catacumbas me han procurado un archivo rebosante de ejemplos que demuestran que la verdad es un ingrediente perfectamente accesorio de lo que se publica. Lo triste es que nadie parece echarla en falta y que las víctimas de los linchamientos de tinta ni se molestan en querellarse porque saben que tienen casi todos los boletos para palmar.

Sin preguntas

Sigo con curiosidad y simpatía una iniciativa de un puñado de colegas del gremio que ha cristalizado en Twitter -últimamente, todo empieza y acaba ahí- bajo la etiqueta #sinpreguntasnocobertura. Se trata de un llamamiento a dejar sin reflejo en los medios aquellas convocatorias de prensa que se reduzcan a la lectura de un comunicado o declaración sin posibilidad de que los curiosos plumillas hagan preguntas. Ese formato con corsé y bozal ha existido desde que Randolph Hearst llevaba pantalón corto, pero de un tiempo a esta parte se ha convertido en el standard de la comunicación política.

Casi todas las memeces, frases ingeniosas o palabras de aluvión que ustedes leen o escuchan diariamente han sido precocinadas de ese modo. Los que se las trasladamos nos limitamos a meterlas en el microondas y servírselas en nuestra vajilla. Como mucho, podemos hacer los filetes más gruesos o más finos, o sazonar al gusto de la línea editorial o las entendederas propias, pero la materia básica es la que han querido mercarnos los proveedores. Es bueno que lo sepan para que pongan en cuarentena los mensajes y, de paso, para que entiendan que la pequeña rebelión de esos periodistas que reclaman el derecho a levantar la mano también les incumbe a ustedes.

¿Qué pueden hacer? Basta con unas migajas de comprensión. Más no les podemos pedir porque acabar con esta vergonzosa mandanga de la información empaquetada al vacío es un asunto que compete a los propietarios de los medios que la consienten y, al final de la cuerda, a los políticos que la han inventado y la cultivan para su comodidad. Y ahí tocamos en hueso, porque aunque es cierto (seamos justos) que hay decenas de representantes públicos que comprenden que una parte fundamental de su labor es responder preguntas, siguen siendo mayoría los que salen a la tribuna sólo con viento a favor y todo atado y bien atado. No quieren comunicar, sólo vender peines. Sépanlo.

Libertad de prensa

Seguramente, la mitad de ustedes ni se enteraron, pero el martes pasado la dócil clase plumífera celebró el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Se ve que la ONU tenía un hueco en su almanaque de pomposidades inanes y no encontró mejor aguaplast para rellenarlo que dedicárselo a otra causa de hermosa sonoridad e imposible puesta en práctica. A la hora de la verdad, la jornada sólo sirve para hacer inventario de las decenas de periodistas a los que han dado matarile en los últimos doce meses en todo el mundo. No sería poca cosa esa toma de conciencia de cómo todavía hay quienes se juegan el pellejo para contar las tres o cuatro cosas que han llegado a saber, si no fuera porque los que hablan en su nombre son tipos que en el desempeño de su tarea no corren otro riesgo que cruzar el paso de cebra que separa la redacción del bar.

En esta profesión, héroes, los justos. Por cada reportero o fotógrafo a los que descerrajan dos tiros, hay diez mil jornaleros de la comunicación que viven siempre de perfil tratando de confundirse con el paisaje y cuidándose de no poner una coma que les pueda traer problemas. Si alguna vez los ves enfurruñados frente a la pantalla o junto a la máquina de café, será porque el viernes tendrán que salir una hora más tarde o el sábado entrar una antes y se les jorobará la naja nocturna. Sin embargo, cuando les viene el capataz a ordenarles que dejen de utilizar tal palabra o que ni se les ocurra mencionar a cual personaje, sonríen beatíficamente y agachan la testuz… cuando no aplauden con fervor. Lo cuento porque lo he visto, no porque lo haya soñado.

No hace falta que oscuros poderes o malvados propietarios de medios nos pongan el bozal. Vamos por nuestra propia patita al cómodo redil donde la ineptitud, que es el auténtico pecado original del gremio, se disimula con la ayuda de la Wikipedia. Si tuviéramos libertad de prensa, simplemente no sabríamos cómo utilizarla.