Elogio de la pobreza

Qué lata con lo de la pobreza. Que si es una lacra, que si es un estigma, que si hay que erradicarla… Pero hombres y mujeres de Dios, eso sería segar la hierba bajo nuestros propios pies, apedrear el tejado de nuestra primera, segunda y tercera residencia. Para empezar, ¿a qué le íbamos a dedicar días internacionales como el de ayer? ¿Al jamón de bellota, a los gintonics de Citadelle, al Iphone y al Ipad? Psssé, no digo que esas cuestiones no lo merezcan, pero creo que a la larga acabarían aburriéndonos y no sabríamos qué hacer cuando pasaran de moda, lo que ocurrirá mañana o pasado. Ese peligro no se da con la pobreza. Desde que el mundo es mundo, está ahí. Por algo será, ¿no? Si no fuera útil, ya habría desaparecido de la faz de la tierra hace tiempo, igual que lo hicieron los dinosaurios, los corsés de ballena o las sesiones continuas de los cines.

Así que mucho cuidado con violentar el devenir de la Historia eliminando un elemento que aún tiene por delante siglos y siglos de vigencia. ¿Acaso no estamos a favor de la biodiversidad? Pues los menesterosos, los desgraciados y los miserables —cuánto debe la literatura a esta bella y sugerente palabra— cumplen una misión insustituible. Bueno, una no; mil. Lo mismo sirven para desembarazarte de la incómoda calderilla al tiempo que te sientes un gran ser humano, que para enseñar a los churumbeles lo que les puede pasar si se van por el mal camino o, sin ir más lejos, para celebrar que no eres uno de ellos. Como detergente para la conciencia no hay nada mejor. Y si pides justificante (un atraso, que no todos los pordioseros lo den), hasta desgravas en el IRPF.

Definitivamente, es una gloria que haya pobres. Gracias a eso, la revolución está siempre pendiente, y existen ONGs (*)  chachipirulis, congresos sobre la cuestión en auditorios de lujo, memorandos de encargo a chopecientos mil el folio y, por supuesto, días para pedir su erradicación.

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(*) Para que no queden dudas, porque varios lectores me han llamado la atención sobre esto.  No hablo, ni mucho menos, de todas las ONGs, cuya labor respeto y admiro en general. Me refiero a algunas muy determinadas que, pese a su nombre, son gubernamentales e institucionales y se conducen de un modo que deja bastante que desear.

7.000 millones

Deprimente espectáculo, el de los medios de comunicación cuando nos echan alpiste y lo regurgitamos tal cual, sin hacer uso del cedazo crítico que algún día se nos supuso. “El habitante 7.000 millones del planeta nace en Filipinas”, recitamos casi al unísono la bandada de loritos amaestrados. Si nos hubieran dicho que fue en Nueva Delhi, Kandahar, Vladivostok, Nairobi o Matalascañas, ahí que lo hubiéramos soltado tal cual, dando por certeza irrebatible algo que cualquiera con medio gramo de cerebro sabe que no pasa de trola barata parida, vaya usted a saber con qué fines, por esos altos funcionarios que, calzando Lotus de tropecientos euros, nos aleccionan sobre la desigualdad y la pobreza.

Una vez que hemos picado como panchitos llenando páginas y minutos con el material precocinado, lo menos que podríamos hacer es reflexionar sobre lo que nos revela el timo sensiblero que nos han colado. A saber: a estos justos y benéficos organismos la realidad les importa un bledo. Peor aún, se la toman a pitorreo y la convierten en espectáculo mediático. Lo de los flashes, las cámaras y el cartel “7 Billionth baby” del hospital de Manila parece sacado de uno esos inmorales reallyties televisivos. Y luego está lo de la beca vitalicia para la criatura convertida por un dedo todopoderoso en la que encarna la cifra mágica. Donde debía haber solidaridad y justicia hay una tómbola de caridad.

Según los mismos cálculos a ojo de buen cubero en que se ha basado este teatrillo infame, además de la niña filipina, ayer nacieron otros 340.000 bebés. La inmena mayoría, en los lugares más pobres del desgraciado globo. ¿Dónde están sus becas vitalicias? No quisiera pasarme de frenada demagógica, pero tengo otra pregunta: ¿Cuántos de esos pequeños y pequeñas llegarán vivos a mañana o a pasado mañana? De eso también hay cifras: cada hora mueren mil niños y niñas por hambre. Ellos y ellas no salen en la foto.

La otra pobreza

Tan tremendo como cierto: incluso en la pobreza hay clases. Desde este lado de la raya, donde aún nos llega para una ronda de marianitos y una ración de calamares, alcanzamos a ver los desamparados que nos han puesto en el escaparate, casi como un elemento de atrezzo o como recordatorio de que el mundo no es perfecto. Sirven también para que solidarios de pitiminí crean ganarse el cielo o para que periodistas que confunden la conciencia con el ego pasen por buenas personas cuando son -¡uf, cuántos de esos y esas conozco!- sanguijuelas sin escrúpulos. Tienen su punto fotogénico y quedan aparentes en titulares tan bienintencionados como, la mayoría de las veces, artificiales.

Por perverso que parezca el planteamiento, la resignación y el instinto de supervivencia han llevado a muchas de estas personas a bandearse en su desventura. Desde luego que su vida no es en absoluto envidiable y que los que comemos caliente y bebemos fresquito no concebimos ni como pesadilla pasar por sus circunstancias. Sin embargo -y allá se nos revuelva la moralina-, cualquiera que tenga ojos y media docena de neuronas críticas en uso sabe que hay una parte de este grupo social que ha aprendido a apañárselas y no aspira a más.

Los requeteliberales, tan sensibles siempre, dirán que son los efectos perniciosos de la sopa boba, pero la explicación es mucho más compleja. Daría para diez columnas, y esta se me está acabando sin haber mencionado aún a los otros pobres. El director de Cáritas Bizkaia, Mikel Ruiz, que sabe de qué habla, se refirió a ellos como “los últimos de la fila, los que no tienen ni voz ni ánimo para protestar”.

Son los excluidos de la exclusión, los que desconocen, incluso, que existen puertas que tocar o impresos que rellenar. Invisibles, abandonados por el llamado estado del bienestar y por la beneficencia guay (Cáritas es una excepción), sólo la muerte los librará de la pobreza.

¿Es esto una crisis?

Por enésimo día, cola para entrar a la ciudad hostil donde trabajo. Uno, dos, tres, cuatro carriles convertidos en procesión metálica que hace dudar del significado del verbo avanzar. En el horizonte, semáforos que cambian -rojo, verde, naranja, otra vez rojo- en un brindis al sol, inexistente, por cierto, en esta tarde de otoño. Nadie ni nada se mueve. Para conjurar el hastío, me entretengo haciendo un censo a ojo de los cautivos. Dos o tres furgonetas de reparto, un buen puñado de Audis, bastantes BMW, varios Mercedes. Y toda la gama de berlinas y cuatro por cuatros del resto de marcas. Dejo de fijarme en lo que parece la norma y busco las excepciones. Veo un fordfi y un 205 blasonado con una L blanca sobre fondo verde. Minoría absoluta. Curioso parque móvil para una crisis devastadora.

Algo no me cuadra. Es decir, sigue sin cuadrarme desde que hace ya tres años empezaron a decirnos que fuéramos arrepintiéndonos porque este mundo de la opulencia se acababa y caminábamos sin remisión al abismo de la miseria. Yo mismo he difundido esas profecías apocalípticas, acompañadas de datos dolorosamente reales que daban la impresión de confirmarlas. EREs sin cuento, brutales recortes de plantillas, congelaciones de salarios como mal menor, alarmantes aumentos de usuarios de comedores sociales, los sobradamente conocidos tajos de derechos y conquistas aplicados por los gobiernos… Pero luego, buscas una mesa en una terraza para tomarte un gintonic de seis euros y te encuentras con que no eres, ni mucho menos, el único al que todavía le llega para darse un capricho. Y a más de tres, hasta con una ración de ibéricos.

Realidades paralelas

¿Es esto una crisis? Cualquiera se atreve a rebatir a los que aseguran categóricamente que es la peor de todas las inventariadas desde la de 1929. Seguro que sí, que para muchísima gente lo es, y ahí están esas cifras que no son producto de ninguna calenturienta imaginación. Tiene toda la pinta de que la escoba social ha sabido barrer a todas esas víctimas y ocultarlas bajo la alfombra. Las sacamos, sí, de vez en cuando para ilustrar reportajes y poner rostro a esa debacle económica que decimos estar padeciendo.

Y mientras, en la realidad paralela, es imposible reservar en un restaurante de sesenta euros el cubierto, las pantallas de plasma vuelan de las estanterías, hay lista de espera de semanas para adquirir un Iphone y los coches más viejos que pisan el asfalto tienen un par de años. Vuelvo a preguntar: ¿Es esto, de verdad, una crisis? ¿Para quiénes?

Pobreza material y de espíritu

Clink, clink, clink. Clonk, clonk, clonk. Ustedes perdonen, me pillan agitando frenéticamente la cabeza y eso que suena debe de ser mi conciencia rebotando contra la parte interna del occipital. No se alarmen. Es sólo una gimnasia de rutina que hago cada vez que el calendario oficial se pone grandilocuente. ¿Saben? Hoy no es sólo hoy, un domingo de otoño más con marianito a mediodía, fútbol por la tarde y depresión pre-inicio de semana por la noche. Como probablemente hayan leído en otras páginas de este mismo periódico, estamos en el Día Internacional Para la Erradicación de la Pobreza. Así, con todas esas mayúsculas bien marcadas para que el enunciado resulte más contundente. La mercadotecnia ha avanzado mucho desde que postulábamos con aquellas huchas con forma de negrito.

Creo, de hecho, que ese ha sido el progreso más sustancial, y sé que mi vecino Pérez puede venir a desmentirme armado con unas tablas que aseguran que nunca ha habido en el planeta tanta gente con los mínimos diarios de alimentación cubiertos. Triste consuelo. Siguen siendo centenares de millones de personas las que no llegan ahí y no se me acuse de demagogo si constato que desde que empezaron a leer este lamento hasta que han llegado a esta línea han muerto quince o veinte de esos desheredados de todo. Tal vez se consiga que sean unos cuantos menos, pero siempre dejaremos que haya los suficientes para marcar el contraste entre desarrollo y subdesarrollo, primer y tercer mundo, norte y sur.

Los malos oficiales

En el discurso al uso ahora vendría un dedo apuntando al voraz e inhumano capitalismo, impune causante e incansable ensanchador de todas las desigualdades. Y sí, son lo peor de lo peor esos emporios que arramplan con el coltán africano para nuestros móviles de última generación o aquellos otros que deforestan la Amazonía para que pasten las vacas que acabarán convertidas en esas hamburguesas con tan mala fama y tan grandes ventas. Esquilman los recursos naturales, provocan sangrientas guerras y desplazamientos arbitrarios de las poblaciones… Pero, ¿y lo tranquilizador que resulta tener un ogro expiatorio identificado?

Sitúo esas firmas en el primer puesto de mi ranking de culpables de la pobreza, pero anoto inmediatamente después a quienes, a este lado del paraíso, se recrean en la existencia de la miseria y alfombran con ella sus galerías de la solidaridad sedicente. Es fácil reconocerlos: mordisquean una onza de chocolate de comercio justo tal que si fuera un Ferrero Rocher. Por desgracia, son legión.

Cuatro coches y una ayuda social

Han tenido que llegar las vacas flaquísimas para que los ayuntamientos cayesen en la cuenta de que llevaban años regalando un aguinaldo de la partida presuntamente social a quien, por ejemplo, tiene un chalé y una autocaravana. O a quien se ha comprado dos furgonetas nuevas en unos meses. O al propietario de un BMW, un Volkswagen Polo Coupe, un Hyundai y una Renault Kangoo. Desgraciadamente, no son casos figurados. Ni esos, ni el resto de los que enumeraba en DEIA Olga Sáez, con datos proporcionados por el consistorio de Bilbao, donde se han detectado 1.254 posibles fraudes. En Gasteiz hay otros cuatrocientos, más de quinientos en Barakaldo y así, me temo, suma y sigue. Mientras, el hombre del que les hablaba ayer, Luis Miguel Santamaría, duerme en la puñetera calle porque en las arcas de su municipio sólo quedan telarañas.

Está muy bien -a la fuerza ahorcan- que los administradores de esos dineros se echen las manos a la cabeza ahora que las cajas están vacías. Lo incomprensible es que no hayan movido un dedo antes. Siempre me ha maravillado la facilidad con que los guardianes del orden ciudadano encuentran mi coche para blasonarlo con una multa cinco minutos después de que me caduque la OTA y, sin embargo, no haya un cuerpo de husmeadores igual de efectivo para dar con estos trileros de las ayudas sociales. Basta pisar un poco la calle para saber que la mayoría de estos estafadores actúan a plena luz del día y que incluso los hay que, en lugar de ocultar su trampa, presumen de ella porque todavía está bien visto darle un bocado a la pasta pública.

Igual que la Gürtel

Merece la pena que nos detengamos en esa disculpa social -cuando no aplauso- del timo a la Administración. No falta quien lo tiene teorizado como una especie de redistrubición de la riqueza por las bravas o, sin más, como una muestra de inteligencia y osadía de quien lo comete. A mi me parece tan latrocinio como lo de la Gürtel o la Malaya. El tipo ese de los cuatro coches -que, por cierto, luego se compró un Mercedes descapotable y un Volkswagen Touareg- me despierta tanta simpatía como Cachuli o el tal Roca de los wáteres de oro.

Con dolor, anoto también la decepción que me ha producido ver que algunos colectivos que luchan a pie de obra contra la exclusión califiquen las investigaciones como “criminalización de la pobreza”. Seguro que algún munícipe sin entrañas ha aprovechado el viaje para cepillarse un puñado de ayudas justas. Denúnciese cada caso así, pero no amparemos a los que, sin necesitarlo, se lo llevan crudo.

Luis Miguel pernocta al raso

Los números ocultan las caras, los nombres y las historias que hay detrás. Mil setecientos parados más en Euskal Herria en septiembre hasta sumar 172.000. Cuatro millones en el conjunto del Estado. No es un buen dato pero tampoco es tan malo, dice la anunciadora de las cifras, seguramente sin la menor mala intención y hasta con una calculadora científica de esas que nunca aprendimos a usar los de letras y un puñado de fórmulas macroeconómicas que podrían demostrar que tiene razón. Unas gráficas en colorines con sus parábolas y sus letras griegas bien puestitas serían capaces de probar que vamos camino de la recuperación.

La pena es que no pueda tirar de esa aritmética etérea y milagrosa un hombre llamado Luis Miguel Santamaría. Hasta junio vivió -es decir, sobrevivió- de la ayuda de 420 euros que este paraíso del bienestar limosnea a quienes han agotado la prestación por desempleo. Cuando perdió incluso eso, se quedó también sin techo y no tuvo más opción que coger cuatro mantas y refugiarse, junto a su hijo adolescente, en la única propiedad que le quedaba, un desvencijado coche granate aparcado en Sestao. Ahí pasaron el verano y tal vez podrían haber seguido hoy en el utilitario-patera de no ser porque las eficientes autoridades municipales tomaron cartas en el asunto. ¿Procuraron a Luis Miguel y a su hijo un lugar más digno donde pernoctar? Más bien no. Precintaron el destartalado vehículo y lo retiraron de la vía pública. Todo, por supuesto, con arreglo a la normativa legal vigente.

Incómoda realidad

Comprendo lo desasosegante que es leer esta historia en compañía de un cortado y un croasán a la plancha con mermelada, pero forma parte de la misma realidad por la que transitamos todos los días. No era mi voluntad ponerles mal cuerpo ni hacer que se sintieran culpables -no lo son, por descontado- o despertarles la angustia que da pensar que basta con que vengan mal dadas durante tres o cuatro meses para caer en una pesadilla como la que viven Luis Miguel y su hijo. Tampoco pretendía llamarlos a las barricadas.

Sólo quería -y no es la primera vez que lo intento en esta columna- llamar su atención sobre lo que se esconde tras esas cifras con las que hacemos malabares en los medios de comunicación. Ni más ni menos que personas. Algunas, como el protagonista del episodio que les acabo de narrar, terminan durmiendo al raso porque la autoridad municipal es implacable con los vehículos indebidamente aparcados en sus dominios e insensible hacia los verdaderos problemas de sus vecinos.